Con su clásica política pendular, mientras desplazaba con dádivas a los primitivos pobladores pertenecientes a la tribu del cacique Catriel y desataba cada tanto una campaña punitiva, en 1832 Juan Manuel de Rosas mandó fundar el fuerte de San Serapio Mártir a orilla del arroyo Azul, que debía su nombre -Callfú Leufú, en mapuzungun- a unas florcitas silvestres que tapizaban sus orillas. Hoy, dos espacios sagrados demarcan el territorio: el Monasterio Trapense Nuestra Señora de los Ángeles, a unos 42 km de la ciudad cabecera del distrito, y el majestuoso portal del cementerio municipal, ornado con un ángel cubista apoyado sobre una espada, de 21 m de altura, realizado por Francisco Salamone en 1937.

Fundada en el año 529 de nuestra era por San Benito de Nursia, la orden cisterciense se estableció en Azul en 1958 en medio de una planicie paradisíaca donde los monjes, entregados a la contemplación y el trabajo manual, sostienen una suerte de cristianismo primitivo siguiendo las reglas que en nuestro siglo reescribiera Thomas Merton, el gran poeta beatnik, impulsor en los años sesenta de un gran movimiento místico en las juventudes alternativas con el solo poder de sus textos y su palabra. Erigido en un estilo arquitectónico que recrea el medioevo, fue el segundo monasterio de la orden en Sudamérica. (Hubo un antecedente bonaerense: en los parajes Larramendy y Bellocq, cerca de Pehuajó, se erigieron iglesias y una abadía donde entre 1917 y 1924 se establecieron algunos monjes benedictinos que, debido a las continuas inundaciones, abandonaron el sitio). Se dice que allí se refugió, tomado por la culpa, uno de los pilotos del Enola Gay, el avión norteamericano que descolgó las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Una vida de clausura dedicada a la oración, el silencio y el trabajo comunitario no han de haber bastado para llevar sosiego a su alma atribulada.

Sin embargo, hoy la ciudad es una referencia mundial debido a la pasión de uno de sus ciudadanos: el abogado, filántropo y gestor cultural Bartolomé Ronco, cuya colección cervantina es la más importante del subcontinente y dio origen desde 2004 al encuentro internacional sobre el autor del Quijote que se celebra con cierta periodicidad.

En su juventud, Ronco fue Secretario de la Cámara de Apelaciones del Poder Judicial bonaerense en Bahía Blanca, donde además participó activamente en la vida cultural de la ciudad, llegando a presidir la Biblioteca Rivadavia en 1915. Radicado luego en Azul, donde construyó su hogar -se casó y tuvo una hija, fallecida a temprana edad-, formó parte de la comisión directiva de la Biblioteca Popular que hoy lleva su nombre. Desde allí animó publicaciones periódicas como Biblos (1924-26) y la señera Azul – Revista de Ciencias y Letras, (1930-31) en la que colaboraron Jorge Luis Borges, Arturo Capdevila, Bernardo Canal Feijó, Ulyses Petit de Murat, Alfonsina Storni, Alberto Gerchunoff, Enrique González Tuñón, Norah Lange, Baldomero Fernández Moreno, el premio Nobel Saint–John Perse, Pierre Drieu La Rochelle y Roberto Arlt, constituyéndose en órgano de avanzada de la provincia -y del país. Alguno de sus once números contó con ilustraciones de Xul Solar y Alejandro Sirio y colaboraciones sobre temas de historia de Ricardo Caillet Bois, José Torre Revello, Enrique De Gandía y Ricardo Levene, los mayores historiadores de la época, y de etnografía de Roberto Lehman-Nitszche, Milcíades Vignati, Alfred Métraux, el suizo-argentino que sería uno de los mayores antropólogos americanistas, así como textos de Eleuterio Fernández Tiscornia, especialista en crítica filológica del Martín Fierro. Y es que el poema de Hernández fue otra de las pasiones de Ronco: llegó a editar una versión facsimilar de la primera edición y construyó una colección que alberga decenas de publicaciones y traducciones a diversas lenguas, e incluso detenta una carta manuscrita del mayor poeta gauchesco. De hecho, Ronco sostenía que Azul era el pueblo al que habían llegado Martín Fierro y la cautiva al huir de la tribu de Calfucurá.

Por su calidad literaria la revista Azul fue un destello en medio de la pampa. “La supersticiosa ética del lector” y “La postulación de la realidad”, de Borges, tuvieron en sus páginas sus primeras versiones; en ellos, tras su entusiasmo criollista, justificó su estética futura. Contra la superstición del estilo elige el modo clásico: “El autor nos propone un juego de símbolos, organizados rigurosamente sin duda, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro”. No menos singulares son los textos vertidos en Azul por Xul Solar, que ofreció sus “Apuntes sobre el neocriollo”, lengua fantástica de su invención, o de los hermanos Wagner, que adelantaron páginas no menos fantásticas de su libro sobre La Civilización Chaco-Santiagueña. De hecho, la americanística, que en la revista convivía con la literatura de vanguardia, tuvo una peculiar acogida en sus páginas.

Ya desde el primer número se elogiaba la publicación de Leyendas Guaraníes, de Ernesto Morales, y Métraux publicaba “El concepto de la muerte entre los pueblos primitivos”, “La mujer en las sociedades primitivas” y notas sobre chiriguanos, guaraníes y otros pueblos sudamericanos, en tanto el antropólogo alemán Roberto Lehman-Nitszche, que había trabajado décadas en el Museo de La Plata, desde Berlín proponía un emblema para la ciudad de Azul basándose en sus investigaciones sobre las marcas de ganado de la zona. Por lo demás, Ronco incluyó fuentes históricas sobre la región, como cartas de Rosas sobre la cuestion indígena.

El filólogo español radicado en Argentina Amado Alonso pasó una temporada en casa de Ronco haciendo trabajo de campo; su recolección de léxico gauchesco incentivó al propio Ronco a continuar su labor, en lo que llamó su Diccionario Gauchesco -un conjunto de observaciones recogidas en carpetas que elaboró durante años. Numerosos artículos sobre toponimia rioplatense, cancioneros y leyendas tradicionales, conviven en la revista con artículos literarios, como el de Norah Lange sobre la saga escandinava de las Eddas de Snorri Sturlusson que inspiraron a Borges, o un capítulo de Los Lanzallamas de Arlt. Las notas solían ir acompañadas por fotografías de indígenas de la zona, como “India pampa, casi centenaria”, o “India tejedora del barrio de Villa Fidelidad”, un asentamiento catrielero en el cual Ronco investigó las costumbres sobrevivientes tras el genocidio.

No sin paradoja la revista, que tuvo un sentido modernizador en el cual la presencia de intelectuales de otras partes del país era predominante, sostenía que “No hay motivo para que la metrópoli sea fuente única para las ideas argentinas y demuestra, además, que la prosperidad de estas depende en gran parte de la medida en que el interior sea capaz de emanciparse mentalmente de la tutela porteña”. De todos modos, fue un faro que acompañó el despliegue de actividades culturales de la ciudad, motorizadas por Ronco, que aún persisten como un legado de singular potencia. Pablo Rojas Paz, que asumió la dirección en los últimos números, observaba en un artículo que “...el arte hace patria sin quererlo”. “Para la formación de un arquetipo nacional el arte puede más que la historia”. Terminada esa aventura, la labor editorial no cejó: en 1935, por ejemplo, se publicó en Azul Todos Bailan - Los poemas de Juancito caminador, de González Tuñón, que sería un mojón de la poesía popular argentina.

Por otra parte, además de sus trabajos históricos, lingüísticos y antropológicos, Ronco dejó una saga de textos jurídicos en los que se destaca su defensa del Habeas Corpus, instituto garante de las libertades individuales -recordemos que escribe en la Década Infame, donde la policía ejercía su poder discrecional- que, como buen Quijote, defendía a capa y espada. Tras su fallecimiento en 1952 y el de su esposa en el ‘84, su casa, con todo el acervo patrimonial, fue donada por su expresa voluntad a la Biblioteca Popular. Su colección de Quijotes abunda en ediciones raras, como la inglesa de 1672 que fue donada por el gran escritor británico Julian Barnes; la versión de Walt Disney, protagonizada por un Quijote-Mickey Mouse, o la versión peruana en quechua, con ilustraciones donde los personajes de la novela son incas. En 2007 la UNESCO nombro a Azul “Ciudad Cervantina”. Quijotesco, martinfierresco, Ronco es una figura clave de la cultura de la Provincia de Buenos Aires.

Hace unos años, investigando la colección, un señor entrado en años me refirió con lágrimas en los ojos que su primer juguete fue un muñeco de madera hecho por Ronco. Había sido su ingreso al esquivo territorio de la felicidad. Súbitamente me asaltó un recuerdo involuntario. En 1980 este cronista, con quince años, afectado por la lectura de Semillas de Contemplación de Thomas Merton, al que había descubierto en la revista Mutantia, hizo dedo desde Bahía Blanca hasta la Trapa de Azul con la peregrina intención de ser admitido como monje. Gentilmente desestimado, desde la Abadía llamaron a un señor de anteojos que me pasó a buscar con su Citroën y me llevó hasta Buenos Aires, previo paso por un Leprosario donde, según me contó, había trabajado el Che. En el viaje de regreso me habló de arte popular, de los indígenas, de su militancia pacifista, de su encarcelamiento, y de la quinta donde refugiaba personas con dificultades de todo tipo. Poco después lo vi por la televisión recibiendo el Premio Nobel de la Paz. Era Adolfo Pérez Esquivel. En ese mismo viaje conocí a Miguel Grinberg en la sede de Mutantia, que me habló de su amistad con Merton y con Witold Gombrowicz, a quien tres décadas más tarde dediqué mi primer libro. Fue, sin duda, una iniciación imprevista que marcó mi destino.