25 de enero de 2012
Cuando pasa, cada cosa que veo, siento o comprendo, se impregna de su esterilla. Es difícil asirla. Me cuesta. Debo volver atrás y tratar de recordar lo pensado. Como cualquier intento de reflexión más profunda. Vi a mi abuela (que ya no está) en una foto y estaba viejita, muy viejita, avejentada por el progresivo deterioro que le causaba su enfermedad, Alzheimer. La vi y me dieron ganas de llorar, pero no lloré como me hubiese gustado. Fueron lágrimas contenidas. Una emoción que se manifestó rápidamente. Y eso es lo bueno, pienso. Al menos pude sentirla. Después, o mientras tanto, esa angustia que todo lo tiñe, que todo lo puede, pasado, presente y futuro. Cualquier cosa que piense.
Voy a buscar la foto para verla nuevamente. Acá está. Mi abuela está sentada en la punta de la mesa. Es su cumpleaños, aunque en la mesa ya no esté la torta con las velitas. Rodeándola estamos mi hermana Luciana; a su lado, izquierdo, María Laura, mi ex novia, y en la otra punta, a la derecha, yo. Todos parados, sonriendo, menos yo que estoy mirando hacia la mesa, tal vez hacia el plato vacío o a las manos de mi abuela un tanto inquietas. Mi abuela lleva puesto sus lentes de carey. No los marrones y anchos que usaba cuando era joven y nosotros unos chicos. No. Otros que son más amarillentos, más modernos, pero iguales de anchos. Lleva un suéter beige y su cabello está arremolinado, corto. Creo que tiene hecho los claritos. De tanto verla la angustia tiende a desaparecer, a menguar, pero (creo) cuando pasa un poco de tiempo y vuelvo a ver las fotos de mi abuela (o de cualquier persona a la que le tengo afecto), la angustia aparece nuevamente. Es cierto que sin tanta fuerza, porque en buena medida me dije que no debo bloquearla, dejarla en cambio que se manifieste, ya que no es algo desagradable sino más bien de una emoción un tanto incierta o confusa. Pero es sin dudas algo semejante a la añoranza. Yo añoro, y añoro mis afectos. Como si me lo dijera así, de esa manera: añoro.
Pero también en el hacer cotidiano. Mientras limpiaba el bolsillo de una mochila y sacaba unos papelitos y los arrojaba al cesto. De pronto tuve la misma sensación angustiosa. Me estaba preparando para salir. Para ir al río a tomar un poco de sol. Preparaba la mochila, con el mate y todo eso. Es como si hubiese medido el trayecto que me quedaba por recorrer. Como los años luz, que miden la distancia y no el tiempo. Pero no es cierto, creo, porque pegada a la angustia está el tiempo, el tiempo como un ente concreto, como un objeto más que muestran las fotos. Entonces sí se parece a la distancia sin tiempo, ¿no?
3 de febrero de 2012
Pasó algo curioso. Comencé a dibujar el rostro de mi hermana. Al principio me sentí torpe por no haberlo hecho durante tanto tiempo, pero ahora, que ya casi está terminado (y no me gustó), me siento más ligero, como si hubiese recogido mis recursos de algún lugar de la galera. Pero algo pasó. Cada vez que me sentaba a dibujar y veía el rostro de mi hermana sentía a flor de piel la angustia. Ya la llamo así, angustia a secas, sin el carrito de la sensación que la anteceda. Y me di cuenta de que la quiero mucho, que la quería mucho, y lloré, dejé y quise que mis lágrimas se desvanecieran por la comisura de mis ojos, y me hizo bien, me hizo bien enfrentarme una y otra vez con esa "sensación" que me cuesta aceptar. No digo que me haga mal, porque el recordar lo vivido me trae gratos recuerdos, recuerdos o afectos que son placenteros, que me hacen nuevamente partícipe de un pasado ausente. No me hace mal pero me cuesta aceptarla, y eso es lo molesto. O eso es lo más molesto de experimentar. Me doy cuenta de que no quiero revivir la angustia porque me incomoda, me pone en un lugar evanescente, en un piso gelatinoso. En Simbiosis y ambigüedad, José Bleger habla de que en el centro de esas emociones, sosteniéndolas, se encuentra un núcleo viscoso, tal vez imposible de acceder con palabras que pretendan ser fieles.
15 de febrero de 2012
El domingo vi Flashdance. No recordaba haberla visto completa. La música me pareció maravillosa, así como ciertas secuencias de imágenes. Pero de lo que quería hablar es de lo que me provocó la escena final en la que ella audiciona y representa su modo de bailar. Sentí alegría, me sentí feliz al ver que había logrado lo que buscaba. Y también lloré, porque aceptan su baile y lo promueven, desbaratando todos los temores que llevaba como prejuicios inmovilizadores. Pero también me di cuenta de que esa angustia que muchas veces siento sin saber de dónde viene se asemeja a esa especie de carencia que siento por no haber logrado lo que tanto deseaba: recibirme, terminar mi libro de cuentos y empezar una novela corta, estar bien, sentirme bien conmigo mismo y con las cosas que me conmueven. Sentir, como un niño, la dicha de estar vivo.
Precisamente, como un niño. Ella se encierra en un armario y pide en voz alta tener treinta años, y cuando abre los ojos y sale del armario se encuentra con que los tiene. Es una película entretenida, que también vi el domingo a la noche. Pensé lo que habías dicho de Descartes y su "Pienso, luego existo". Que los niños son como son (espontáneos, creativos) porque no son como pretendía Descartes con su descripción del ser humano. Que no es así como él creía que somos. Toda su mirada o actitud hacia la vida está impregnada de ese ser que alguna vez fue: sin prejuicios, dándole espacio a lo que cree y siente respecto al modo de hacer su trabajo. Es editora de una revista y en un momento se replantea lo que está haciendo y le ofrece su visión, que es la visión afectuosa de un niño de trece años. Y me preguntaba por qué tenía temor de actuar así. Y me imaginaba conversaciones, preguntas que yo respondía con la sinceridad que encontraba: ¿por qué me decís eso? ¿Por qué me herís si así es como soy? No veía (ni ahora tampoco) razones para responder de otra manera, de una manera agresiva o retórica. Sé que, como una vez me dijiste, estas escenificaciones o comparaciones son en buena medida por mi inseguridad, pero ponerlas sobre el papel me permite verlas de una manera más sana. Tal vez al verlas reflejadas me devuelva algo de autonomía, de una sapiencia que al guardarlas para hablarlas cuando nos vemos desaparece. Creo que es una forma del aprendizaje. También me digo, imitando la dirección recta del tiburón (metáfora que una vez usaste), que es saludable tener presente la visión de un niño, o de lo que yo consideraría un niño si alguien me lo preguntara. Tener esa visión siempre presente como un objetivo que debo alcanzar. Pero como estoy hablando de formas de ser se parece más bien a algo estático, un atributo que se puede enriquecer.
28 de febrero de 2012
Hoy, martes, fui al río, y cuando volvíamos por calle Génova (yo manejando, mi mamá de acompañante) vi la escuela a la que iba un amigo en la secundaria. Sentí nuevamente, como un aviso tímido, la angustia que suelo sentir ante lo ya vivido, pero inmediatamente después pensé si no estaría más bien evitando el paso del tiempo, las etapas o momentos que se fueron sucediendo en mi vida y que ahora son solo recuerdos. Lo pensé y lo consideré verdadero. Verdadera la reflexión, quiero decir. Creo que vos dijiste que cuando se producen bloqueos el tiempo se inmoviliza. Y yo debo tener un conteiner de bloqueos. Pero el bloqueo, si no me equivoco, es siempre uno, aunque se manifieste en un montón de circunstancias disímiles. Engloba toda mi vida, todo lo que hago y pienso. Es decir, mi vida cotidiana. Tal vez para un lector esto no sea otra cosa que una reflexión que cualquiera puede hacerse en cualquier momento del día sin tener que pensar por ello que allí existe algo inquietante que debería ser tenido en cuenta. Lo cierto es que todas mis reflexiones me llevan a pensar que hay algo imbricado, tejido de una manera confusa o alejada de una saludable manera de vivir la vida. Que eso es lo que debo modificar en lo inmediato. Creo que podría escribir mucho sobre esto, porque al contrario de lo que siempre me digo (que ya vendrá ese momento en el que dejaré de preocuparme por mis formas de ser y viviré mi vida como un ser adulto con todas las letras), esto, lo que pienso y no muchas veces le doy cabida (o lo recuerdo para problematizarlo), es lo que me mantiene vivo, y si es así, bueno sería que me lo tome en serio y haga algo al respecto. Creo que sí, que las dos hipótesis son correctas, y que las dos por lo tanto pueden convivir sanamente. Dos caminos que corren paralelos.
6 de marzo de 2012
Me siento en el patio a fumar un cigarrillo, una y otra vez durante la mañana o por la tarde. Pienso: intento encontrar momentos, razones que me expliquen lo que me pasa. Pero cuando lo hago siento que demoro mi tiempo de un modo exagerado o del cual puedo colgarme excesivamente. Me sostengo, sostengo mi tiempo, pero me incomoda saber que lo que encuentro no es nada parecido a esto: palabras, oraciones con un sentido y dirección concretos. Creo que de lo que estoy hablando, aquí y en otros pasajes, es de mi apatía. Es un ejercicio. Un hacer. Un movimiento que al pensarlo da la impresión de que acompaña esa decisión o la complementa. Ya no creo que una situación será siempre idéntica a como aquella en que por primera vez la había pensado. Puede que sea cierta, que haya algo de verdad e incluso que después de veinte años la experiencia la confirme, pero no veo la necesidad de aferrarme a una idea o juicio de valor que de alguna manera ya no me pertenece. Esa lánguida sensación que se confunde con un presente que siempre será perpetuo porque siempre estaremos pendientes de lo que nos rodea. Esa dirección inherente a nuestra conciencia. No es que tenga miedo. No, no es eso. Charles Darwin escribe en las primeras páginas de su autobiografía que lo hará como si estuviera muerto en otro mundo, porque cree que con esa perspectiva encontrará la deriva de un ser humano. Es raro que quien había estudiado la expresión de las emociones en los animales y en los hombres crea oportuno o necesario imaginarse con un gesto a primera vista inmóvil, difícil de contagiar en quienes compartían su vida diaria. Un hombre de pie, ligeramente encorvado, hojeando la reedición de su diario y el registro meticuloso de sus observaciones en un cuaderno de hojas sin líneas amparado por la claridad diáfana que ingresa por las ventanas rectangulares de la cocina.