Es conocida la admiración de Wim Wenders por el cine de Yasujirō Ozu; es tanta, que hasta la dedicó una película hermosa: Tokyo-Ga (1985). En ella, el director alemán entrevista a profesionales allegados al director japonés, visita las calles de Tokio, y explica acerca del trípode “recortado” sobre el que Ozu ponía la cámara, para emular la altura del punto de vista japonés. Los trípodes occidentales ignoran ese punto de vista. Wenders lo expone como un descubrimiento, y lo es. Basta la alteración de un elemento formal para que la puesta en escena, en su conjunto, adquiera una sensibilidad distinta. En Ozu, Wenders encontró un cine donde mirarse y preguntarse.
Por eso, cuando descubrió Viaje a Tokio (Tōkyō monogatari, 1953, Yasujirō Ozu), el director alemán tuvo una suerte de epifanía: “En ese cine celestial no existían las diferencias entre el guion, el actor y el espectador. Todos formábamos parte de una misma historia de vida”, escribió (Los píxels de Cézanne y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas, Caja Negra, 2016). Esta sensación de vivir lo que la película ofrece, puede rastrearse en varias películas suyas (Alicia en las ciudades -1974- o Paris, Texas -1984-, entre otras), algo que en Perfect Days asume un énfasis especial. Tal vez porque se trata de una película otoñal. ¿Estará el director de Las alas del deseo en un estado de plenitud, de reencuentro consigo mismo?
Perfect Days es una celebración de la vida, con sus matices grises y oscuros. En ella, Hirayama (Kōji Yakusho) vive su día a día en Tokio. Trabaja en la limpieza de baños públicos. Despierta temprano, atisba el cielo desde la ventana, se higieniza, desayuna el café de una máquina expendedora, sube a su camioneta y acompaña el recorrido con casetes de Patti Smith, Van Morrison, Otis Redding, The Kinks. Y Lou Reed, por supuesto.
La reiteración hablaría de rutina, pero no es Este el caso. Hirayama mira asombrado el cielo, sus nubes, el celeste, la lluvia. Traza en bicicleta mismos senderos que le conducen a los saludos, diálogos y comidas, que acostumbra. Por un yen, compra libros que lee a la noche: William Faulkner, Patricia Highsmith, Aya Kōda. El trabajo le depara pequeñas sorpresas que él disfruta en silencio, con sonrisas pequeñas. En su hacer, trama una urdimbre de lazos con gente que apenas conoce: un niño que busca a su madre, un tatetí con un contrincante desconocido, una canción de Patti Smith que comparte. Esos gestos suyos, atentos, respetuosos, provocan la luz más linda de la película. Verlo hacer, mirar, escuchar, conducen a una especie de bienestar secreto, de recompensa íntima.
Con su película, Wenders aporta una mirada tan bella como la de tantos otros cineastas: Jim Jarmusch con Paterson (2016); Wayne Wang/Paul Auster con Cigarros (1995); Aki Kaurismaki con Hojas de Otoño (2023). En Paterson por la necesidad de la poesía en la vida diaria (de lo contrario, ¿cómo vivir?); en Cigarros, por la coincidencia entre las fotografías de Auggie (Harvey Keitel) y las de Hirayama (Auggie fotografía una y otra vez la misma esquina, Hirayama hace otro tanto con la luz del sol entre el follaje; los dos, atesoran sus imágenes en álbumes); en Hojas de Otoño, por la apuesta al amor. Seguro que Hirayama amó, pero ¿qué pasó? Nada se sabe, apenas algunos rastros de su pasado, esbozados por la visita repentina de una sobrina, el malestar no resuelto con una hermana, y el espejo que parecen encerrar los dolores y las alegrías de los demás.
Hirayama es un lienzo sobre el cual Wenders escribe luces y sombras. ¿Suyas, inventadas? ¿Cuánto de Wenders hay en Hirayama? ¿Cuánto de Kōji Yakusho, el actor? La cuestión es honda, profunda, no pasa por explicaciones argumentales sino por las vivencias (las de Wenders, las de Yakusho, las de quien mire la película). De este modo, entre la ficción y el matiz documental, Wenders construye una de sus mejores películas. El registro de la cotidianeidad que expresa Perfect Days es la de un hombre ensimismado en sus sentires, rodeado de una sociedad que parece moverse a un ritmo distinto. Hirayama lo señala cuando dice a su sobrina que existen mundos diferentes, pero que pueden convivir. Así lo demuestra el nexo que establece con ella; por ejemplo, en la persistencia suya por obtener una misma fotografía, la de la luz entre las hojas de los árboles. Así como lo hace Víctor Erice en la memorable El sol del membrillo (1992): el intento podría estar condenado al fracaso, y por eso mismo se insiste. Esa verdad inasible es la que Hirayama pone en acto y comparte. ¡Y sin parlamentos! Sin darse cuenta, la sobrina intentará también capturar una imagen parecida con su celular. Como si la película dijera: ante tanto cine digital, de recreación lumínica, vale volver a observar cómo el sol incide en una superficie; de lo contrario, ¿cómo recrear lo que se desconoce?
En este sentido, los álbumes fotográficos de Hirayama son tan analógicos como los casetes que escucha. El sonido de la cinta data una época, afirma un ser en el mundo. Pero esas décadas y esos casetes no hablan de música “vieja”, sino de la emoción de una piba, muy joven, que gracias a ellos escucha a Patti Smith por primera vez. Allí, Wenders construye otro puente, en el vínculo tan necesario (¿hoy desvencijado?) entre generaciones y experiencias de vida. En síntesis, toda Perfect Days es este intento de Hirayama/Wenders por capturar y compartir aquello que los japoneses, develará la película, denominan “komorebi”: el momento único donde luz y sombra conviven, gracias a las hojas que mece el viento.
Días perfectos 10
(Perfect Days)
Japón/Alemania, 2023
Dirección: Wim Wenders.
Guion: Wim Wenders, Takuma Takasaki.
Fotografía: Franz Lustig.
Montaje: Toni Froschhammer.
Reparto: Kōji Yakusho, Tokio Emoto, Miyako Tanaka, Long Mizuma, Bunmei Harada.
Duración: 123 minutos.
Distribuidora: Maco Cine.