Al rendirse el emperador Hirohito en 1945, el almirante Matome Ugaki --jefe del cuerpo de los hombres-misil de Japón-- remontó vuelo suicida con 22 subalternos para desaparecer en el mar y morir como samuráis. Pero este no fue el último kamikaze, sino el actor Mitsuyasu Maeno, quien en 1976 se arrojó en picada con un Piper Cherokee contra la casa de un yakuza.

A nadie le extrañó que un actor uniformado de kamikaze apareciese en el aeropuerto Chofy de Tokio aquel 23 de marzo con su bandana kyokujitsu-ki del sol naciente. Llegó con otro piloto y un camarógrafo: harían tomas para una película. Alquilaron dos avionetas y despegaron.

Filmaron una hora y Maeno, que piloteaba solo, informó por radio que volaría hasta el barrio Setagaya: tenía “algo que hacer”. Sus ayudantes nunca imaginaron que la vestimenta no era disfraz y que el actor ejecutaría un pasaje al acto.

Despojado ya de toda máscara actoral, Maeno voló hasta la mansión de Yoshio Kodama. Dio dos vueltas y se arrojó a la muerte gritando “¡tenno heika banzai!” (“larga vida al emperador”). Así lo testimonió un radioaficionado. La avioneta penetró la casa por el balcón y estalló en una llamarada. El atacante sabía que Kodama nunca salía de allí, postrado por un ACV. Pero estaba en otro cuarto y los lastimados fueron dos sirvientes. El piloto murió al instante, a sus 29 años.

Maeno había forjado su ultraderechismo en la posguerra inspirado en el escritor Yukio Mishima, quien en 1970 se abrió el vientre en cruz con un filoso wakizashi y se hizo decapitar --el procedimiento samurái del seppuku-- luego de fracasar en sublevar a los militares para restaurar el poder imperial y exorcizar la influencia occidental. A su manera, Maeno continuó la obra de Mishima, ambos artistas y escenificadores de una apoteótica muerte voluntaria.

Había estudiado actuación en California. Con dos matrimonios fallidos y un intento de suicidio, le costó consolidar su carrera artística y se dedicó al porno-soft. No le fue mal. Trabajó en veinte películas y despuntaba en el género: actuó en la exitosa Tokyo Emmanuelle. Allí tuvo sexo con la popular Kumi Taguchi volando en avión. Ya dirigía sus películas y actuaba en escenas de bisexualidad, un rasgo común en algunos samuráis.

El actor se radicalizó al conocer a Kodama, un mafioso enriquecido en la ocupación japonesa de Manchuria traficando opio en la Segunda Guerra Mundial. Condenado por criminal de guerra, fue liberado por la ocupación de EE.UU. para combatir al PC japonés. Y se alió a otros clanes yakuza contra el movimiento sindical. En 1960 hubo protestas antinorteamericanas y Kodama reclutó miles de ultraderechistas para enfrentarlas.

Maeno se obnubiló por Kodama en 1971 en un acto donde entonaron La canción de la raza: la proponían como himno nacional. Querían tumbar al gobierno y la Constitución pacifista de 1947 e idealizaban al código samurái del Bushido. El mafioso era una figura política central en la posguerra.

La yakuza pretende continuar la ética samurái, aquella casta de guerreros estilizados al servicio de terratenientes y shogunes. Pero el respeto de esos códigos no fue muy estricto. En 1976 el senado de EE.UU. descubrió que Lockheed pagó sobornos a militares japoneses y al primer ministro Kakuei Tanaka para que compraran el avión F-104 Starfighter. A Kodama lo acusaron recibir 7 millones de dólares. Ese modelo defectuoso generó la muerte de 115 pilotos en Alemania.

Maeno se sintió defraudado por su ídolo. Para colmo Lockheed había fabricado aviones que bombardearon Japón: era una felonía a la patria. Kodama había manchado el Bushido y el atacante decidió limpiar esa afrenta, muriendo al matarlo: le arrojó un avión con él adentro.

Luego del atentado fallido, el médico de Kodama contó que el mafioso había “estado recibiendo la visita del fantasma de un viejo amigo": el vicealmirante Takijiro Onishi, creador de la técnica kamikaze quien, un día antes de la rendición, se autoevisceró de blanco en señal de luto con una espada regalada por Kodama, sin aceptar que un ayudante lo decapitara. Tuvo una agonía de 16 horas y partió honorable y limpio a la muerte.

Desde la antigüedad Japón reconoce la libertad de morir y el seppuku --reglado paso a paso y regulado por el Estado-- se fue perfeccionando entre los siglos XIII y XVIII. Devino un evento ritual rodeado de una estética refinada, una escena muy preparada y ensayada a lo largo de generaciones que la ejecutaron, y fue el epítome del dramatismo japonés, el acto más sublime y ponderable del espíritu marcial nipón: el rasgo fatal de su unicidad. 

En su libro La muerte voluntaria en Japón, el antropólogo Maurice Pinguet dice que en la cosmovisión samurái, nada era más preciado que el arduo arte del seppuku: “es difícil vencer, pero más aun lo es vencerse”. Esto otorgaba “una gloria más pura que la de la victoria”. Los samuráis pensaban que "un solo acto dice más que un largo discurso, el cual puede mentir: el acto jamás. Creían en la sinceridad absoluta de un acto supremo, tras el cual ningún otro es posible”.

El kamikaze actualizó al obediente samurái como arma perfecta, cuyo desprendimiento de sí naturalizaba la renuncia a la vida en misiones sin regreso, un plus letal como táctica de guerra. Maeno hizo un giro distinto, traicionando al “shogun” que lo había traicionado. Pero la venganza es un acto honorable en la ética samurái, incluso un derecho y obligación. Escribe Pinguet: “este deber encuentra en la muerte voluntaria la prueba de su sinceridad... Puedes vengarte a condición de morir. Muestras así que has sobrepasado la ira y obras de acuerdo a la justicia”. 

Maeno podría haber atacado en la noche por tierra, cual ninja invisible y huir. Pero lo regía el Bushido. Y en un acto de anacronismo hizo de su propia muerte una hazaña y espectáculo, acorde a su profesión. Actuó por principios antes que objetivos. Matar a Kodama era casi secundario. Matarse él fue de primer orden.

En el mundo cristiano, partir del “reino de este mundo” adelantándose al destino es grave pecado desde el siglo V con la doctrina de San Agustín de Hipona. Pero la cosmovisión japonesa ha sido tolerante y glorificadora de la decisión de morir. Lo que en Occidente es cobardía, en Japón es acto de nobleza, arrojo, justicia, protesta o reparación. Y fue un exclusivo derecho de clase, vedado al resto. “En el último momento todo hombre podía convertirse en héroe”, concluyó Pinguet y agregó: “Paradoja de la muerte voluntaria: ¿Solo dejando de ser se puede asegurar lo que se era?”

La cifra oficial es que Japón tuvo 2198 kamikazes que hundieron 34 buques aliados. Ya en tiempos de paz, miles de nacionalistas siguieron en guerra latente por décadas. Uno de ellos fue Mitsuyasu Maeno, el verdadero kamikaze final y acaso último samurái.

 

En un Japón hoy "pacificado" y con la violencia interiorizada --21.584 suicidios al año contra apenas 285 asesinatos-- Maeno ya no es un héroe para nadie. Pero trascendió la muerte convertido en actor de culto por los fans del porno retro.