Es sábado por la mañana en Oslo y aún falta un buen rato para que el Museo Nacional de Noruega abra sus puertas. Es invierno, todavía no ha amanecido y no hay un alma por la calle. A las seis y media aparece un Mercedes blanco del que salen dos figuras que avanzan con determinación. Van encapuchados y cargan una escalera. Parece mentira, pero eso es todo lo que necesitarán: una simple escalera de madera.
Uno inicia el ascenso hacia la segunda planta del museo, pero la escalera tiembla y casi se estampa contra la nieve acumulada en la acera. El otro hombre procede a sujetar la base y el escalador, ahora sí, alcanza su objetivo y rompe la ventana. Una vez dentro, descuelga una de las pinturas más famosas del mundo y deja una postal en su lugar. Cuando va a acometer el descenso, el cuadro se le escurre y cae unos pocos metros hasta chocarse contra el suelo.
Los dos ladrones se marchan por donde han venido. Arrancan el Mercedes blanco y salen de allí. No recogen ni la escalera. Tiempo total empleado: 50 segundos.
En el asiento del conductor viaja un pedacito de historia, concretamente los 91x74 centímetros que Edvard Munch bautizó ciento un años antes como El grito. La postal que los ladrones dejan tras de sí muestra a tres hombres sonriendo y bebiendo cerveza. En el reverso, una nota manuscrita: "Mil gracias por la escasa seguridad".
Los ojos del país están puestos en Lillehammer, una localidad de veinte mil habitantes ubicada a 135 kilómetros de la capital. Es 12 de febrero de 1994 y todo está preparado para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno que Noruega organiza por segunda vez en la historia. En la ceremonia inaugural, retransmitida en directo por televisión, el penúltimo portador de la antorcha olímpica ejecutará un espectacular salto de esquí. La fecha debería quedar en la memoria de los noruegos como un día de fiesta.
Pero esa efeméride pasará a un segundo plano porque en Oslo hay una ventana rota y una escalera de madera apoyada en la fachada del Museo Nacional. En cuanto se descubre que falta El grito, el responsable del robo se convierte en el hombre más buscado de Noruega.
Delantero de día, ladrón de noche
Pål Enger tenía cinco años cuando Francis Ford Coppola estrenó El padrino, y apenas diez cuando la vio por primera vez. Es difícil precisar cuánto de su comportamiento posterior pudo basarse en la fascinación que sintió por la película. Enger creció en Tveita, uno de los barrios más pobres de Oslo. En los ochenta del siglo pasado, aquel rincón saltó a las páginas de sucesos por concentrar una altísima tasa de delincuencia juvenil. Eran jóvenes que buscaban dinero y diversión por la vía rápida para escapar de sus anodinos pisos de cemento gris.
Pål y su amigo Bjørn se marcaron algunas líneas rojas: nada de droga, nada de violencia y nada de robar en las casas de la gente.
Pål se alió con su amigo Bjørn y su trayectoria criminal describió una curva vertiginosa: la travesura de esconder chocolatines en la manga del abrigo dejó pronto paso a esconderse de noche en las tiendas y salir al día siguiente con un montón de relojes. De ahí ascendieron a reventar cajeros automáticos y saquear joyerías. Contrabandeaban con toda clase de objetos. Nada se les resistía y nunca los agarraban. Aunque sentían que podían hacer lo que quisieran, se marcaron algunas líneas rojas: nada de droga, nada de violencia y nada de robar en las casas de la gente.
Por si el enérgico ejercicio de la delincuencia no fuera ocupación suficiente para un joven, Enger despuntaba al mismo tiempo como futura estrella de fútbol. De niño comenzó a practicarlo a todas horas. Su conjugación de talento natural y tesón llamó la atención del Vålerenga, uno de los clubes de Oslo. Allí destacó por su instinto goleador.
Al principio, su doble vida aún no levantaba sospechas. Delantero de día, ladrón de noche. Con quince años ya tenía dinero suficiente para pagarse un viaje con su amigo Bjørn a Estados Unidos: quería visitar el lugar donde Coppola rodó la saga de sus admirados Corleone. Algunos compañeros levantaron la ceja con esa primera excentricidad, pero las posteriores ya resultaron indisimulables.
A todos los compañeros del joven Pål se le conocía otro trabajo fuera del campo, excepto a él.
El seguimiento del fútbol en Noruega palidecía frente a otros deportes, por eso, aunque el Vålerenga había ganado tres ligas en cuatro años cuando Enger debutó con el primer equipo —llegó a disputar tres minutos de un partido de Copa de la Uefa, ante el Beveren belga—, los jugadores ni siquiera eran profesionales a tiempo completo. A todos los compañeros del joven Pål se le conocía otro trabajo fuera del campo. A todos, excepto a él. Un par de ellos, incluso, eran policías.
Tal era el grado de amateurismo que los futbolistas debían llevarse su propia ropa después del entrenamiento y lavarla en casa, pero Enger, con 18 años y desempleado, prefería tirarla a la basura y comprarse prendas nuevas. Un día hasta exhibió su habilidad para abrir coches cerrados, aunque solo como demostración ante el olvido de las llaves de un compañero. Eso sí, aunque el volumen de robos que acometía era cada vez mayor, nunca atentó contra su propio club. Al contrario: cuando desapareció un ordenador de las oficinas, él se encargó de devolverlo al día siguiente, evidenciando así su desenvoltura en el ambiente criminal oslense.
Por entonces, los mejores jugadores noruegos disfrutaban de coches esponsorizados con su nombre escrito. Aunque él no había alcanzado aún ese nivel, hizo que en el suyo se leyera el acrónimo resultante de la unión de la primera letra de su nombre con su apellido completo. La gracia es que penger, en noruego, significa dinero.
No hacía falta que subrayase su solvencia económica. Al principio se paseaba por la capital en vehículos robados, pero luego empezó a comprarse coches de lujo. Le gustaba alardear de poseer el único Porsche de todo Oslo, y aseguró que los domingos acudían a su barrio pobre los adinerados de las zonas más ricas solo para admirarlo.
En 1988, Pål y Bjørn, inseparables y recién entrados en la veintena, completaron el mayor robo a una joyería registrado hasta entonces en Noruega. El botín ascendió a 4,8 millones de coronas noruegas, casi medio millón de euros de la época. Envueltos en semejante espiral de adrenalina y poder, los dos jóvenes solían reunirse en el reservado del club de billar que poseían para decidir su próximo golpe. Allí llegaron a la conclusión de que tenían que robar El grito.
Años atrás, Enger lo había descubierto durante una excursión escolar al museo. Al aproximarse, quedó prendado del extraño magnetismo del cuadro y comenzó a sentir ansiedad, quizás porque le recordaba a sí mismo: según contó en Sky, su padrastro era un hombre muy violento que pegaba a su madre y a él y que también les gritaba a todas horas, por lo que empezó a taparse los oídos de manera muy similar a la figura andrógina que protagoniza la pintura. Pensó en el cuadro toda la noche. Se convirtió en su obsesión adolescente. Tanto, que durante años visitó el museo una o dos veces por semana para contemplarlo.
Munch quiso representar con El grito la angustia y la soledad del ser humano, y el tiempo convirtió su obra en un icono. El pintor expresionista completó hasta cuatro versiones con el mismo nombre: dos de ellas se encuentran en el museo Munch, otra pertenece a una colección privada y la última —la más famosa— se exhibe en el Museo Nacional noruego.
El 23 de febrero de 1988, de noche, la dupla formada por Pål y Bjørn se dirigió al museo Munch. Enger había localizado previamente junto a qué ventana estaba expuesta la obra, y desde ahí, sin bajar siquiera de la escalera, descolgaron el cuadro. El problema llegó luego, después de escapar, cuando descubrieron que tenían en su poder el retrato de una mujer pelirroja abrazada a un hombre.
El revuelo formado por la desaparición de 'Amor y dolor' supuso un escándalo nacional
Se habían equivocado contando ventanas: sí que robaron un Munch, pero no era El grito. Igualmente, el revuelo formado por la desaparición de Amor y dolor —también conocido como Vampiro— supuso un escándalo nacional. Durante meses, la Policía no reunió ninguna pista sobre su paradero. A Enger le hacía mucha gracia que el cuadro que todos buscaban estuviese oculto en el techo de su club de billar, esto es, sobre las cabezas de los policías a los que permitía jugar gratis solo por el placer de tenerlos allí, tan cerca de su objetivo.
Según contó luego, Enger no pretendía desprenderse del cuadro, pero su amigo Bjørn intentó venderlo y desveló más de lo oportuno a un vecino que resultó ser informador de la Policía. El cerco se estrechó y finalmente tuvieron que entregarse. Creían que la devolución de la obra intacta reduciría su pena, pero no fue así.
Quizás cuatro años entre rejas sirvan para quitarle la obsesión a mucha gente, pero no a Enger. En cuanto se enteró de que el Comité Olímpico Internacional había designado Lillehammer como sede de los JJOO de Invierno de 1994, decidió que ese era el momento preciso para hacerse con El grito.
Salió de la cárcel con 24 años, edad suficiente para relanzar su carrera futbolística; lo intentó en el Mercantile SFK, otro club de Oslo que militaba en Segunda. Pero su verdadera dedicación fue planear el robo de su pieza más codiciada: al conocimiento adquirido en prisión —leyendo con fruición sobre otros crímenes, preguntando cansinamente a los demás reclusos— le sumó luego la observación directa, ya que visitó durante meses una azotea frente al Museo Nacional para estudiar todos los detalles.
Enger se presentó en la galería cinco días antes de la fecha marcada en rojo en su calendario. Allí descubrió que habían modificado la ubicación del cuadro con motivo de los actos previstos ante el aluvión de turistas que el país recibiría por la cita olímpica. Conclusión: así le sería más fácil robarlo.
De acuerdo, una vez más, con la versión de Enger —si fuese el narrador de una novela, el lector lo enmarcaría, cuanto menos, en la categoría de poco fiable—, él no participó personalmente en el golpe, sino que se limitó a organizarlo. Asegura que la noche de autos, para garantizarse una coartada, permaneció en casa, en la otra punta de la ciudad, junto a su mujer embarazada.
No quiso contar con Bjørn, su fiel escudero, porque lo había pasado muy mal durante su estancia en prisión. Así que eligió a un tipo que había conocido en los bajos fondos, alguien sin domicilio fijo, que vivía en la estación central de Oslo. Supuestamente, fue ese hombre quien ejecutó el robo, siguiendo al pie de la letra las instrucciones —sobre todo, debía dejar la postal con el mensaje—.
Ese relato arroja una duda: ¿quién era la segunda persona aquella mañana en el Museo Nacional, la que sujetó la escalera? Enger había planeado al milímetro cada detalle, pero afirma que no tiene ni idea de su identidad, que debió ser alguien que el sintecho buscó por su cuenta.
Sea como fuere, el golpe fue un éxito. Entrar y salir, cincuenta segundos. Las cámaras de seguridad registraron la secuencia completa, pero la calidad de imagen de 1994 imposibilitó determinar la identidad de los autores.
EL primer nombre que pensaron las autoridades fue quien ya había intentado robar 'El grito' unos años antes.
Por supuesto, el primer nombre que pensaron las autoridades fue quien ya había intentado robar El grito unos años antes. Enger tampoco se esforzó lo más mínimo en sacarles esa idea de la cabeza, más bien al contrario: además de dejarse ver con la cara descubierta unos días antes en el museo, se dedicó durante semanas a telefonear a la Policía para burlarse de ellos. En esas llamadas, aseguraba que había visto a Pål Enger con algo sospechoso en el coche. Los agentes acudían entonces a registrarlo, pero en el vehículo no había nada.
El particular sentido del humor del principal sospechoso incluyó actos tan descarados como publicar en el periódico Dagbladet un anuncio por el nacimiento de su hijo. Nada incriminatorio, en principio, si no fuera porque el texto aseguraba que Óscar había llegado "¡con un Grito!". Enger disfrutaba restregándole a la Policía que había sido él y que no podían hacer nada para demostrarlo.
Un cuadro tan famoso parecía prácticamente imposible de colocar en el mercado, por lo que se descartó la motivación puramente económica. La opinión pública desconocía que el culpable era un antiguo futbolista obsesionado con el cuadro desde niño que lo había robado porque sí, solo para demostrar que podía, porque le hacía gracia, así que comenzaron a surgir teorías alternativas. Se pensó en un castigo de agentes internacionales por la mediación de Noruega en el conflicto entre Israel o Palestina, e incluso un grupo antiabortista se atribuyó el robo y aseguró que el cuadro no sería devuelto hasta que la televisión nacional emitiera una película afín a su causa —titulada, precisamente, El grito silencioso—.
Tiempo después, Enger aseguraría que su idea era conservar el cuadro durante un máximo de tres años antes de devolverlo al museo, pero que mientras el país entero lo buscaba, él lo había escondido entre los tablones de la mesa donde su madre y sus tías merendaban sin saberlo todas las tardes.
Lo cierto es que las semanas pasaban y los agentes no conseguía ningún avance. Además, entre los efectivos dedicados a la seguridad de los JJOO y la investigación por el robo, los delincuentes —muchos de ellos originarios de Tvetia, el barrio de Enger— se encontraron el terreno abonado para atracar varios bancos.
Así, la Policía noruega decidió reconocer su incapacidad y recurrió a alguien más acostumbrado a crímenes de esa envergadura. Sonó el teléfono en Scotland Yard y la policía metropolitana de Londres envió a Charley Hill, su especialista en arte. Un personaje —otro— que parece sacado de una película: mitad americano, mitad inglés, veterano de la guerra de Vietnam, trabajó en Noruega con una identidad falsa, haciéndose pasar por marchante ataviado con gabardina, chaleco de flores y pajarita.
Poco a poco, Hill logró contactar con el entorno de Enger y ganarse su confianza hasta trasladarles una oferta mareante por el cuadro. La primera cita en persona fue en un hotel, y aquí llega el enésimo giro peliculero de esta historia: justamente allí se celebraba el encuentro anual de la unidad de narcóticos de la Policía, por lo que el establecimiento estaba minado de agentes. Hill conocía a varios de ellos, y tuvo que improvisar la transmisión de un mensaje para que nadie lo saludara y destrozase su coartada.
En 2015 fue condenado por participar en la desaparición de 17 obras del pintor Hariton Pushwagner
Hill puso como requisito ver el cuadro antes de entregar el dinero a los ladrones —aunque Enger nunca los nombra ni especifica su función anterior o posterior, hasta cuatro personas recibieron condenas relacionadas con el robo—. El agente encubierto había memorizado cada detalle de El grito, y en cuanto lo tuvo delante supo que se trataba del original gracias a unas manchas que el cuadro presenta en una esquina, pertenecientes a unas gotas de cera que le cayeron a Munch mientras lo pintaba.
Si bien el resto de implicados fueron liberados poco después por culpa de un tecnicismo legal —el responsable de su detención había entrado en Noruega con una identidad falsa—, Enger tuvo que cumplir íntegramente su condena de seis años y medio. Estuvo a punto de librarse, eso sí, cuando se fugó en mitad de una excursión. Doce días después fue capturado mientras intentaba comprar un billete de tren a Copenhague. Llevaba una peluca rubia y gafas de sol.
Salió de la cárcel en 2000, con 33 años. Con el tiempo volvió a poseer una obra de Munch, aunque por primera vez lo hizo pagándola: gastó algo menos de dos mil euros en una litografía no firmada. Además, empezó a pintar sus propios cuadros. Aunque ambos detalles apuntaban a un nuevo estilo de vida, Enger parece empeñado en demostrar que la cabra tira al monte. Su carrera criminal no había terminado: en 2015, por ejemplo, fue condenado por participar en la desaparición, de nuevo en Oslo, de 17 obras del pintor pop noruego Hariton Pushwagner.
Antes de eso, en 2004, cuando llevaba ya cuatro años como ciudadano libre, una de las versiones de El grito expuestas en el museo Munch fue robada a plena luz del día. Un golpe espectacular y muy mediático. Quizás las autoridades volvieron a pensar en el mismo sospechoso, pero pronto quedó claro que, al menos por una vez, Enger no había tenido nada que ver.