—Ya nos van a decir para dónde vamos —dice manteniendo rígido el cuello, al igual que el resto del cuerpo mientras aprieta suavemente el acelerador. Es lo último que le escucha decir.

Las calles de la ciudad donde creció comienzan a parecerle extrañas, piensa que quizás están en una zona que visita después de muchos años y la avanzada madrugada nubla los recuerdos. Observa que llegan al final del camino, donde la calle desaparece y la ciudad encuentra su final. Las luces bajas iluminan a la camioneta Ford que nunca dejó de marcar el camino.

Desde la radio escucha que el operativo marcha según lo previsto y que esperen la señal para ingresar al barrio. Escucha al acompañante del chofer decir que a la ciudad le hace falta una limpieza profunda, de raíz, para ponerla en orden. También había dicho eso quizás unas horas antes. El horizonte sigue oscuro y pequeñas luces como puntos lo bordean.

“Siempre dicen lo mismo” le parece escuchar que dice el acompañante luego de que la radio avisa que el perímetro está controlado.

El auto que parece no frenar en ningún lugar lo hace detrás de la camioneta y él baja luego de que el acompañante le abre la puerta. Está meado, y sudado, con la esperanza de que no se den cuenta. El chofer se cubre el rostro al igual que el acompañante, que lo toma del brazo. Usan pasamontañas y el acompañante le dice que para los testigos no hay; y que tampoco hay chalecos antibalas, que su función es controlar que no se les vaya la mano y testificarlo en el legajo. Le parece oír una voz desde la camioneta que dice que esta vez alguno se van a tener que cargar, para que no le jodan con otros operativos. “Piden resultados” es la afirmación que le parece escuchar de otra voz.

Allí van los tres siguiendo a los cinco, que bajaron de la camioneta. Van armados y con pasa montañas, él no. Piensa que la poca luz de la noche le favorece aunque comienza a sentir el peso de las horas es sus hombros. Caminan a paso acelerado, en el ahogo de los lejanos ladridos de perros que solo él cree oír. Siente que los pies se le embarraban. Ve la luz de la luna reflejarse en el tejado de la casa de un barrio que no duerme.

Dos hombres armados y con pasamontañas custodian la puerta de la casa. El grupo de cinco entra, le siguen el conductor y el acompañante. Afuera, apoyado sobre el horno de barro esperaba él, muy cerca de la ventana. Escucha la voz de un hombre que dice “decime donde está, vos sabés que no hablo macanas, no quiero que después digas que ando diciendo pelotudeces, te digo las cosas como son”.

Escucha una voz que contesta “yo no sé, hace de la semana pasada que no lo veo, creo que estaba con el finado” y también escucha una voz de mujer que dice “es culpa mía, yo le dije que se vaya unos días a la isla”.

Oye el ruido de objetos caer sobre una mesa y puede darle forma a un constante ruido que nunca deja de oír desde que se apoyó sobre el horno de barro. Es el tipeo de un teclado de una PC portátil. Escucha más objetos caer y la misma voz de mujer que dice “ese celular no anda, lo encontré el otro día en la calle. Yo lo encontré”. Escucha que hablan el hombre y la mujer.

Mire señora, usted sabe que nunca le mentí, no quiero que ande después diciendo por el barrio que no le avisé, le conviene que se presente.

—Yo mañana mismo a la mañana te lo voy a buscar a la isla, fue culpa mía, le dije que se vaya. Mañana mismo te lo llevo.

—Quiero que sepa que es muy probable que quede detenido, le aviso para que no ande diciendo por ahí que yo le miento.

Después ve salir a cara descubierta a un uniformado de gran tamaño y cabeza rapada. Come una mandarina, y se acerca a un uniformado con pasamontañas.

Ahora gira la cabeza y mira los cien ojos del cielo, también escucha una voz joven que dice “mire, no me gusta andar pidiendo favores, pero estoy preocupado por el Botija”  y él vuelve la atención en el uniformado cabeza rapada que arranca una mandarina del árbol que desde la puerta de la casa es testigo de la vida del barrio.

—¿Qué pasa con el gordo? —escucha que pregunta el oficial de la cabeza rapada.

—Se puso cargoso con mi hermano menor, quiere que trabaje.

—Qué cabrón que es ese gordo, mira que…

—Por mi vieja más que nada… viste cómo es el gordo… si le podés decir que no lo joda—escucha que dice mientras se balanceaba como un péndulo con el fusil colgado a la altura del ombligo. Y ve que el uniformado de cabeza rapada apoya la mano derecha sobre el hombro izquierdo del vigilante con pasamontañas mientras le susurra que se va a encargar, que la madre no tiene motivos para estar preocupada y comienza a pelar la mandarina.

Y al rato ya está de nuevo dentro de la casa el uniformado cabeza rapada. Le parece escuchar la voz de mujer que dice bajo juramento que al mediodía lo va a tener en la oficina de la comisaría, que le da su palabra porque es culpa de ella. También le parece oír una voz masculina determinando el ultimátum y que si tienen que volver va a ser en otros términos. Escucha el ruido de una impresora que trabaja y luego ve al uniformado de cabeza rapada salir de la casa acompañado de tres personas. La más baja carga una impresora en sus brazos y la más alta una PC portátil. El uniformado cabeza rapada le da una hoja para que firme y él la firma sin leerla, y en cuestión de minutos se encuentra en el auto junto al chofer y el acompañante.

 

“Algo le tenemos que llevar” escucha que dice el acompañante y ve que el conductor asiente con un movimiento de cabeza, y el auto circula por Avenida de Circunvalación bajo la mirada de cien ojos del cielo sin que él los pueda ver.