Gastón subió la escalera estrecha impactado por el olor acre de un encierro prolongado y llegó a un entrepiso donde lo recibió una sola luz sobre una mesa y un personaje que se le hizo extraño. Era alto, barbudo, de pelo largo y actitud y leguaje de músico metalero. Gastón le mostró lo que traía: una guitarra Alabama rota a la altura del mango, donde se había partido. El barbudo luthier la miró con la displicencia que un mecánico de Bugatti observa las pastillas de freno de un fitito, giró sobre sus talones y volvió con otro mástil, y Gastón por primera vez tuvo en sus manos un diapasón de caoba. Tenía un peso increíble y eso le abrió los ojos, asumió que estaba en un taller de luthería y lo inundó el aroma de la madera. La revelación vino acompañada de otra certeza: los instrumentos no solo podían arreglarse, sino que se podían fabricar.

Él llegó a ese taller hace años, empujado por la culpa de haber roto sin querer la guitarra de su hermano justo cuando “llegábamos a la estación Bernal, veníamos tocando bien, y de golpe se corta la banda que sostenía la guitarra, el clavijero pegó en el suelo y se partió. Un accidente bastante común, pero bueno, era la guitarra de mi hermano…”

La aventura de tocar en los trenes “para hacer unos mangos” le abrió un mundo que hoy, más de diez años después, le produce nostalgia porque “es un mundo que hay que conocer. Tienen horarios, vagones asignados, acuerdos amables donde todos trabajan y además te enfrentás a tu miedo, te exponés ante un público que no vino a verte, a veces te aplauden, a veces no te dan bola, es una gran experiencia en un mundo hermoso.”

De a poco dejó atrás sus ganas de ser dibujante de autos mientras escuchaba a su papá tocando la guitarra o el piano. Y de a poco también cambio el olor de los marcadores con los que dibujaba, por el cuarto de las herramientas familiares que se convirtió en su taller. Y más atrás, pero acompañándolo, estaba -y aún continúa- la abuela Mona en su cocina de la casa cariñosa de Quilmes, y las acuarelas de la madre.

Gastón es hoy un hombre joven, cuyas delicadas manos de orfebre desmentirían que es un artesano de maderas, metales y huesos, pero se ríe de eso porque “a veces los dedos se te queman lijando. A veces tenés que bajar tres o cuatro milímetros de una madera, y eso se hace lijando de a poco. La primera parte de una guitarra es el mástil y a pesar de que es la que requiere el trabajo más bruto, es milimétrico. Ahí las manos la pasan mal de verdad. Y hay que respetar la madera. Cada madera tiene una vocación”. Y entonces se va por lo que le fascina: los tipos de madera, las texturas, lo olores, y tiene sus preferencias, claro. Por ejemplo “el cedro es una madera equilibrada muy hermosa, noble, espanta los bichos, es amable de trabajar, tiene buena estructura. El principio de todo. Lo primero que tallás es el mástil de la guitarra y es en cedro” y al segundo agarra maderas y lija, y hay una cata olfativa. “¿Ves? El petiribí es más amargo”.

Lija un pedazo de cedro y me muestra que el aroma es gentil, a diferencia del bouquet del pino, que es más familiar o el olor rígido del guayacán, que “es la madera más dura de Argentina. Es tan dura que sirve para hacer morteros y mazos de moler para hacer harina de las semillas resistentes. En luthería se usa para el diapasón y el puente. El olivo, por ejemplo, huele fuerte y muy distinto al resto”. Todo mientras mira la hora en un viejo reloj Seiko automático del abuelo que no conoció y de quien también heredó una cámara de fotos Baldessa.

El taller del luthier Gastón Lefkovics es un museo pequeño pero que habla de recuperar algunas cosas para que no se pierdan. Como ese reloj, o la cámara, o las plumas de escribir, las libretas con tapas de cuero, algún afiche viejo y “los oficios, que son importantes, detrás de los oficios hay maestros, hay planos de los instrumentos, hay datos milimétricos para todo, hay cuestiones antiquísimas que sin las escuelas de oficios se pueden perder. Hay que preservar eso. No son apenas cosas viejas que pueden tirarse o dejarse olvidadas.”

A las siete de la mañana de un día pactado, sale de su casa, recorre la ciudad hasta la estación Retiro, toma el tren hasta el Tigre y de allí la lancha que viajará por el canal Gambado, luego por el Fulminante, hasta Botes Caídos. El tiempo de viaje le sirve para preparar la cabeza y el espíritu: allí lo espera su maestro, Leandro Violini, que en su taller de luces suaves y oblicuas que entran por las ventanas que dan al río, le explicará una vez más, que hay que conocer los orígenes de los instrumentos y respetar las reglas de construcción para saber, en una etapa de formación que no termina nunca ya que “yo hace apenas diez años que comencé. Y siempre acabás sabiendo que falta un montón.”

En la mesa de su taller lo espera un banjo a medio construir que le alimenta la curiosidad porque “en realidad está casi listo. Falta el momento que me genera más ansiedad porque ahora viene ponerle las cuerdas, tensarlas, afinarlo. Es un instrumento primario, y eso plantea un conflicto mayor, porque es más difícil el calibrado, parece raro pero así es, y por otro lado pienso que su origen es africano, de ahí pasa andá a saber cómo, por Irlanda, y los estadounidenses lo convierten en un icono ¡No puedo cagar siglos de historia!” y se ríe de su propio chiste pero en los ojos se le ve que hizo la broma para sacudirse la responsabilidad real de lo que le pasa cuando se enfrenta a tener que calibrar, cosa que le sucede siempre porque “vos podes hacer diez instrumentos iguales, con el mismo plano, la misma madera, todo lo mismo y ninguno suena igual. Cada instrumento tiene su espíritu”.

La primera guitarra que hizo fue para su hermano y “la rota sigue guardada igual de rota. Ya veré, porque entre instrumento e instrumento trabajo de reparar, y esa queda siempre a la cola de la fila.”

Su nueva idea es que vayan músicos a su taller a tocar y grabar con sus instrumentos. “Hay, por ejemplo, guitarras industriales muy buenas, pero me gusta que sientan lo que es tocar con un instrumento hecho a medida. La guitarra de luthier es como la alta costura de la música, porque esa canción es una amalgama entre el músico, su tema, y todo lo que hay en ese instrumento. Ahí está toda el alma.”

Músicos y compositoras ya pasaron por la experiencia sensorial de tocar una de sus guitarras, que claro, comienza por un principio ineludible: aprender y aprehender el olor de la madera.