La muerte de Julio Cortázar el 12 de febrero de 1984 fue una despedida –larga o mediana según se aprecie-, ese desandar las horas que se suele asociar a la palabra “deshoras”, título de su último libro de cuentos. Pero, en rigor, el término “deshoras” es más que un antónimo de “horas” o un equivalente a destiempo. Significa además el señalamiento de un tiempo inoportuno, no conveniente. Es algo que sucede de repente. Deshoras, es al fin y al cabo algo intempestivo. Como irse de pronto, o no volver. O morirse.
Y algo de intempestivo habrá tenido ese viaje cortazariano a Buenos Aires de diciembre de 1983 que fue obviamente una despedida, de lo que quedaba de familia, de una ciudad y de su época, y algo de inoportuno o inconveniente también hubo en la negativa a recibirlo por parte de las flamantes autoridades democráticas, el no permitirle asomarse del todo a lo que comenzaba exactamente en ese momento, la era de la democracia.
Pero de todos los gestos de despedida, de adioses onettianos, de muerte desandando el camino del tiempo, el más preciso, el más meditado y permanente fue, acaso, la aparición de ese libro final, una hazaña si se quiere, porque en Deshoras Cortázar no sólo lograría hilvanar la despedida anterior, los diez cuentos de Queremos tanto a Glenda, sino que se puso a sí mismo a la altura de volúmenes insuperables como Bestiario o Todos los fuegos el fuego.
Basta repasar los títulos de algunos de los cuentos de Deshoras para empezar a intuir los ritos del adiós: “Botella al mar”, “Fin de etapa”, “Segundo viaje”. Todo apunta hacia una remontada final en busca de un mirador desde el cual observar por última vez lo que se fue quedando atrás, y no sólo en términos de la propia vida y las “obsesiones” o marcas de autor sino también porque estos cuentos son el repaso de una línea de intervención estética y programática en el territorio del cuento, el que más satisfacciones le daría a tantas generaciones de lectores, aún aquellos que aceptan la importancia de Rayuela, celebran el feliz descubrimiento de Los premios o se deslumbran con el inesperado Imagen de John Keats.
Del conjunto, creo que son dos los cuentos que condensan lo que condensa este 40 aniversario de la muerte de Cortázar. Son dos los cuentos que marcan a fuego y a fondo el sentido del último viaje de Cortázar a la Argentina: “La escuela de noche” y, por supuesto, “Deshoras”.
Famoso por tratar acerca de la fantasía de “meterse en la escuela de noche”, este cuento es un regreso onírico y salvaje al mundo de la Argentina de los años 30, el de la más temprana juventud de Cortázar; la escuela es el Normal Mariano Acosta, por la que desfilaron tantos escritores e intelectuales futuros que no iban al Nacional Buenos Aires. Artistas sin prosapia, con Julio como paradigma insuperable: un bohemio riguroso, un maestro de escuela algo misterioso, un traductor, serio y, a la vez, signado por la gracia y el escepticismo. Se sabe: una vez que los chicos ingresan al universo de la escuela de noche (que encierra entre sus pliegues el imaginario literario de “la nocturna”, donde debajo de los uniformes y los guardapolvos palpitan el sexo y la pulsión de vida) todo se convierte en un aquelarre que cuesta rastrear en otros textos del autor, quizás, en algunas escenas del barco de Los premios. “Deshoras”, por su parte, nos remonta a “esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece años”, en Banfield, “donde las casas y los potreros eran entonces más grandes que el mundo”. Es el mundo de la infancia, territorio sin par, aquello que triunfa sobre la nada y brilla por primera vez.
Los amigos inseparables de la infancia que luego, al primer viento de la vida, se separan, el primer amor doliente hasta sangrar por Sara, la hermana mayor del amigo, el descubrimiento temprano de los cuerpos, la vergüenza y lo irrecuperable, todo está ahí, cifrado para trasladar ese título del cuento al libro, la última señal del tiempo intempestivo, ese que, en un abrir y cerrar de ojos, deposita la infancia en la madurez. Volver al lado argentino, el de la infancia y la adolescencia, volver a Banfield y al bar La Perla, volver a volver antes del regreso final a París y muerte.
Me tocó leer Deshoras habiendo egresado de la Escuela Normal Mariano Acosta (“La escuela anormal”, se lee en el cuento), reconociendo en la lectura los pasillos y recovecos del colegio a cincuenta años de distancia, no terminando de entender del todo (no digo no aceptarlo: no entenderlo) que Cortázar se moría en París después de haber pasado como una flecha por esa calle Corrientes que empezábamos a trajinar entre la libertad, el miedo y la soberbia intelectual; querer recuperar el tiempo perdido de la adolescencia bajo la dictadura para empezar a vivir en tiempo de deshoras, la vida intempestiva en la que todo, parece mentira, sucede a destiempo aunque te afanes en la puntualidad.
Pero también, ahora, me toca volver al fulgor. Volver a leer, cuarenta años después, palabras de infancia y vitalidad:
“Y el verano, siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los juegos, el tiempo solamente de ellos, para ellos, sin horarios ni campana para entrar a clase, el olor del verano en el aire caliente de las tardes y las noches, en las caras sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de reírse y a veces de llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su mundo de barriletes y pelotas y esquinas y veredas”.
Entre vida y muerte, entre la hora y su reverso, parece tan viva la imagen de un hombre que se paseaba por su ciudad por última vez a pesar de que hayan transcurrido tantos años. O quizás, no pasaron. Deshoras.