Con cada chupada, la brasa del cigarrillo se encendía rabiosa en la penumbra tibia que bajaba de un cielo terroso y luna llena. El hombre lo consumió rápidamente y lo arrojó en la entrada del frigorífico. Luego, guiado por el haz de luz de la linterna, encontró el interruptor general e iluminó todo el lugar. No le gustaban las guardias nocturnas. Las madrugadas se le hacían algo vacías, profundas y muchas veces, olorosas; además lo empujaban a fumar más de lo habitual. Por algunos días debía ayudar a sus compañeros con la toma de la planta hasta tener una respuesta favorable a los reclamos, aunque él no estuviera del todo de acuerdo con la forma.

Realizó el recorrido habitual sin alterar la rutina. Después cenó entretenido con el celular. Se cansó del aparato y sacó de la mochila una enciclopedia vieja que siempre leía dentro de la silenciosa garita de entrada, aislándose de los ruidos nocturnos que suelen percibirse en lugares espaciosos. La abrió en la página marcada por un trozo de papel escrito con números que había jugado a la quiniela. Empezó a leer y la nueva información buscó asociarse a la memoria de las lecturas anteriores, con algo de tiempo y alzando la cabeza a modo de reflexión, lo logró. Fue en uno de esos momentos en el que vio al auto negro de alta gama con vidrios polarizados estacionar en la puerta de la planta.

El guardia se incorporó hermético y tomó el handy que lo conectaba con la policía local. Del interior del coche salió un hombre trajeado que abrió la puerta trasera y de ella se asomó el candidato presidencial con una sonrisa firme. El personaje era el favorito de todos los medios de comunicación. La gente lo vitoreaba en cada lugar que se presentaba y hacía campaña.

Los dos individuos caminaron lento hacia la garita. El vigilante miró la hora en su teléfono: doce de la noche. Luego controló a su alrededor, como alguien que teme una trampa, y con cuidado volvió a los visitantes. El candidato se abrochó el saco del traje italiano, en ese instante había recordado el consejo de su esposa de usarlo abotonado para no dar un aspecto de mariposa violada al caminar. El sereno salió de la garita y esperó a que se acercaran para encender un cigarrillo con ademán ensayado, buscando volver a la antigua realidad que habían desajustado Aníbal Rodríguez y su guardaespaldas.

Saludó levantando el handy y luego percibió que la voz del candidato era más chillona de lo que había escuchado por televisión. El visitante explicó, después de estrecharle la mano, que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la planta y quería saber más sobre el tema. Y anunció que el hombre que lo acompañaba iba a registrar todo con un celular. Rubén, con las cejas levantadas, dijo que no había nadie más que él en el frigorífico, los delegados y demás llegarían por la mañana. Rodríguez con un ademán hizo que su acompañante bajara el teléfono con el que filmaba y dirigiéndose al trabajador expresó que sería el único candidato del mundo que haría campaña a altas horas de la noche y él sería partícipe; lo recordarían por largo tiempo, juntos iban a hacer historia. Le pidió que se relajara. Conversarían un poco y cerrarían con algunas imágenes de la planta. 

El candidato se pasó las manos por el pelo rubio como de gacela aplastándolo y Rubén lo comparó con un actor de cine que está a punto de exponerse frente a las cámaras, entonces la cara se le dividió en sorpresa y repugnancia. Intentó controlar un grito, mas no pudo: 

─ ¡Teatro, una triste puesta en escena! 

Aníbal, después de un silencio espeso, tomó los hombros del guardia y lo miró por unos segundos a los ojos y expuso: "La política es una lucha de existencia, un cachetazo que mueve la realidad cotidiana, envión para vivir mejor o padecer en el intento".

El guardia se llevó otro cigarrillo a la boca y lo encendió. Luego endureció el cuerpo para detener cualquier impulso y pensar mejor.  

─Como partícipe de la comedia, abandono mi papel, largo todo ─. Lo dijo con alivio, liberando una necesidad en su interior. Dejó el handy, buscó la mochila y metió la vieja enciclopedia. 

De la cara del candidato empezó a deshacerse el aire de dandi virtuoso con el cual había llegado, los ojos se le pusieron graves y desafiantes, de su boca salió que no podía dejarlo ahí, en ese lugar y solo. Rubén, algo distante, como si esa idea que estaba por manifestar ya se hubiera expandido en todo su alrededor, argumentó sin pesadumbre alguna, que se está solo toda la vida y nada asombroso lo podría cambiar.

 

En el camino de vuelta percibió que la noche se escapaba ligera y que el amanecer podía llegar más rápido de lo habitual. El crepitar de neumáticos del auto que lo seguía en la calle de pedregullo se detuvo, y escuchó su nombre. Rubén pensó en ignorarlo, pero una vez más se dejó llevar y giró hacia el coche. Reconoció al guardaespaldas del político, un hombre calvo, de ojo lánguidos y encubridores como los de un pez dañado que mira desde los vidrios de una pecera, enseguida lo escuchó decir: 

─Usted tiene pasta de líder, tengo grabado todo lo sucedido en el frigorífico, sólo le falta una buena sonrisa y puede cambiar la vida de muchas personas de bien.