La obra de Elba Bairon (La Paz, Bolivia, 1947) estuvo siempre asociada a la delicadeza y a la sensualidad; al silencio y a la espera reflexiva; a la huella del trabajo manual. 

La artista se formó en Montevideo y en Buenos Aires en los años sesenta: comenzó como dibujante, pintora y escenógrafa y se volcó lentamente hacia el volumen, a mediados de los años ochenta. Sus figuras y maquetas son, notoriamente, corporizaciones surgidas del papel.

Si hacemos un salto en el tiempo hasta 2003, la artista presentaba una serie de particulares naturalezas, en las que trasponía un género pictórico al espacio y el volumen, volviendo corpórea una tradición desarrollada fundamentalmente en la superficie de la tela.

El cambio de su obra desde el dibujo y la pintura hacia lo corpóreo fue sorprendente, también desde el punto de vista de su homenaje a la modernidad artística, a través de un refinamiento cruzado por la evocación, la distancia, la autorreferencialidad (la cita del arte moderno), cierto humor sensual y una evidente elegancia.

Más allá de los inasibles atributos de lo bello, resulta evidente que la condición de lo artístico ha estado naturalmente adherida a la obra de Bairon, porque se trata de alguien que siempre destiló una concepción moderna de la belleza en su trabajo.

Las formas ambiguas que Bairon moldeaba hace tres lustros sugerían o evocaban, simultánea o alternativamente, las de drupas, frutos, piedras, galletas, carozos, secciones del cuerpo, etc. Y aquellos elementos –al modo de hipótesis posibles– resultaban portadores de un volumen carnoso, de una materialidad sexuada, a mitad de camino entre lo orgánico y lo mineral. 

Junto con la libertad de las formas, su obra siempre irradió una notable precisión y un no menos notable rigor formal, ambas características vinculadas a su formación inicial en dibujo, pintura china y grabado, donde los procedimientos técnicos son inherentes a la realización. 

Con un lenguaje personal, Bairon fue logrando a lo largo del tiempo un sistema de relaciones, escalas, texturas, colores, brillos y sentidos. En ese mundo propio, las reglas del juego fueron establecidas por la artista, que en la construcción de sus objetos actuó por complementaciones, asociaciones y equilibrios poéticos e inestables.

Las piezas exhibidas por la artista, más que obras individuales parecen formar parte de una secuencia, a su vez portadora de un carácter narrativo, de una acción (pasada o futura), que podría exceder lo visual.

Más cerca en el tiempo, con la gran muestra que presentó en el Malba entre octubre de 2013 y marzo de 2014, Bairon agregó la escala natural, a través del modelado de un grupo de ocho figuras humanas en escala real (realizadas en pasta de papel). Entonces comenzó a fluir en su obra, más acentuadamente, la relación con el cuerpo –del espectador–. Aquellas figuras estaban acompañadas de animales; y había también pequeñas maquetas arquitectónicas hechas en yeso, tal vez como módicas referencias a lo hogareño. 

Resulta clave la relación entre las piezas, esa especie de escena muda, que en la exposición de 2013-2014 estaba determinada por una serie de abstracciones: el volumen, la forma, la energía, la distancia. Aquel conjunto transmitía una amorosa serenidad a los visitantes, ligada a la fragilidad de las figuras, y a la suavidad del modelado y las curvas. Solo había líneas rectas en las inofensivas geometrías de las maquetas arquitectónicas, que por su carácter de miniaturas, ahuyentaban toda posible noción de gravedad a la vez que convocaban una plácida lejanía.

Desde aquella exposición a la presente, “Sin título”, en el Museo de Arte Moderno, con curaduría de Sofía Dourron, se produjo un cambio drástico de escala y por lo tanto de sentido, en el proyecto de mayor envergadura de su carrera.

Sobre una de las maquetas inofensivas de 2013/2014 se generó una hipertrofia notable: la construcción ahora tiene diez metros de frente, por seis de profundidad, por 2,65 de altura. Y ese salto de escala no es para nada neutral. 

La figura humana, a la izquierda; y la animal, a la derecha (ambas a escala natural), flanquean a la construcción protagónica.

Lo que antes resultaba inofensivo –la construcción arquitectónica–, ahora se impone, como un gran volumen escenográfico, ya sin huellas de lo manual, ciertamente inquietante y dramático, por lo teatral, quizás por lo potencialmente trágico. La vista frontal de la construcción, en su muda gravedad, aunque imponente, resulta menos interesante que sus perspectivas oblicuas y laterales.

Al recorrer la obra, brotan inevitablemente los primeros sentidos: una construcción salida del papel, que surge como una aparición metafísica. Y de la metafísica hay un paso hacia lo religioso y ritual. Podría pensarse como un espacio que supone algún grado de religiosidad sacrificial, más aún cuando tiene peligrosamente cerca a una doncella y a un carnero, como en este caso.

Se trata de una arquitectura que por su tamaño resulta enfática y retórica, y que como único modo de acceso presenta una escalera que conduce directamente del piso a la terraza. Víctimas de la espera, abajo, están la figura humana, la figura animal.

Lo humano y lo animal, que hasta ahora en Elba Bairon habían sido formas serenas y amorosas que ocupaban un lugar celebratorio central, resultan en este caso figuras complementarias y propiciatorias de una enorme construcción que de inquietante puede pasar a ser amenazante. Como si cada época trajera aparejada una poética.

* En el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Avenida San Juan 350, hasta mediados de febrero de 2018).

Figura de Elba Bairon