a Marcelo Kasparian, in memoriam

Noche

Esas noches eras zurdas. Trabajadas, vaya a saber por qué misteriosas ligazones, entre Tango y Heavy Metal, Fernet y Whisky, cortados, y alguna que otra proeza menor. “Es cosa natural que los hombres se reúnen cuando se acerca la noche”, leo por casualidad en uno de los aforismos de Joseph Joubert, mientras busco cómo contar, ante la ausencia, en el espejo de la memoria. Ahora necesito volver a ese lugar impreciso que llamo la noche, que para un amigo con quien converso hoy, es una película en blanco y negro del cine norteamericano de los años cuarenta, los filtros densos de luz con que se logra la escena urbana nocturna, la famosa day for nigth.

Dicho de otro modo: aquella noche es la marca original, una culpa y un vicio, la Atenas de los mitos en la que se infiltraban los impuros de los dioses. “Atenas ama a los culpables”, y nosotros amábamos a Atenas. Aunque no nos diéramos cuenta.

Naipes

Recorrimos muchos bares, clubes del centro y de los barrios. Evito los nombres propios porque me gustaría hacer de esta escritura personalísima, algo universal. Qué es, después de todo, una partida de naipes sino un combate ancestral, puntuado por el ocio de los hombres, en unos cartoncitos pintados donde se dice el destino.

La mayoría sabía “tocar” el naipe. Hacer un “paquete” con la mezcla, en la jerga del juego. Pero nosotros no, no del todo. Nosotros llevábamos la cuenta y medíamos el tiempo; sabíamos cuándo “revirar” para neutralizar los naipes repartidos fraudulentamente por los rivales. Porque el juego tiene dos suertes (envido y truco), y es raro que puedan acomodarse para las dos. Entonces doblábamos en la que faltaba atar, intuitivamente, con el coraje justo para mentir en la ley del juego.

Los naipes continuaban desfilando hasta el último segundo antes de entrar en el sueño, después de una larga noche insomne. Cerrábamos los ojos y veíamos naipes: una sota estúpida, un caballito caracoleando, reyes borrachos. Combinaciones imposibles, cálculos: salir con un siete de oros y después ir allá, poner un “ancho” falso, como un bostezo distraído en la seña explícita, aflojar un poquito la segunda baza para sacar un tanto más. Siempre un poroto más, asumiendo el riesgo.

Los naipes se mezclaban en los sueños. Podían ser los propios o los de nuestros mayores, los que jugaron antes y recordamos o soñamos porque ya no están, porque somos huérfanos.

Las malas

Se llama malas a los primeros quince tantos de una partida. En ese tramo hay tiempo todavía, esperanza. Los jugadores parecen plácidos pasajeros entre relojes que se van achicharrando, como en los cuadros de Dalí. Un progreso lento como la vida antes de los treinta años. Después, en las buenas, todo tiende a acelerarse en busca del desenlace.

Las malas también son las partidas perdidas. El jugador no cuenta las malas, las derrotas, esa vez que perdimos un torneo, de entrada, contra dos chicas. “No saben jugar, por eso dieron esa falta envido”, fue la probable excusa que encajaba en la ocasión para olvidarse rápido y seguir jugando de afuera. Pero nunca nos reprochamos nada, más allá de un gesto irreprimible. Uno juega como es, o es como juega. “El jugador es el juego.”

Y nos conocíamos tanto si alguna vez tocaba jugar en contra. “Vos abrís la boca cuando no tenés nada”, me decías. Y yo trataba de corregir el gesto en un espejo invisible donde me imaginaba el visaje que me deschavaba, para eliminarlo del repertorio.

El truco

Borges escribió que los jugadores repiten y repiten antiguas bazas. ¿El truco es como la lluvia que sucede siempre en el pasado? ¿Es cierto que alguna vez existieron bares donde se jugaba al truco en Rosario? ¿En qué tiempo? ¿Sería real?

Martínez Estrada ya le hizo la radiografía al truco en “La Cabeza de Goliat”: juego de intuición y de charla, de coraje. Pero hay que acertar, de lo contrario el coraje pierde pureza. No es como el póker, taciturno y matemático. Y si es cierto que entrados los años Noventa se jugaba al truco en Rosario, tal vez fuera una forma de resistencia, un último intento de suspender el mundo en su giro capitalista y global. Ahí está de testigo la escena de la novela “Una sombra ya pronto Serás” de Osvaldo Soriano. Inconscientemente nos parecíamos un poco a esos personajes marginales que traza el texto, desorientados, si orientarse era vivir de acuerdo a los dictados de la moda y a los gurúes de los manuales del gerenciamiento (¿Quién se ha llevado mi queso?). Perdidos, nos encontrábamos en el puntual horario del bar, en la mesa del truco, en un santo y seña de reconocimiento selectivo.

Después el Texas Holdem Poker nos empezó desplazar. O nos obligó a adaptarnos. A mí nunca me conformó, sospecho que a vos tampoco. No puedo asegurarlo. Han pasado muchos años, la vida nos llevó por otros lugares. Y, sin embargo...

Volver a jugar

Esta historia no es ninguna historia, no tiene tiempo. Es más vasta que la calle y la copa, que llegar y semblantear la mesa. Que el momento de sentarse frente a frente, ya que se necesita al otro para jugar, una comunidad idílica o una sociedad fraternal. Un comunismo del alma, amigo.

Tiene que existir un lugar ideal donde se repitan los grandes acontecimientos de la vida. Con la misma ilusión, con la misma inocencia. Un Leteo criollo nos mojará la piel apenas la sombra primera nos deje atrás. Con el andar de los pasos inseguros, vendrá el retorno. No tendrá conciencia de un final, porque ningún final está a la altura de esas noches/ lugares. Y no hablo de un cielo platónico, de cuentito. Tendrá que ser un sábado de las ciudades, en la hora del lujo, de la conversación serena, donde nadie se canse de traernos el cortado y la bebida.

Si no fue imposible ayer, allí estaremos nuevamente. Y siendo así, mi amigo, volveremos a jugar.