Entre el año 2000 y 2003 fui convocado a un proyecto en Ministro Rivadavia, en el partido de Almirante Brown. La idea era instalar un servicio de psicopatología en una zona de exclusión social. Era un proyecto que llevaba adelante una institución religiosa europea y contaba con fondos internacionales, euros que estaban destinados a los profesionales y que rápidamente fueron transformados en patacones. En ese trato recíproco de una Argentina que se desmoronaba una vez más, pronto supimos que nuestra titulante formación universitaria no iba de ninguna manera a poder curar, pero sí intentaríamos procurar cierto alivio a esa extensa comunidad que vivía, como en el film Milagro en Milán, en casas de cartón y alambre. Por estos días, el gobierno anuncia que destinará a La Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la Argentina (Aciera) una suma de 177 millones de pesos, y que será la nueva modalidad, entre otras instituciones religiosas y organizaciones no gubernamentales, de la distribución de la ayuda social en Argentina. Me dije, esto ya lo vi.
Mi auto destartalado, un Dodge 1500 amarillo mostaza modelo 1973, con el que llegaba a duras penas hasta allí, me llevó a pensar también en la versión cinematográfica de Made in Lanús que se llamó Made in Argentina, dirigida por Juan José Jusid, y sobre la que tuve siempre una mirada crítica y capciosa por redundar en los lugares arquetípicos de la argentinidad, por criticar desde mi arrogancia y mi propio sufrimiento no develado a ese personaje de la Yoli que persiste en su país, persiste con sus harapos, persiste en lo único que sabe hacer y lo único que tuvo y tendrá. El final de la película me resultaba particularmente ofensivo como destino para la Argentina, tal vez por demasiado familiar, empujando para que arrancara el viejo Peugeot 403 que estaba hecho trizas, podrido hasta la médula como mi Dodge de años después. Creo que en estos últimos años olvidé y me soltaron un poco esos horrores a los que nos han acostumbrado los gobiernos de la derecha argentina. Los golpes tomando la forma de golpes militares, los golpes de mercado incesantes, el impacto en el cuerpo alma de los procesos de reorganización nacional --el que se llamó así y los solapados--, y hasta qué punto nos hunden en la supervivencia, dándole a eso la pátina de patria y argentinidad. Hoy ese símbolo, el de La Yoli por contrapartida, no me parece ni aberrante ni díscolo, por el contrario, parece ser el tono de la canción que vuelve a sonar en lugares recónditos del sufrimiento personal de muchos millones. ¿Qué otra cosa podemos hacer sino reinventar con esas cuatro chapas locas y deterioradas, con lo que tenemos, pero a sabiendas de que nos lo están quitando todo? No es nueva esta propuesta, es la misma que mira con altanería la indigencia, señalando las condiciones en las que esa gente vive “abandonada de toda iniciativa propia”. Recuerdo haberle dicho a la directora de esa institución, ¿por qué no venimos a vivir una semana acá? Seguramente vamos a empezar a pensar en incestos, nos va a importar muy poco el destino de nuestra ropa empiojada y vamos a querer quitárnosla de encima cuanto antes y quemarla. Vamos inevitablemente a tener serias dificultades para poder leer ni siquiera el renglón de cualquier libro, cualquier enseñanza, porque toda la energía está puesta en sobrevivir, en sobrevivir del modo más elemental y porque las condiciones de inhumanidad aturden. ¿De qué otra manera vivir? Una persona que no vive durante un mes podía al menos disponer de un día de humanidad gastando el estipendio que el estado provincial les daba en la forma de un subsidio, que fue el único que verdaderamente distribuyó y puso en el bolsillo de cada una de estas personas algo de dinero real, gastándolo en una salida, en subirse a un colectivo, entrar en una pizzería y por qué no, emborracharse hasta el otro día. El otro día en el que comienza otra vez el infierno. Sí, era apenas un remiendo, un parche en un millón de agujeros, pero al menos era un día de vida y tal vez de estrellas que entraban por los agujeros, sin que haya por eso que consumar ningún acto de fe ni deberse al amo parroquial de turno.
En esa intención organizadora y dogmática, las propias instituciones judiciales y de salud también regulaban y dictaminaban, bajo juez o bajo los juzgados de familia, la vida de esos niños que finalmente iban a los hogares de tránsito, y quedaban a tantísimos kilómetros de esa comunidad que sus padres no volvían a verlos o los veían de un modo excepcional. Tuve oportunidad de visitar uno de ellos en la zona de Pacheco. Eran tres hermanos, ahora estaban escolarizados, estaban limpios, estaban alimentados y también se habían quedado sin alma. Era la reproducción de la misma situación de la caridad cotidiana que disponía que el comedor, que era comedor infantil, fuera puertas adentro de la institución. Los padres se amontonaban a las puertas de la reja, agarrados con sus manos a los barrotes, esperando durante una hora y mirando cómo los hijos comían. Para que después esos hijos llevaran una vianda o similar, para que comieran arroz los padres. Ya en aquel momento tenía encendidas discusiones preguntándoles a los directivos por qué no invitaban a los padres a integrarse a esa misma mesa comunal. O que ellos mismos pudieran llevarse la comida necesaria a cada una de sus casas, para que comieran en familia. Nosotros, los saludables agentes de salud, cometemos también atrocidades que vienen de la prepotencia y de los clasismos.
A ese servicio de psicopatología se lo pretendía pomposamente con orientación psicoanalítica, cuando en realidad estábamos todos en un loquero de supervivencia parecido a cualquier institución total, a cualquier comunidad totalitaria donde, como ocurre con los agujeros negros, la luz entra pero hay una fuerza intrínseca que no permite que nada salga de allí. Pienso una y otra vez en la responsabilidad de quienes hemos recibido la formación y las condiciones para preservar los alrededores de esos brutales agujeros negros. Y no estigmatizarlos y arrojarlos hacia ellos. Llegado este punto, las categorías y los dogmas son también un modo de estigmatización.
Pienso en vos, Yoli, muy a menudo por estas noches de insomnio, en tu compañero el Negro también, te extraño como se extraña algo perdido y maternal. ¿No Yoli, no queremos un país que viva en el infierno y en la caridad? También pienso en mi país, que está tan necesitado de una caricia y de tus cuidados.