Un poco antes de llegar a la esquina lo vi pasar. Tarde, como todos los viernes, iba tarde. La avenida todavía estaba oscura y la luz de atrás le palpitaba como una burla roja. Zamarreé la cartera, el brazo, grité y lo corrí, pero el 131 es así, los viernes siempre pasa antes. Recuperé el aire, escondí la cartera abajo del buzo y caminé para la otra parada, para el lado de la fábrica. Un perro callejero me siguió, lo acaricié y me movió la cola. Cuando vimos las luces Nos quedamos quietos, después, él se adelantó y se perdió entre la gente, yo lo seguí. Caminé por el cordón sosteniendo el paraguas con las dos manos para hacer equilibrio. No quería pisar la calle y tampoco invadir la vereda que estaba delimitada por una cinta de plástico. Cuando llegué a la esquina me encandilo la luz del patrullero y un murmullo se me metió en el oído como un enjambre de viento. sonaba bajito. Decía todo.

Me acomode cerca del refugio en la parada del colectivo. unos pasos más adelante, un puñado de personas, con las manos apoyadas en la cinta, miraban para el mismo rincón. Por ahí andaba el perro, se movía por la vereda, se mezclaba entre las piernas de los bomberos y olfateaba. Algo había adentro de la garita de la EPE, la que está al lado de la fábrica, esa que es como una incrustación de cemento que le roba espacio. Es un cuadrado de ladrillos lleno cables y que tiene un transformador que enciende las cosas sin vida que mueven al mundo. De la puerta salía humo y dos bomberos manipulaban un cuerpo que también humeaba, crujía. Sus piernas obstruían un pedazo de vereda. 

Eran casi las seis de la mañana, escuché el silbato. Perdí el presentismo, pensé. y la ciudad se empezaba a despertar de a poco, en la esquina se juntaba más gente y la panadería abría sus persianas. Los obreros que iban a trabajar caminaban despacio, agachaban la cabeza para cruzar la cinta y saltaban las piernas que sobresalían en la vereda. El tiempo se volvía lento y de nuevo la lluvia flaca, pero… ¿Qué es el tiempo? Una vez mi viejo me dijo que, él contaba las horas que le quedaban para dormir y también los días que le faltaban para cobrar.

- ¡Qué tiempo de locos! escuché atrás y me di vuelta. Una señora que abrazaba su cartera, me miró como si estuviera hablando conmigo –lo que mata es la humedad- dijo, sonrió y abrió su paraguas. Le respondí con una sonrisa a medias y le di vuelta la cara para buscar al perro en la vereda. Las piernas del tipo que ya estaban desnudas, al lado estaban las zapatillas y unos guantes. Todo negro. Todo quemado.

Una mujer estacionó la moto en la vereda, caminó, se hizo paso entre el tumulto y se apoyó sobre las cintas que hacen de limite y de frontera. Prendió un cigarrillo – es el Pepo- dijo, y exhalo quitándose un día más de vida. 

- ¿Lo conoces? -le preguntó la vieja. La mujer la miró, chupó de nuevo el cigarrillo y movió la cabeza para arriba y abajo. 

Vecino de mi hermana, respondió. Yo buscaba al Toba, y pensaba que ya era al pedo ir a trabajar, pensaba en llevármelo a casa y pensaba en que había vuelto a aumentar el pan. 

Una ambulancia estacionaba marcha atrás y el ruido como un pitido se mezcló entre el murmullo. Los médicos se toman su tiempo. No parecen médicos. Bajan la camilla de un golpe que suena metálico. Se escucha el chillido de las ruedas y los caños arrastrados. Un impacto contra el suelo y la puerta que se cierra, se pierden en el humo que todavía sale de la garita. El toba no aparece.

-¿El pepo? Lo conozco. Todos los viernes pasa a buscar los cartones que le juntamos en la zapatería.

-Guárdamelos a mí que a la tarde los paso a buscar, dijo la mujer de la moto.

-Lo encontraron los muchachos de la fábrica. Rompieron el candado, pero ya estaba quemado.

-La mujer lo estaba buscando desde anoche. Fue a la casa de mi hermana a preguntar.

-Pasó toda la noche ahí, encerrado. Qué horror. Voy a avisar en la zapatería que vas a pasar vos a buscar el cartón.

-Estas ratas se tienen que morir así, son rastreros. Uno menos. Lástima que algunos vecinos nos quedamos sin luz.

-Sí, que se mueran. Esta rata se metió a chorear por el techo. Por ahí, ves. Esa ventanita. Ni para eso sirven estos faloperos. Hay que ser burro. Frito quedó. Le respondió el diarero.

-Claro mi amigo. Una semana sin gas estuve, por culpa de estas ratas. No les gusta laburar. se afanan todo. Cable, lapidas, medidor. No se salva nada. A la vieja de la otra cuadra le chorearon el gato. siamés. Venden el gato, Compran la merca. Nosotros poniendo el lomo.

-¿Usted vió a cuanto se fue el pan? Seis diarios tengo que vender para comprar un kilo. Desde las cinco de la mañana cagandome de frio. Nadie compra el diario. ¿Me entiende? ¿Usted compra el diario? Lo miró por encima de los anteojos y por abajo del mar de paraguas. 

El hombre le respondió moviendo la cabeza para los costados, de hombro a hombro, suave.

-Que Dios lo perdone -murmuró la señora, se persignó y todos quedamos en silencio.

Una bandeja de acero esperaba en el suelo. El cuerpo estaba al lado, desnudo, quemado. Un policía acomodaba las zapatillas y la ropa a las patadas, las amontonaba en un rincón, como haciendo lugar. 

Los bomberos enrollan una manguera. Los de la ambulancia, dos hombres vestidos de médicos, pero que no trabajan con los vivos, levantan el cuerpo de los brazos y las piernas, lo tiran en la bandeja y después se sacan los guantes que terminan arriba de la ropa quemada. Suben la bandeja a la ambulancia y se van.

El perro no apareció más.