¿Cuándo nada soy es cuando soy un hombre? Edipo en Colono. Sófocles

Me encontré en medio del desierto sin saber cómo había llegado allí; no había nada en el horizonte sólo la arena que trazaba una recta perfecta que separaba el cielo de un celeste tan evanescente que distaba de ser real. El sol no me abrasaba y podía incluso caminar sin que mis pies descalzos ardieran. Pensé estoy soñando, pensé los dioses me están castigando y no encuentro ninguna herma ni otros símbolos que me indiquen hacia dónde voy. Para colmo me asaltaba la incertidumbre, al no reencontrar mi misma huella puesto que al mirar hacia atrás veía que desaparecían por la fluidez inmediata de la arena empeñada en persistir en su misma sustancia. ¿Cómo saber entonces si no estaba caminando en círculos? En ese tiempo siempre presente decidí seguir hasta que llegara la noche y poder guiarme por las estrellas pero hacia la media tarde distinguí a lo lejos una suerte de paraje. Un árbol interrumpía el horizonte y bajo su sombra se insinuaba la presencia de un hombre. Eufórico por esa presencia traté de apresurarme y trastabille y caí de bruces pero me incorporé de golpe… No me era posible caer porque el desierto es igual en todas partes y me asediaba la impresión de que yo era un prisionero. Comprendí, creí comprender en esa caída, que debía llegar hasta el paraje, de lo contrario estaba perdido.

El hombre era un anciano de rasgos borrosos, evanescentes, que me pareció reconocer y temí que fuese una ilusión de mis sentidos, pero era Anfiarao, un adivino que vaticinó su propia muerte cuando ataqué con el ejército de Argos, a Tebas. Caí de rodillas delante de él, le pedí perdón, ayuda y misericordia. Invoqué la maldición de los Labdacidas arrojada sobre mi abuelo Layo, sobre mi padre Edipo…

Pero Anfiarao me interrumpió: Como ha preguntado tu padre en el destierro: ¿Cuándo nada soy es cuando soy un hombre? Después de una leve pausa agregó: Sigue el camino que impulsan tus pasos y encontrarás una noche transitoria en los restos de una ciudad derruida. A su vera, corre el Letheo pero si quieres beber, el agua se escurrirá de tus manos. Sólo busca un lugar para reposar porque podrás dormir bajo el amparo de una unánime noche, porque tu hermana se ha arriesgado por ti al sacrificio. Al despertar, deberás seguir hasta el momento en que el sacrificio de aquella que te ama, te concederá lo que persigues.

Me despedí con una congoja en el pecho. Recordé mi vida signada por un destino indeseable, el peor que pueden deparar los dioses, me perseguía la duda acerca de si mis padres sabían de su vinculación, soporté el suicidio de mi madre y el destierro de mi padre ciego que nos enfrentó a mi hermano y a mí; Temistocles, siendo el menor, me desterró de Tebas…no podía ver a mis amadas hermanas. ¿Qué se suponía que hiciera? Esos pensamientos asediaban mis pasos sin huella cuando los opacó la primera noche que iba creciendo ante mis ojos asombrados de poder reconocerla. Me apresuré con la vista clavada en el piso de arena como se suele andar cuando cunde el peligro de los que habitan el desierto, aunque en su trayecto no había encontrado ninguno, ni la serpiente maliciosa ni el infame escorpión, ni el lagarto de cola espinosa o la veloz y extraña tarántula blanca que, seguramente, no eludirían sus hábitos nocturnos.

No caminé mucho, cuando detrás de un médano surgió la misteriosa y pequeña ciudad derruida y absolutamente desolada, que me dio la impresión de estar poblada de fantasmas. Cuando salí de ella encontré el riacho de aguas sorprendentemente cristalinas como si fueran el residuo de las lluvias recogido en un aséptico recipiente. Probé inútilmente tomar un poco con mis manos, pero como predijo Anfiarao el agua se escurría de mis manos sin que dejara ni siquiera unas gotas. Allí, miré hacia el cielo bruscamente anochecido y decidí dormir a la vera del río, aunque no estaba cansado ni tenía sueño; lo último que percibí es que no había luna ni estrellas

Desperté al día siguiente o al segundo o tercer día, pero todo persistía igual y comprendí que estaba condenado a continuar en la extensión desértica despoblada de gente y de mágicos hechizos. Como no padecía ni hambre ni sed pensé que podía estar soñando, que todo era un sueño que duraba demasiado por los ardides de Cronos, sobre todo cuando al acercarme al Letheo vi en la orilla contraria a mi hermano, hundiendo sus manos en el agua que se escurrió tal como me había ocurrido, sólo que me miraba con un gesto que me pareció de tristeza y de conmiseración a la vez, pero luego se levantó y caminó por la orilla hacia el lado contrario de donde yo estaba y yo volví a mi sospecha de una alucinación, pero todo era tan real que me costó mantener la convicción de esta idea. Para colmo los hechos posteriores que me sucedieron parecieron incrementar la infinitud, cuya consecuencia no solo era lo interminable, sino la inconcebible certeza de lo atroz y la insensatez porque volví a encontrar la ciudad derruida que creía haber dejado atrás. En el centro de la ciudad se erigía un templo cuya portada exhibía los nombres de Haidoneo y Perséfone. Más que un templo parecía la siniestra y silenciosa entrada del Ténaro. Entré y descendí por un largo hipogeo cuyas paredes laterales mostraban los trazos de una escritura incomprensible alternando con imágenes oscuras de grandes guerreros y reyes y reinas, cuyas hazañas fueron transcriptas por los aedos y cantadas por los más célebres rapsodas. Cuando llegué al final del descenso, una gran cavidad central se bifurcaba en múltiples pasillos laterales. Yo sólo quería encontrar al dios porque había comprendido que todo mi periplo obedecía a un castigo y que seguramente merecía, al haber atacado a mi ciudad de origen. Ya lo había aceptado dentro de mí mismo y solo quería que me concediese la muerte. Rogué encarecidamente para perderme definitivamente tras las temidas tinieblas, cuando de uno de los pasillos apareció la imagen de mi madre, Epicastenes… Tres veces me acerqué a ella con el ánimo de abrazarla, tres veces se me fue volando de entre las manos como una sombra o un sueño y tras ella, como una vislumbre de un espejismo, mi amada hermana Antígona. Por primera vez en el trayecto que he narrado, volví a sentir por unos instantes la sensación de estar soñando, pero Antígona dijo: Por segunda vez acabo de arrebatar tu cuerpo insepulto a la voracidad de las aves y los animales salvajes pero en esta ocasión no lograrán, al igual que con nuestro desafortunado padre, descubrir el sitio donde ahora yaces. Esta vez podrás descansar en paz a salvo del absurdo juicio de los hombres y espero, amado hermano, que también del de los Dioses…

Inmediatamente el día se hizo noche para siempre y en la cóncava bóveda oscura del firmamento, volvieron a brillar la luna resplandeciente y las enigmáticas estrellas.