Zenón Ortiza era el anticuario de barrio; con su tienda en la calle principal y una vidriera luctuosa, recargada de focos que acentuaban la morticie del lugar. Era visitado por gente de distinta ralea, todos de buen pasar que mercaba con objetos, pieles o joyas. Se comentaba que atrás vendían cosas prohibidas. El dueño tenía un hermano menor, de nombre Aníbal, muy afrancesado y maquillado como una estrella de Broadway. 

Era sinceramente un lugar para espiar, al que no llegábamos por nuestra condición de parias. Fue una tarde de lluvia, de esas que anegan los caminos y que hacen refugiarse dentro animales y humanos por igual cuando se produjo el evento. Andábamos a la deriva, haciendo tiempo para entrar al cine y nos paramos en la vidriera. Desde dentro, el Francés, como lo apodábamos nos hizo una seña y se asomó por la puerta cancel: un ruido a campanitas lo precedió.

-Chicos, amorosos míos. ¿Alguno de ustedes se anima a cruzar al kiosco y comprarme cigarrillos ? Llueve mucho y estoy resfriado -. 

Le miramos la mano que ostentaba un billete de quinientos.

-Es mucha plata, maestro y si no tiene cambio….

Con la otra mano hizo un gesto suave.

-Pero queridos cómprense alguna cosa para ustedes y listo -simplificó. 

En ese momento asomó el morro, su gato: una bola marrón que se vino a parar delante nuestro. Toledo le extendió la mano, lo sujetó y pretendió cargarlo para caricias. Allí en ese instante cruel el gato saltó de sus brazos y espantado ante tanta confianza cruzó Mendoza para quedar aplastado bajo un trolley. ¡Lo que lloró aquel hombre, por favor! Y qué pavor el nuestro al ver la escena: increíblemente el animalito estaba muerto en la calle como un trapo despanzurrado. Huimos, escamoteando el momento: a nuestras espaldas sentíamos el llanto y los gritos del Francés.

-Michingo, Michingo mío, ay, ay, ay. 

Lloraba como una señora. Cuando giramos por Lavalle para ocultarnos alguien advirtió que aún teníamos el billete en la mano. Nos miramos. Era la hora de las pelis y a una cuadra el cine nos invitaba en medio de la garúa. Pagamos con ese billete enorme y el boletero nos semblanteó con desconfianza.

-¿Seguro que no se lo afanaron a nadie? -. Nos conocía pero su alma de policía debía preguntar aquello.

-No, no -aseguré yo ya con las entradas en la mano y el vuelto -una enormidad de cambio y monedas en el bolsillo de fibrana del pantalón-. Vimos Los cañones de Navarone con Anthony Quinn y dos pelis de guerra complementarias, que nos llenaron de emoción. Algún día iremos a pelear al frente, comeríamos carne enlatada y algún amigo se habría de morir en nuestros brazos. Una novia de vestido floreado nos estaría esperando en un andén, nos retratarían con un ramo de flores y un cigarrillo entre los dientes, luego nos habríamos de convertir en locos de la guerra y nos meteríamos en problemas, chiflados y borrachos hasta seguramente embarcarnos en alguna fragata sucia para terminar nuestros días como soldados de fortuna. Toledo me sacó de mi fotograma.

-Che, ¿qué hacemos? ¿Le devolvemos el vuelto al tipo o nos quedamos con la guita? Porque será lo que sea, pero es peronista me dijeron. Y eso que es afeminado.

-Si vas vos que fuiste el que espantó al gato se agarra un soponcio y se muere él también. O te mata. 

Los otros dos, los mellizos Riganti, saludaron y se fueron por la cortada Marcos Paz hacia sus madrigueras. Ya era casi noche y no queríamos volver a nuestras casas.

-¿Y si vamos a un kilombo y nos gastamos la guita?

-Qué se yo, no sé donde hay uno…dicen que por Valparaíso al fondo pero no sé…somos menores.

-Ya sé que somos menores pero esta guita abre cualquier puerta -deduje yo en una frase copiada de alguna peli de gánsteres. 

Por fin, terminando el cigarrillo expoliado del paquete que le correspondía al anticuario entramos al bar Roma.

-Se largó a llover más fuerte.

-Mejor no vayamos al kilombo y gastémonos la mosca comiendo unas buenas pizzas.

-Si, es mejor -. Y ambos nos consolamos sin decirlo de no querer entrar al mundo de los adultos, sitios peligrosos con mujeres grandes y tipos de avería. No sé lo que sentía Toledo pero un aura de leve angustia por el porvenir me impedía pensar con claridad. En ese momento en que la garúa pegaba en el vidrio yo era cualquier sujeto en que imaginariamente me convertiría: estafador, mujeriego, asesino, artista y ladrón de bancos.

-Yo no quiero vivir más así -largó Toledo como completando una oración no dicha. Estaba de perfil, mirando las luces de neón.

-Yo tampoco -le retruqué como si supiera que su malestar era igual al mío. Entonces extrajo de su bolsillo una llave que depositó frente a mi.

-Esta sí que abre puertas de verdad. 

-¿De dónde la sacaste? ¿Para qué es? 

Sonreía pero parecía triste.

-Hay que hacer algo con la vida: esta es una llave que le choreé al anticuario. Se le cayó con lo del gato. Mi plan es entrar esta noche, cuando todos duermen y saquearle la caja o algo…

-¿Cómo que algo?

-Qué se yo. Alguna cosa de valor.

-Tiene una reja.

-Esta es la llave que abre la reja.

-¿Y cómo entrás después, atravesás el vidrio de la puerta?

-No, la rompemos y entramos. 

Entonces levanté la vista y lo miré más allá de su cara. Nunca seríamos heroicos, nunca seríamos verdaderos guerreros, nunca obtendríamos los besos de las doncellas liberadas ni a los negros esclavos abrazados con nosotros en las fotos, nunca haríamos nada más que rapiñar y obedecer a nuestros padres. Eso pensé, apresuradamente, mirándolo a los ojos, yo también entristecido por su aura. El, Toledo, pensando en la aventura magnifica de robar algo cuando lo que hubiese querido es tener un vaquero Lee de verdad, unas zapatillas nuevas y una casa normal. Pero no le dije nada. Solo atiné a chocar su vaso con el mío.

-No vale la pena, es poco para nosotros, estamos para más. Además el Francés es peronista y no se le roba a un compañero. ¿No te parece? 

Estaba anhelante como si de mi respuesta dependiera la llave del futuro. No supe qué contestarle. El diario tirado bajo la persiana anunciaba a un tal Milei o algo así. Cuando salimos y pasamos por la casa del anticuario le pedí la llave y la introduje por debajo de la puerta. La lluvia no había podido borrar el manchón del gato en el pavimento.

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