“La primera vez que viajé a Europa, volví y me largué a llorar. Pensé: ‘¡Ay Buenos Aires, cómo te entiendo! Sos tan wannabe, pero no vas a poder zafar nunca del grotesco’”. Si existiese un concurso de porteñidad, sería difícil que Maruja Bustamante no se ganara alguno de los premios principales. Pocas personas han conocido la ciudad de forma tan intensa y física como ella. En las cuarenta y seis veces que se mudó hasta el día de la fecha (en promedio, más de una por año vivido), conoció el ritmo y las costumbres de casi todas las zonas de la Capital: vivió en San Cristóbal, Versalles, Devoto, Saavedra, Belgrano, Palermo, Villa Crespo, Almagro, Villa Luro, Balvanera y Floresta. Antes de emprender esa odisea, se crió en el barrio más porteño de todos: San Nicolás. La casa de la infancia quedaba sobre la avenida Corrientes, justo frente al Teatro San Martín. Cuando llegó a la edad en que ya pudo quedarse sola, sin la supervisión de algún adulto, comenzó a escribir su novela de iniciación como espectadora de artes escénicas: cruzaba la calle, entraba al hall construido por Mario Roberto Álvarez, buscaba a alguno de los acomodadores del San Martín que ya la conocían y de su mano se metía en alguna sala, a mirar las obras que ya había visto una vez, o dos, o tres.

Algo debe haber entendido sobre el oficio la pequeña Maruja a partir de esa posibilidad, infrecuente a su edad, de ver varias veces la misma pieza. Algo que los demás chicos del Instituto Vocacional de Arte, o de los sucesivos talleres de actuación a los que ya venía asistiendo, todavía no habían aprendido. Siguió insistiendo en el ejercicio de mirar: como su mamá trabajaba de costurera en el Teatro del Globo, vio cada vez que pudo –y pudo muchas veces– El diario de Ana Frank. Quizás podría fecharse por ese entonces el momento en que nació su vocación de directora, aunque ella todavía sintiera que lo que más quería era actuar.

Cuando llegó a la adolescencia, Maruja ya había pisado algunos escenarios. Ana María Giunta, vecina de sus padres, incluso la había llevado alguna vez como niña actriz al Parakultural. Fue la propia Giunta la que les sugirió a los papás de Maruja que esa nena tenía que hacer teatro. Evidentemente, a nadie le pareció descabellado el consejo.

Maruja Bustamante (Foto: Nora Lezano)

DESCANSO MENTAL

Con esa biografía, llama la atención que a Maruja le guste tanto evocar paisajes de otras provincias en muchas de sus obras y que un ojo distraído hasta pueda confundirla con una autora del interior de la Argentina. Repasemos: la Formosa corrupta y calurosa de los noventa era casi una protagonista más de Adela está cazando patos; el río Paraná trenzaba los destinos de la Gringa y la Polaca en Paraná Porá, un chico buscaba desesperado a su hermana por los paisajes litoraleños en el infantil Expedición Irupé. Y, ahora, el carnaval correntino aparece en todo su esplendor en Potencia Gutiérrez, que por estos días está teniendo una breve reposición en la sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes.

Para esa costumbre de abrevar en otras aguas argentinas, más allá de las del Río de la Plata, Maruja también tiene una explicación personal: una de las mujeres de su papá (“Cristina se llamaba, la esposa que más le duró”) era entrerriana, y durante muchos años la familia viajó seguido a visitar a sus parientes. En esos años, Maruja empezó a entablar con Entre Ríos un vínculo profundo. La relación de amor con esa tierra se terminó de sellar en la escuela, gracias a un adulto que jamás sabrá la huella que dejó en esa niña. “Me acuerdo de que una vez, en la primaria, a la clase de Geografía vino una seguidilla de especialistas de cada región. Una semana tocaba Cuyo, la otra Patagonia, y así sucesivamente. Y hubo un día en que nos vinieron a hablar del Litoral. Yo estaba contenta porque ya sabía muchas de las cosas que nos contaban y porque había lugares que ya conocía”.

Ese día pudo ponerle palabras a lo que hasta entonces eran meras vivencias. Después empezó a leer a Juan L. Ortiz, y se fascinó con cómo le salía describir los paisajes. Cuando, mucho tiempo después, sumó la dramaturgia a la batería de herramientas con las que contaba para hacer teatro, algunas de esas palabras –las que había escuchado en la escuela, las que le había leído a Ortiz– empezaron a formar parte de sus obras. Entendió el poder de la evocación. “A mí me gusta hablar de otros lugares del país porque construir esos paisajes me da descanso mental”, dice.

Lejos de imaginar un interior del país bucólico y lleno de paz para sus habitantes, Maruja también introduce el componente “pueblo chico, infierno grande” que muchas veces domina los vínculos en ciudades más pequeñas, y se anima a contar las relaciones entre sus personajes de una manera salvaje. Si en Adela el espectador atento podía detectar ciertas alusiones al caso María Soledad (licencias poéticas y geográficas mediante), en Potencia aparecen los clásicos entramados de poder y dinero que se repiten de forma calcada en casi todos los pueblos. “Potencia Gutiérrez es bastante prima hermana de Adela está cazando patos en muchos sentidos. Cuando me propuse hacer una obra sobre el carnaval, se me apareció también eso: las corrupciones que suceden en torno a ese mundo, comandadas por el empresario que además es dueño del club de fútbol de la zona, y además dirige la comparsa, todo así”, explica Maruja.

Potencia Gutiérrez

PARTE DEL MUNDO

Como en casi todas sus obras, también en Potencia el componente queer está a la orden del día. Rara vez los textos que escribe Maruja se construyen con personajes exclusivamente cis o amores únicamente heterosexuales. Acá aparecen Popi (un chico trans profundamente enamorado de la coprotagonista) y Pritty Furry, una mujer trans compuesta por Emiliano Figueredo. Mientras estaban ensayando y todavía buscaban el tono para Pritty, Maruja le indicó a su actor: “Vos pensá que ella es una suerte de ESI para todo el resto”.

–¿En qué momento te diste cuenta de que era importante para vos meter cierta diversidad en todas tus obras?

–No sé si hubo un momento, fue apareciendo de a poco. Lo primero que me pasó, cuando empecé a escribir, fue tener muy clara la sensación de que me preocupaba crear personajes interesantes para mujeres, personajes que fuesen divertidos de hacer para las actrices. Yo tenía la sensación de que para los varones siempre había personajes divertidos, hilarantes, y que para las mujeres eso faltaba. Lo otro fue apareciendo con el correr del tiempo. Creo que el primer paso en ese sentido fue Adela: Olivia era lesbiana, el papá se moría trasvestido. Pero creo que en esa época –hace unos quince años, te diría– todo lo queer se consideraba bastante menor en el teatro. A lo sumo, la gente del off te idolatraba a Tortonese y a Urdapilleta, pero el público en general no tenía demasiado respeto por eso, lo miraba siempre como algo un poco, no sé, medio payasesco.

–Y así y todo, insististe.

–Creo que el envión definitivo me lo dio Mayoría, una obra en la que trabajé sobre las ideas del Mayo francés, donde obviamente aparecía fuerte la noción del amor libre. Y a partir de ahí, en casi todas las obras hubo algún personaje o relación que rompen un poco la norma. Pero creo que lo que más cambió es que en algún momento esos personajes dejaron de ser “el” tema, donde lo central no es la identidad de género y ni siquiera se menciona eso como algo a lo que hay que prestarle atención. Estos personajes aparecen, hacen sus vidas, viven sus historias. Están ahí, siendo parte del mundo. Ojo, que también tengo otras obras muy pakis. En Dios tenía algo guardado para nosotros hay tres personajes: una chica a la que le gusta un chico, ese chico y Dios.

LA MARÍA GUERRERO O NADA

Si bien ya había tenido la posibilidad de dirigir tres semimontados en el Cervantes, con Potencia Gutiérrez Maruja está aterrizando en la sala principal del teatro nacional con una obra que lleva su firma como autora y directora. Y aunque puede sonar antediluviano preguntarle a una artista mujer qué se siente ocupar ciertos espacios que hasta hace no tanto parecían estar reservados exclusivamente al género masculino, la respuesta que vuelve es que todavía hay un gusto a conquista en sucesos como este. “Potencia entró al Cervantes por un concurso público al que se presentaron cientos de proyectos. Y me acuerdo de que en el video de presentación que mandé, dije medio en broma, medio en serio ‘yo quiero la María Guerrero o nada’. Y me la dieron.

No se trataba solamente de una ambición personal: Maruja buscaba sobre todo seguir abriendo espacios. “Si te fijás, a las femineidades rara vez les dan la sala grande. No es que no te den espacio: te lo dan, pero siempre es la sala más chica, nunca de una el proyecto principal, como si todavía te hiciera falta aprender. Y cuando te toca, te toca a los sesenta años, o te ponen a dirigir en dupla con un hombre. Por eso es que me daban tantas ganas”.

Es también en este sentido que la obra elegida para esta primera vez calza como anillo al dedo. Para el desembarco, que Maruja vive como una victoria personal pero sobre todo colectiva, la directora no escatimó en colores, ni en música, ni en plumas. Una verdadera fiesta. Cuando le preguntaron cómo se imaginaba la puesta en escena y qué era lo que tenía en mente, contestó sin dudarlo: “Quiero hacer un show”.

Dicho y hecho: además de aprovechar al máximo el amplio escenario y los talleres de escenografía y vestuario del teatro, Maruja montó una pequeña comparsa en el foyer, al final de la función. Después de los aplausos, y medida que el público va dejando sus butacas y se encamina hacia la calle Libertad, se encuentra al ensamble de percusión y a los actores bailando, para extender por unos minutos más el festejo y la sensación de ritual colectivo que tanto el teatro como el carnaval, inexorablemente, tienen por naturaleza.

Potencia Gutiérrez se puede ver de jueves a domingo, a las 21, en el Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815. Hasta mediados de marzo.