El cuento por su autor

Éste es un relato ficcional de mis primeros tiempo de exilio, desde el viaje, la llegada y los primeros meses de campamento en Suecia. Como sucede con el pasado, nada de lo que digo es cierto y todo es cierto. En primer lugar porque, como decía Borges, del pasado no sabemos nada con certeza. Cuando recuerdo, llego al pasado a través de capas de tiempo y de sentido, fluctuando entre percepciones, ideas, impresiones, que van desde quién soy ahora a quién creo recordar que fui en aquellos días y, a sabiendas, imagino un relato, uno de los tantos que podría imaginar sobre ese entonces. Para éste, elegí un tono que conviene al resto de los textos que componen el libro que tengo ya escrito y que veremos si las fuerzas del cielo permiten que llegue a ver la luz. Insha'Allah.

La otra Octavia -I

Parecía que me llevaban como maleta de loco. Pero no. Toda la movida llevó poco más de un día, desde que me sacaron de Devoto y un avión me depositó en Suecia. Del uniforme de paño azul, viejo, deformado y maloliente de la cárcel, pasé a llevar blusa de seda, pollera de cuero y botas altísimas de taco aguja, que me compró la pudiente madrina de Selmita: tenés que irte hecha una reina, dijo, después de rociarme con perfume francés. Y hecha una reina caminé por el asfalto de la pista, esposada, haciendo equilibrio sobre los zancos. Hacía tanto calor que el asfalto ondulaba bajo el sol.

Qué sensación de irrealidad. Después comprendí que, por el influjo del disfraz de viajera rica, la música ambiental y los refinados murmullos en idiomas extranjeros, ya se iba gestando en mí otra Octavia, una simuladora.

El viaje fue muy, muy largo. Dormía cuando mi tercer avión aterrizó en Växjö, una ciudad pequeña del sur de Suecia. Era bien pasado el mediodía de un cinco de noviembre cuando me asomé, a las cuatro de la tarde, a una noche cerrada de quince grados bajo cero y aullantes ráfagas de aguanieve. Agujitas heladas se me clavaban en la cara en esa boca de lobo; ¿por qué demonios había elegido Suecia como lugar de destierro?

Salimos para el campamento de refugiados en una combi, bajo un vendaval de nieve y viento. Los exiliados seríamos unos quince o veinte entre argentinos, uruguayos y un par de latinoamericanos más. El intérprete chileno que estaba a cargo de nosotros nos recitaba, mientras manejaba, los deberes y derechos del refugiado; sus palabras caían en un hondo foso de sonidos: el viento arrojando paladas de nieve contra las ventanillas, el golpe seco de la nieve en el vidrio, el ruido de la calefacción y la sordera del cansancio; con ese arrullo nos dormimos hasta llegar a destino.

Pasé siete meses en un lugar al que llamaban “campamento” y era, en verdad, un hotel reservado para exiliados, el Logadan Hotel. El pueblito se llama Lagan y todavía existe. En este entonces era chico, sin bares ni lugares de diversión. Sólo casas y negocios. Y bosques y lagos a los que no había que aventurarse -sospecho que los suecos habían perdido algún refugiado, víctima de esa feroz naturaleza-. Me aburría. Cierto era que estaba a salvo y segura; no digo que extrañara la incertidumbre de la cárcel pero no me podía imaginar una vida en esa paz desquiciante.

En esos meses cambié muchísimo. Cuando llegué era flaca como una laucha; siete meses después pesaba catorce kilos más. Tenía el estómago acostumbrado al hambre pero cuando bajé a desayunar el primer día, me deslumbró lo que vi; perdí la chaveta. Me servía de todo, café con leche, huevos duros, huevos revueltos, pan, tocino, queso, mermelada, manteca. Ese primer día, de los cuatro que estábamos sentados a la mesa, dos éramos recién llegados y los dos engullíamos sin disimulo. A medio camino ya casi no podía más pero seguí. Con el almuerzo, igual. Qué olores, qué sabores; a las tres cucharadas sudaba; para hacer tiempo a que me bajara un poco la comida, me volví para hablar con el vecino. De dónde sos, pregunté, de Uruguay, me dijo, del penal de Libertad; y cuántos años preso, pregunté, siete, dijo; me detuve a mirarlo, medio pelado, chupadas las mejillas, pálido, un viejo, siete años, repetí sin saber qué más decir, mientras pensaba no doy más, reviento, sos de Montevideo, pregunté, canario, me dice, y para nosotros los que no eran montevideanos eran “canarios”. Dijo eso y ya le vi aspecto de campesino; mientras me reprochaba de corazón haberme servido tanto, tirar comida me desesperó siempre, desde chica, desde que mamá se quejaba por la plata; nunca nos faltó de comer, claro que mi vieja servía lo justo y necesario, nada de panzadas, pero yo andaba igual siempre con hambre y ella me decía: parecés lima nueva, vos; no sé, creo que de ahí me quedó ese respeto por la comida, no tirar nada; aunque también estaban las compañeras de la cárcel, en ellas sí pensaba, pero sin culpas, sabiendo que lo que ellas harían sería lo mismo que yo: comer hasta reventar. Es lo que nos decíamos cuando alguien se iba de la cárcel porque andábamos famélicas, comete un bife de chorizo por mí, tomate un café con leche con medialunas por mí, yo misma había dicho: mandate una buena milanesa con papas fritas a caballo por mí; yo sabía que ellas querrían que me diera una panzada inolvidable y yo no podía. No me daba la barriga. En la cena ya me serví la mitad; volví a sentarme con el canario porque él no intentaba comer mucho y me servía de inspiración y ejemplo, pero de a poco se me fue agrandando el estómago.

Otra cosa que me pasó fue que me enamoré de mi profesor de sueco, un pastor metodista. Las ocho horas que pasábamos en la escuela de sueco se me iban volando porque me esmeraba en ser la mejor alumna y llamar su atención, pero este sueco era un tipo mayor, frío, concentrado por completo en su clase. Yo calculaba la duración de su mirada: un segundo más que a otro alumno hubiera bastado para esperanzarme, pero nada. Su indiferencia me dolía, sobre todo en la autoestima; al principio yo no estaba en forma, hay que decirlo, era una flaca escuálida, pero cuando me puse pulposa tampoco me miró, igual mucho no me mortificaba su indiferencia, él era casado y mi amor más que nada era platónico. También me enamoré de Claus, nuestro intérprete sueco, mucho más joven que el pastor y que yo. Claus era amable, suave, nos cantaba canciones en un español que había que adivinar qué decían y otras en sueco fácil, y tejía. Tejía unas medias de lana de colores en las reuniones informativas, mientras hacía su trabajo de intérprete. Pero el traidor se enamoró de una compañera que, como yo, venía de Devoto y ni hace falta decir que veníamos necesitadas en todo sentido y que ella se agarró de él como garrapata, yo en cambio estuve lerda porque me apoyé en una languidez gatuna que de nada me sirvió. También me enamoré de Mario, el chofer chileno que nos trajo del aeropuerto y que nos llevaba al pueblo a hacer trámites, a la farmacia, a revisaciones médicas. Era gordo y petizo, emanaba testosterona y ni qué decir que mis hormonas enloquecían calladamente mientras él se paseaba con las manos en la cintura como un déspota nazi, sin siquiera mirarme.

Las reuniones con los suecos del campamento eran como las asambleas de pabellón, interminables y disparatadas. En la cárcel yo había perfeccionado un mecanismo de disociación que me vino bien para el destierro. Era un mecanismo que usaba desde chica, y que haciendo análisis con la licenciada Krakoviak, años después, descubrí que lo tenía. Con la militancia había archivado ese mecanismo de defensa porque era incompatible, más aún, contrario a la militancia. La militancia exigía la completa atención del militante a los detalles, al instante, a la situación, el militante debía ser una cámara que registrara todo en todo momento y disociarse era criminal y suicida, una verdadera debilidad. Por eso tuve que reconvertirme, y lo hice, con un extremo esfuerzo para mis nervios, que se me destrozaban cada dos por tres. Sin embargo, no podía desprenderme del todo de mi tendencia a disociarme: la reservé para la lectura. Cuando leía me lo permitía. Leer era bucear en el fondo de un mar de sentidos y leyendo no veía ni escuchaba nada. Así fue como me pasaron cosas imperdonables, lo peor fue cuando esperaba a Ramón leyendo en aquel bar de Chacarita y se lo estaba llevando la policía, él a los gritos y yo sin ver ni oír nada, hasta que el mozo me avisó que se llevaban a mi compañero. Cuestión que en la cárcel desempolvé mi vieja tendencia a la disociación con las asambleas de pabellón. Ahí usaba uno de sus métodos: las dos vertientes de pensamiento; eran dos senderos paralelos: por uno entraban las palabras de las compañeras sin su sentido, como un runrun del que capturaba algunos momentos álgidos para estar medianamente al tanto, y por el otro sendero pensaba intensamente en otra cosa, un pensamiento para nada importante ni filosófico, por ejemplo cómo reproducir un patrón determinado de crochet.

En Lagadalen Hotel las reuniones no duraban cinco, seis o siete horas. Los suecos fijaban dos horas por reloj y es conocida la puntualidad de los pueblos nórdicos. Si decían de cuatro a seis era de cuatro a seis. En esas dos horas, eso sí, nuestra racionalidad descendía a niveles peligrosos; en esas horas salían críticas feroces, denuncias que cortaban el aliento, sospechas y exigencias de toda índole. Es que los que fuimos a parar al Lagadalen Hotel veníamos de años de cárcel. Los uruguayos, sobre todo, venían con más de seis, siete años por la cabeza, algunos, de aislamiento, y se los veía afectados o, para decirlo con todas las letras, carentes de sentido de realidad. No se trata de criticar a los compañeros pero en fin, estaban un poco tocados y no es que los argentinos estuviéramos en mejor estado. El Logadalen Hotel era chiquito, manejable, y los suecos habían aprendido la lección con contingentes previos y sabían a qué atenerse con nosotros. De ahí la paciencia que nos tenían.

En esas reuniones, como en paritarias, se discutían condiciones de vida. Íbamos con una lista que algunos llamaban pedidos y otros, exigencias. No teníamos delegados, cada uno hablaba por sí, un poco porque la gente llegaba y se iba, no éramos un plantel estable, y otra que no nos conocíamos y nos desconfiábamos y también que queríamos actuar como seres libres. Cada uno iba con su listita, sus papelitos. Lo que más surgía en esas reuniones era la cuestión del dinero. Que no nos alcanzaba. Que la plata que nos daban era una miseria, daba para estampillas y tabaco para armar y había otras necesidades. Los suecos, inflexibles, cualquier necesidad, decían, estamos nosotros. Tenían miedo de que nos emborracháramos, nos perdiéramos en los bosques, nos muriéramos de frío en una calle desierta o nos hundiéramos en un lugar del lago sin congelar. Ellos pensaban con su cabeza sueca y hay que decir que por algo existe ley seca en el país y es por la convicción que tienen las autoridades de que los ciudadanos suecos o cualquiera que viva en Suecia, si pudiera comprar bebida libremente, se mataría bebiendo. En fin, ése era un pedido sobre el que volvíamos una y otra vez: más dinero de bolsillo. No tomaba mucho tiempo el punto, era como una tradición, nosotros pedíamos, Caleri, o quién estuviera en su lugar, se deshacía en disculpas y decía que no, y pasábamos al punto siguiente. La discusión de los pañales, en cambio, nos tomó casi una reunión entera porque el reclamante era tozudo. La mujer del compañero no tanto, más bien escuchaba con la cabeza baja pero el marido, que había salido de siete años en la cárcel en Coronda, decía que a ellos les correspondían pañales aunque no tuvieran chicos, los suecos dijeron, como es lógico, que los pañales eran para los niños, y el hombre, el compañero, decía que si ellos tenían o no tenían hijos era su cuestión personal, que ellos tenían derecho como cualquier otra pareja, si mañana decidían tener hijos, tendrían hijos y ya iban acopiando pañales, que eran caros, un artículo de lujo, que si ellos, los suecos, repartían, que fuera para todas las parejas y Caleri lo miraba fijo, como si quisiera taladrar su cerebro y ver qué tenía adentro; bajaba la vista y miraba sus papeles y volvía a mirar al compañero y luego le decía algo al traductor, en este caso Claus, que lo escuchaba tejiendo, creo que esa vez una bufanda de colores, y le decía al compañero que no era posible, no era posible, y en eso se sumó otra pareja argentina que también estaba de acuerdo en la moción del compañero, que no hubiera trato discriminatorio, que todos tuvieran los mismos beneficios. Caleri -que en realidad se llamaba Karl Erik pero para nosotros era y seguirá siendo, gracias a nuestra espantosa pronunciación, Caleri, decía que él no podía hacer eso, que en los registros esas parejas figuraban sin hijos, las autoridades le dirían a él, a Caleri, qué pasa, por qué les dan pañales a los que no tienen hijos, supondrían que había un negociado, eso no podía ser, iban y venían los mismos argumentos, que la igualdad de derechos, etc., etc. y yo ya me estaba disociando cuando saltó el canario con el individualismo, el egoísmo capitalista, quieren que salgamos de acá con el signo pesos en la frente, a eso Caleri no pudo decir nada, lo superaba, y su silencio fue interpretado mal por el canario que, ya en tono de barricada, le espetó que los suecos aceptaban refugiados por órdenes de los Estados Unidos, para lavarles el cerebro como agentes de la CIA que eran, compañeros, analicen, abran su mente, abran los ojos, pretenden inutilizarnos para la lucha, debemos resistir, no volvernos calculadores, pendientes del dinero, yo miraba de reojo a Caleri pensando este le mete un cazote, pero no, Caleri movía la cabeza desanimado, buscando una solución, qué paciencia, qué paciencia esos suecos. Otra vez fue con la leche que nos servían a la noche, un vaso de leche antes de acostarnos, el compañero fue con el planteo de que él no tomaba leche y en nuestros países nadie tomaba leche a la noche, gente adulta tomando leche, dónde se vio, y proponía que esa leche desperdiciada se donara a los niños pobres. Niños pobres no hay, dijo Claus, y encima de él saltó una compañera a decir que ella sí tomaba leche a la noche, que el compañero hablara por él, que ni se había molestado en encuestar a ver quién quería la leche de la noche, que ella sí la quería, le parecía una costumbre hermosa que ella adoptaría en cuanto se terminara su exilio y volviera a su país, a lo que el canario murmuró, como para sí, ya le están lavando el cerebro. No sé a cuento de qué el canario dijo que su costumbre, interrumpida durante los siete años en el Penal de Libertad, era tomarse una caña brasileña -no argentina que era una porquería-, antes de irse a dormir. Ahí fue que un compatriota mío sintió herido el orgullo nacional y se paró para retrucarle; la sangre no llegó al río y como la hora ya era dos minutos pasadas las seis, Caleri aprovechó para levantar la reunión.

Un sábado, los encargados del campamento nos llevaron a Växjö a ver un partido de hockey sobre hielo. Jugaba el equipo local contra el de otra ciudad. Aunque ninguno de nosotros había visto nunca hockey sobre hielo, las reglas eran fáciles de entender. Los jugadores, unos vikingos deslumbrantemente rubios, cruzaban la pista como bólidos, levantaban estelas de hielo y se daban contra las paredes de chapa con ruido a bombazos, se trenzaban aquí y allá con los palos, caían a la pista de hielo. Pura emoción y, de repente, ya estábamos todos enardecidos hinchando por el equipo local; una tribuna de puños en alto, aplausos y abucheos a los rivales. Los hinchas suecos se mantenían impasibles, contemplando el partido en silencio. Qué espectáculo habremos dado. En fin, no se pasa de las cárceles del fin del mundo al polo norte así como así. Ni siquiera podíamos emborracharnos como Dios manda. Cuestión que nos sacaron del estadio los primeros y no nos llevaron más a ver deportes.

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En marzo llegó Selmita. Todavía teníamos meses de invierno por delante. Fue una fiesta para mí, para ella menos, es decir, se la veía tironeada, por un lado contenta de estar conmigo, por otra furiosa porque la habían arrancado de sus amigos del alma, de su país y en fin, terminó desterrada sin comerla ni beberla. Qué pasaría por su corazoncito. Conmigo no se desquitó, conmigo era un amor Selmita, pero yo sospechaba que ella era conmigo de un modo y de otro por su cuenta. Por empezar, fumaba a escondidas, tomaba cerveza, usaba tacos, y aunque dejaba olor a tabaco en el baño, me negaba a muerte, ella no, de dónde sacaba eso del olor, qué olor, ella no olía, se te puso que fumo, decía. Nos habían separado cuando ella tenía diez años y ahora, con catorce, estaba hecha una adolescente indómita, discutía con todo el mundo sus puntos de vista, no daba el brazo a torcer en nada, por un lado, así la había educado yo para que se supiera valer por sí misma, por otro, era su natural. Conmigo era una dulzura, las dos hacíamos de cuenta que tenía diez años y así nos tratábamos, no sabíamos relacionarnos distinto. Visto desde afuera era ridículo, me daba cuenta porque los compañeros nos miraban raro cuando yo le quería hacer el avioncito para que comiera un poco más. Ella siempre fue vueltera con la comida y parecía una ratita de lo flaca que estaba. Teresa Jesús, una salvadoreña caída en el Lagadalen Hotel vaya a saber desde dónde, insistía en que le pusiera a la niña los puntos sobre las íes, que me debía obediencia, qué donde se había visto una niña tan atrevida faltándole respeto a su madre, pero si a mí no me falta el respeto, Teresa Jesús, me asombraba yo, sincera, porque de verdad, Selmita puede que caso no me hiciera pero me contestaba correcto, era una dulce, hacía, eso sí, lo que le daba la gana, pero es lo que había venido haciendo desde que usaba pañales. Yo la había enseñado para que haga valer sus deseos y a los dos años la tenía a Selmita haciendo su voluntad, pegándome bofetones y tirándome de los pelos, que de eso la fui disuadiendo, siempre hablándole, que a mamá le dolía, que esto y lo otro y ella creció decidiendo por sí, bien o mal, todo eso también por la militancia, correr de un lado al otro, mudarnos aquí y allá, no había tu tía, a Selmita no le quedaba otra que ser pata conmigo. Así que ella también, como yo, debe tener una segunda naturaleza, digamos que un poco menos convencional que los otros niños.

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Al Lagadalen Hotel llegó desde Estocolmo una delegación del Comité Argentino para atender políticamente a los recién llegados. Había un delegado por ideología, grosso modo, para todas las constelaciones de la izquierda, un delegado por el trotskismo y otro por el leninismo y se las arreglaban como podían, para los peronistas vino un pibe jovencito de voz aflautada, como yo era la única peronista hablamos en mi habitación, él se sentó en el borde de la cama y yo en la silla, era tan jovencito, me sentía su abuela, me recordó a un compañero de lo más fierrero, se sentaba igual, las piernas muy abiertas, las manos entrelazadas en el medio, el torso hacia adelante, voz de mando, quería saber de qué orga era yo. No soy: era, dije y aclaré que eso era cosa del pasado, que en el último año y medio antes de caer en cana me había dedicado a estudiar astrología; el comentario no le movió un pelo ya que no estar militando no entraba en su instructivo, de ahí que hiciera oídos sordos a mis palabras y tras cartón iniciara su espiche sobre las bondades del Comité Argentino en Estocolmo, su importancia estratégica en la lucha contra la dictadura, su significación táctica en la conciencia de los suecos, su impronta divulgadora de las atrocidades del régimen, participar era un deber, decía el pendejo, aunqueeeee, por desgracia, había que dar la lucha dentro del Comité, el día que vayas pedí hablar conmigo, me llamo Tito, o con el compañero Puerta, ojo, no le des bola al grupo del Pelado, que encabeza una fracción opuesta a la dirección de la orga, de qué orga hablás, le dije, Montoneros, afirmó asombrado porque, qué otra, la única orga que tiene intactos sus mandos aunque hay fracciones infiltradas por el enemigo. Yo, debo ser sincera, no podía creer lo que oía: ¡otra vez los traidores! ¡Otra vez los enemigos! Otra vez las halcones me venían a la cabeza, qué pesadilla, me incliné hacia adelante y con las manos en las rodillas lo miré a los ojos y le dije: Tito, soy Testigo de Jehová, Dios llegó a mí en la cárcel, vi la Luz, la Verdad, y vos ¿has pensado alguna vez que muy pronto vendrá el Reino de los Cielos a la Tierra, que todos seremos juzgados y que solo los elegidos conocerán al Señor? Fin del capítulo del Comité Argentino.                                                    

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A los siete meses nos mudamos a Estocolmo, Selmita y yo. Los suecos del campamento nos pintaban una vida regia si nos mudábamos a una ciudad del interior: en el interior había mejores casas, más oportunidades de trabajo. No me dejé convencer. Del interior ya estaba harta. Quería vivir en la capital. Si había alguna cosa por ser vivida, tenía que estar en Estocolmo. Y fue en Estocolmo donde comenzó mi verdadera vida de exiliada.