Desde Barcelona

UNO Una de las varias/demasiadas novelas que Rodríguez ya nunca escribirá (y que incluyen incluso a su nunca iniciada primera novela, más allá de apuntes sueltos en papelitos desordenados y frases que, como las de los diarios de sueños, ya no cuentan con el menor sentido para él) tiene modales más o menos experimentales. Un poco Cut-Up, otro poco Oulipo. Algo de Laurence Sterne y bastante de Donald Barthelme (¡incluiría collages y juegos tipográficos, sí!). Y transcurriría, toda, en el espacio limitado y sin fronteras de la puerta de su –¡viva la riqueza del idioma del que apenas unos pocos viven aunque allí vayan y vengan abrazándose en ferias y foros!– nevera/refrigerador/heladera. Y lo que allí se narraría, imagina Rodríguez como si lo estuviese yendo, sería la cruenta guerra entre los imanes y los Post-its (esa marca registrada que, como Chiclet’s, asciende a especie), la guerra infinita entre el souvenir de viaje y aquello que no hay que olvidarse de hacer o de deshacer. Rodríguez, por supuesto, estaría de parte de los pálidos y amarillos Post-its, con ese color hepático y uniforme enfrentándose a las ocurrencias de magnéticas vírgenes y termómetros y reproducciones de lugares o de museos. Rodríguez siempre defenderá el expresionismo abstracto cromático à la Rothko (con el injerto de un puñado de telegráficas palabras o de números telefónicos que ya no hacen falta memorizar, porque para eso están los teléfonos) antes que al kitsch de un pequeño velerito Made in Cadaqués o una maldita Sagrada Familia o, pecado de pecados, la reproducción- reducción de alguna de aquellas nínfulas de póster by el entonces romántico y ahora perverso David Hamilton. Entre sus imanes Rodríguez disculpa, sí, a uno que es uno de esos pequeños títeres para un solo dedo con la figura del escritor norteamericano Kurt Vonnegut. Aquel quien -a la hora de aconsejar cómo todo escritor debe establecer un vínculo con cualquier lector-apuntó aquello (y Rodríguez lo copió en un post-it y lo pegó en la puerta de su nevera junto al Vonnegut imantado) de: “Asegúrate de utilizar el tiempo de un completo desconocido de manera en que él o ella no sienta que ese tiempo ha sido utilizado en vano”.

Y me temo que ustedes están perdiendo el tiempo aquí y que ahí está Rodríguez, quien abre la puerta y es bañado por esa luz interior que es como la versión frígida de esos rayos divinos descendiendo desde las alturas en los films bíblicos para inspirar a los profetas.

Rodríguez, en cambio, sólo descubre que se acabó la leche.

DOS Los Post-its -como tantas otras cosas-fueron alumbrados por casualidad, cuando se buscaba otra cosa o no se la esperaba en absoluto. Son hijos de esa especie de milagro inesperado conocido como con el nombre tan literario de “serendipia” (derivado del neologismo acuñado por Horace Walpole a partir de un relato tradicional persa contando las idas y vuelta de tres príncipes de Serendip), y que nos bendijo con cosas como la penicilina y la Viagra, el resorte ese que baja por las escaleras, el marcapasos (pequeño y vital aparato que tal vez Mariano Rajoy ordenará instalar en cada bancada congresal de los miembros del Partido Popular porque, después del Infarto Barberá, todos fingirán arritmias cada vez que no les guste eso de que les voten en contra luego de años de mayoría absoluta), el color magenta, los Corn-Flakes, los plásticos, la sacarina, y -al menos para sus iluminados seguidores-la idea hecha realidad de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos.

El Post-it nació en 1968 cuando en los laboratorios 3M se buscaba la fórmula de un engrudo súper pegajoso que sirviese hasta para unir las piezas de los aviones de pasajeros suplantando a tanta tuerca y tornillo. En cambio –por suerte– se descubrió la composición de un pegamento sutilmente adhesivo. Spencer Silver –su creador con nombre de personaje de la Marvel– se la pasó años por los pasillos alabando sus propiedades sin que nadie le hiciese caso. Hasta que en 1974 un colega, Art Fry (a Rodríguez le gusta tanto su foto reciente –con un Post-it pegado en su frente ya arrugada y donde aparece dibujada una lamparita eléctrica– que la pegó con un Post-it y no con un imán en la puerta de su nevera), lo usó como marca páginas en un libro de himnos religiosos. Y entonces más “¡Aleluya!” que “¡Eureka!” (y un tal Alan Amron predicando en el desierto de que en 3M le robaron su idea).

Para 1980, los Post-its eran saludable epidemia y estaban en todas partes y en variadas tonalidades y tamaños y formas. El Post-it pegando pero -a diferencia con lo que sucede con buena parte de las relaciones humanas– no desgarrando al despegarse. Los Post-its recordándote todo aquello de lo que no querías olvidarte y que, una vez procesado, se apretaba hasta conseguir una cómoda y funcional bolita de papel a lanzar y embocar en ese cilíndrico cubo de la basura donde, claro, podría transcurrir la secuela jamás redactada de esa novela que jamás escribirá Rodríguez.

TRES De ahí –serendipia de bajo, bajísimo voltaje– el que Rodríguez se desquite escribiendo cada vez más Post-its. El Post-it (utilizado por muchos artistas como material inspirador y por los editores de la revista Esquire para, en 1989, plantar un infame y polémico y literario “Árbol de la Fama” y poner a cada uno de los escritores de USA en su sitio, desde lo más alto a lo más bajo; se puede leer su historia en el magnífico y reciente The Accidental Life: An Editor’s Notes on Writing and Writers, de Terry McDonell) como el soporte perfecto en tiempos de post-verdad, piensa Rodríguez. El Post-it sostiene aquello íntimo e importante que no se quiere olvidar frente al tweet supuestamente ingenioso y público e inmediatamente olvidable. El Post-it es permanente y estable y reflexivo Dr. Jekyll. Y el tweet es efímero y volátil y atropellado y atropellante Mr. Hyde. Y así nos va: se escriben cada vez más tweets y menos Post-its. Y el que las comunicaciones de los políticos del ahora pasen por la electricidad apantallada y no por el papel enmarcable sólo pone en evidencia de que se puede decir cualquier cosa y con la más absoluta impunidad porque, bueno, todo el mundo lo hace. El tweet permite y disculpa el afirmar lo que sea sin la obligación de disculparse luego. El Post-it, en cambio, es la versión nada masoquista pero igualmente autoflagelante de ese nudo alrededor del dedo de nuestras memorias mientras, ahí fuera, todos utilizan ese índice para teclear señalando con mala educación y peor ortografía porque, sí, ahora los errores en la escritura son rasgos de estilo. Rasgos poco atractivos, se dice Rodríguez. Nada que post-itear de ahí. Sí, en cambio, la felicidad íntima de que todos parezcan tan felices ante el incuestionable Premio Cervantes a Eduardo Mendoza o la preocupación de -de aquí en más, subiendo a un avión-tener que preguntarle al piloto si se acordó de llenar el tanque. Lo que lleva directamente a Rodríguez a un titular de periódico que no sabe si post-itear y pegar o recortar e imantar. Ponerlo ahí, en esa puerta helada, junto a fotos de familia y lista de compras y facturas por pagar y leer “La sonda de ExoMars se estrelló porque pensó que ha había aterrizado”. Y decirse que uno se siente así desde hace tanto: más estrellado que aterrizado. Y buscar y encontrar un nuevo Post-It y, mejor pensar en las cosas realmente importantes de la vida.

Escribir allí “Falta leche”.

No es un mal comienzo para un novela interminable, se dice Rodríguez.