Me levanté temprano. Salí sin desayunar. Cerré la puerta con cuidado para no despertar a mis perritos. Crucé la avenida. Atravesé la plaza en diagonal. El rocío, que persistía aún a esa hora de la mañana, me humedeció los mocasines de gamuza. Decidí apartar toda preocupación y encarar los arcanos del destino a como diera lugar.

Al llegar una chica muy simpática me sonrió con todos sus dientes jóvenes y resplandecientes y me entregó un sobre lleno de garabatos con pretensión de firmas. Abrí la puerta y entré, arriba de unos bancos escolares una serie de papeles con nombres impresos en negrita me hacían señas desvergonzadas con la sola intención de seducirme. Me acerqué a un banco. Cuando el papel elegido advirtió mi intención comenzó a hacer guiños con toda la cara y a sostenerse la panza que temblaba de risa, yo lo tomé amorosamente, lo doblé con cuidado de no dañarlo y lo introduje en el sobre. Él cesó en su risa convulsiva y se mostró dócil y agradecido. Salí, se lo mostré a la chica simpática de los dientes brillantes, los que la acompañaban me miraron aburridos y somnolientos. Lo introduje por la ranura aprovechando que parecía distraída pero se cerró de repente con intención de morderme, por suerte yo, que siempre tuve buenos reflejos, alcancé a poner mis dedos a salvo con un rápido movimiento retráctil. La chica volvió a sonreír, me hizo firmar un papelito celeste y me devolvió el documento que, antes de entrar al cuarto donde esperaban impacientes los papeles sobre los pupitres, me había solicitado. Me fui feliz, como suele estar feliz quien ha cumplido con su deber.

A la salida me topé con mucha gente que iba llegando para cumplir con el mismo trámite que yo acababa de terminar. Vi sus caras. Algunos venían con el gesto hosco y meditabundo, otros no dejaban de sonreír, entre estos últimos no faltaban los que daban saltitos de contentos, saludaban a todo el mundo a voz en cuello y hasta batían palmas ruidosamente. Yo me sentí contagiado por tanta alegría y también empecé a saludar agitando las manos y vociferando mis buenos días hacia los cuatro puntos cardinales, a algunos, incluso, los abracé, del impulso de besarlos en la boca me contuve a duras penas. En fin, que me fui de ahí bastante contento y optimista.

Llegué de nuevo a mi barrio, volví a cruzar la plaza en diagonal, ahora en sentido contrario al de la mañana temprano y, como el rocío aún no se había secado, volvió a humedecerme los mocasines de gamuza. Crucé la avenida, llegué a la puerta de mi casa. Apenas entrar, Malevo se paró sobre sus patas traseras, apoyó sus manos sobre mis hombros y, luego de darme un lengüetazo en la mejilla derecha, me preguntó al oído ¿lo hiciste, Roberto, metiste el sobre como yo te dije? Si, Male, dije, tengo la costumbre de apocopar así su nombre para que parezca menos agresivo porque, aunque es buenito, su tamaño asusta a la gente, lo hice, Male, lo hice. Bravo, dijo él, luego se dio vuelta y dirigiéndose a Milonguita que estaba en un ángulo de la pared del living, dijo, cumplió, hermanita, Roberto cumplió, quedate tranquila. Milonguita ladró un suspiro de alivio, se sentó sobre su cuarto trasero y levantando las manos se puso a aplaudir. Cómo quiero a estos chicos, los quiero tanto que, previendo que pueden morir antes que yo, quiero que tengan cría, todas las que puedan, mi deseo más ferviente es ése, que tengan muchas crías, pero ya van algunos años y unos cuantos celos de Milonguita y nada. Si para dentro de un tiempo prudencial este vago de Malevo no la deja preñada creo que los voy a hacer clonar. Esto lo pensé pero no se los dije todavía, no quiero amenazarlos ni crearles preocupaciones que quizás no tengan fundamento. Veremos.

Bueno, chicos, estoy cansado, me levanté muy temprano, ya saben que los domingos duermo hasta más tarde, así que me voy a acostar para completar mi sueño. Vaya tranquilo, Roberto, dijo Malevo, nosotros quedamos de guardia. Milonguita ladró un sí de lo más seductor mientras miraba de reojo a Male. Me fui a dormir con alguna esperanza, quizás esta vez se cumpliera mi más caro sueño.

Me senté al borde de la cama, me quité los zapatos, un asco, totalmente sucios, manchados y embarrados. Con lo que yo quiero a estos mocasines y con lo que me cuesta conseguir un número que calce bien en mis pequeños pies. Algunos en el secundario se burlaban de mí por eso. Mirá, que te vas a caer, cuando caminás parece que vas bailando, te falta base de sustentación para tanta pirueta ¡ojo! me decían, pero a mí no me preocupaba entonces ni me preocupa ahora ¿acaso Napoleón no tenía los pies pequeños? es un rasgo compartido por la gente superior, de eso estoy bien seguro. Me desvestí y me recosté sobre mi lado derecho que es el modo de garantizarse buenos sueños, los chicos quedaron de guardia en el umbral del dormitorio. Dejen eso y vayan al patio a fornicar, pensé.

Camino por la avenida con cuatro cachorros en los brazos, a dos los llevo en el brazo derecho y a dos en el izquierdo. La gente se para a mirar, algunos se acercan y les dan palmaditas en la cabeza, otros se limitan a mirar con simpatía y aplauden, unos poco se cruzan de vereda, a esos los ignoro, a los primeros los saludo con una sonrisa. Caminando inquieta a mi costado viene Milonguita, creo que tiene miedo de que se me caigan los perritos, tranquila, le digo, está todo controlado, pero no se tranquiliza, en fin, así son las madres. Nos sigue de cerca Malevo que va mirando serio hacia los cuatro costados, de vez en cuando, gruñe, está en su papel de padre protector.

 

Llegamos al consultorio del veterinario, quiero mostrarle el fracaso de su pronóstico, fue él quien me dijo que la procreación de esta pareja no iba a ser posible. Son hermanos, me dijo, la naturaleza impondrá una barrera genética, evitará la degeneración que podría producirse en la progenie a causa de la consanguinidad. Ahora verá lo erróneo de su profecía. Pero ¿qué dijo él, después de deshacerse en elogios y babearse de gusto por la belleza y la salud de estos cachorros? Bien, apenas supo que eran los hijos de Malevo y Milonguita y por no desdecirse de sus dogmas, esto dijo: Bueno, será mejor esperar y estar alerta, cualquier tara o deformidad puede aparecer sorpresivamente, no hay que confiarse. Me hartó el tipo, así que ahí nomás mandé decapitarlo (ese poder me había sido delegado por las fuerzas celestes). Encargué a Malevo que lo llevara a casa del verdugo. Él tiene su sala de ejecución en la trastienda del taller de carpintería que antes usaba como fachada para ocultar su verdadera vocación, ahora, con mis nuevos poderes, eso ya no era necesario pero él lo conservaba así por razones románticas y sentimentales. Mientras tanto yo salí del consultorio del veterinario y seguí mi camino con los cachorros, la gente siguió aplaudiendo. Llegamos de vuelta a casa, Milonguita se puso a amamantar a sus hijitos, una escena que me enternece como ninguna otra cosa en el mundo. Al rato volvió Malevo, la orden ya ha sido cumplida, dijo, pero el verdugo ha insistido en quedarse con la sangre para hacer unas morcillas que piensa darle de comer a su gato y es por eso que no he podido traerte la botellita en prueba de la ejecución, tal como habíamos quedado. Lo tranquilicé, la verdad es que no dudo de la palabra de Malevo. Me agradeció con un lengüetazo que dejó una huella húmeda y áspera en mi nariz, yo le di unas palmaditas en la cabeza. En eso Milonguita llegó corriendo, hay unos ruidos raros afuera, dijo. De pronto estuve junto a la ventana, la abrí. Un grupo de personas que rápidamente se iba agrandando y amenazaba con convertirse en multitud, iba llenando la plaza, llevaban carteles, pancartas y banderas, atronaban sus gritos de rabia, quise saludar mostrando toda la simpatía de la que soy capaz pero empezaron a silbar y a alzar sus puños en señal de amenaza. Cerré la ventana. Pensé en el gato ¿seguirá teniendo ganas de comer morcillas? Me di vuelta para el otro lado.