Cada vez que en Estados Unidos se le pregunta a alguien por qué se independizó Texas en 1836, la respuesta salta by default: “por las diferencias culturales con los mexicanos”. Cuando hemos demostrado con documentos que la ilegalización de esclavitud por parte de México fue la razón central del conflicto, se continuó insistiendo en la incompatibilidad de las culturas, antes de pasar al argumento ad hominem.

Por 1836 y hasta la Segunda Guerra Mundial (cuando el nazismo perdió su prestigio en Occidente), no se hablaba de culturas sino de razas incompatibles. No por parte de los mexicanos, sino de los políticos de Texas y sus aliados, los estados esclavistas del Sur.

¿Cuál era esa supuesta "diferencia cultural"? Según el cliché, los estadounidenses luchaban por la libertad, para liberarse del despotismo mexicano―no por la libertad de esclavizar a otros. El mito de películas como El Alamo no nació en 1960 sino en la prensa esclavista durante la rebelión de secesión de Texas contra México.

Cuando Texas escribió su constitución en 1835, se apresuró a establecer que la esclavitud no era una cuestión debatible. La mayoría de los votos que la aprobaron era de inmigrantes ilegales que habían llegado a México en los últimos dos años, en una desesperada carrera de colonización, cuando los mexicanos entendieron que no bastaba con regalarle tierras y exonerar de impuestos a los colonos del norte para que cumplieran con las leyes del país y liberaran a sus esclavos. Los rancheros que apoyaron a los colonos anglos también fueron despojados de sus tierras y expulsados “a su país” una vez que se completó el proceso de independencia. Las familias tejanas, como luego las familias del resto de los actuales estados del Oeste de Estados Unidos que llevaban siglos en esas tierras, fueron deportadas como extranjeras. Otra ola de deportaciones de estadounidenses ocurrió un siglo después, durante la Gran Depresión, por las mismas razones: por hablar español o por tener caras de mexicanos.

Cuando James Polk y los senadores de los estados del Sur esclavista inventaron la guerra contra México, el objetivo declarado fue no mezclarse con esa raza inferior. Según el senador Calhoun, “ni en sueños hubiésemos aceptado integrar en nuestra Unión otra raza que no sea la caucásica; el nuestro, señor, es un gobierno de la raza blanca, de la raza libre”. Los mexicanos fueron despojados de sus propiedades, criminalizados como bandidos y expulsados como invasores. Mientras, en Washington los esclavistas sumaban más estados y más representantes a la Unión, rompiendo el balance en el Congreso, en contra de los representantes y senadores antiesclavistas del norte.

Las diferencias culturales no fueron un obstáculo para tomar estados más poblados, con más de dos siglos de tradición hispánica. Se convirtieron en un obstáculo inventado para negarle el derecho a voto a estados como Nuevo México y Arizona hasta 1912, cuando la raza y la cultura hispánica ya no eran mayoría.

Más tarde, cuando un mexicano o centroamericano pobre llegó al país donde se imprimía la divisa global para trabajar y aportar a la economía de este país, fue automáticamente criminalizado con narrativas en conflicto con los datos, como el aumento de la criminalidad o la parasitación del Estado. Esos mismos pobres que huían de la brutalidad de las dictaduras del Sur, todas apoyadas por las trasnacionales estadounidenses, como la UFCo (Chiquita), TexaCo, Standar Oil, ITT o Pepsi y los ya reconocidos complots criminales de la CIA. Los mismos que entrenaban a paramilitares que sembraron con montañas de muertos esos países del Sur, luego volvían a Estados Unidos a “defender nuestras fronteras” de aquellos que venían a invadirnos con sus hijos en brazos. Porque éste es El país de las leyes. Nuestras leyes, que también se aplican al resto del mundo.

Ahora, cuando los inmigrantes pobres (si son pobres son ilegales) que han vivido aquí por años, por décadas, o los descendientes de aquellas familias mexicanas que estuvieron aquí por siglos mantienen sus tradiciones no anglosajonas, automáticamente surge la sospecha o la acusación de no asimilarse a “nuestras costumbres”. Ningún inmigrante está amenazando con una secesión de Estados Unidos “por incompatibilidad de culturas”, sino aquellos que están en el poder político y que repiten orgullosos las falsedades históricas sobre la independencia de Texas o la Toma de la mitad del territorio mexicano, incluso hasta el extremo de provocar no sólo violencia política y moral constante, sino matanzas como la de El Paso en 2019. Entonces, el asesino argumentó estar defendiendo a su país de una invasión de hispanos, al tiempo que denunciaba los peligros de la integración cultural y racial, exigiendo asimilación o deportación. El asesino no fue el primer culpable de esa tragedia (ya que es un individuo con problemas psiquiátricos, algo que no es propiedad exclusiva de Estados Unidos); es el producto de una narrativa de odio de aquellos políticos que se benefician de la demonización de las minorías que, además, ni votan ni tienen lobbies. Aquellos que, como en tiempos de la esclavitud, en nombre de la libertad prohíben libros y criminalizan a los críticos. Exactamente como hacían los estados esclavistas y hasta la misma Confederación, la que protegió en su constitución la libertad de expresión hasta que ésta comenzó a ser ejercida por los verdaderos críticos del sistema.

En 1936 Texas se separó de México para reinstalar la esclavitud. En 1860 se unió a las fuerzas separatistas contra la Unión por la misma razón: para mantener su derecho a esclavizar a otros seres humanos. En ambos casos se alegó “diferencias culturales”. El divorcio entre la realidad y el discurso mitómano es tan poderoso que hoy los partidarios de la Confederación, el único grupo que estuvo a un pelo de “destruir este país”, se presentan como los campeones del patriotismo. Tal vez en algo tienen razón: el patriotismo supremacista es amor propio proyectado en símbolos a un pedazo de tierra y odio a la gente que lo habita. Las leyes, los discursos y los acuerdos están ahí para servir a poderoso del momento. Como siempre ocurrió con los pueblos nativos, con los salvajes de aquí y los negros de más allá, las leyes y los tratados los escribimos nosotros y los rompemos cuando dejen de beneficiarnos.

El 22 de octubre de 1836, en su discurso inaugural como primer presidente de la República de Texas, Sam Houston volvió a la tradición de negar la realidad con la fuerza fanática y arrolladora de la ficción política que se repetirá por los siguientes doscientos años: “nuestros enemigos se han opuesto a todos los principios de la guerra civilizada: la mala fe, la inhumanidad y la devastación marcaron su camino de invasión. Nosotros éramos un pequeño grupo que luchaba por la libertad. Ellos eran miles, bien equipados, munidos y aprovisionados, que buscaban ponernos cadenas o extirparnos de la tierra. Sus crueldades han provocado la denuncia universal de la cristiandad... Pero el mundo civilizado contempló con orgullosa emoción la conducta que tanta gloria reflejaba la raza anglosajona”.