Lo primero que recuerdo es que estaba en el fondo del pozo. Una explosión había hechos añicos la ciudad en la que vivíamos.

No recordaba cómo era, con quienes vivía, no recordaba ni siquiera mi nombre.

Estuve en el pozo muchos días, la sangre no paraba de manar. No tenía la voluntad para intentar treparme. Tenía hambre y estaba cada vez más débil. Sabía que no podía esperar más. Tenía que hacer el esfuerzo porque me estaba desangrando. De manera que fui clavando mis dedos sobre las paredes del pozo y de a poco fui ascendiendo. Mientras lo hacía iba escuchando sonidos, que cada vez más se iban trasformando en voces. Todos tenían la necesidad de hablar. La necesidad de expresar el propio dolor nos impedía escucharnos.

Por momentos cavábamos túneles, siguiendo el eco de las voces que escuchábamos, y fuimos armando madrigueras, y a medida que lo hacíamos fuimos tejiendo el entramado de palabras que nos permitían entender algo más acerca de lo que nos había pasado:

 

Dios aburrido sangre entre nosotros.

Nidos en las nubes,

los tragó de un bostezo.

Arte mutilado

Suicidas frustrados.

Desierto

 

Al parecer, en la profundad del cielo, un Dios desquiciado había tomado el poder. Sabía que para gobernar debía debilitar todas las creencias. Extender el nihilismo, enfermarnos, generar una epidemia de tedio. Que ya nadie creyera en su propia fuerza. Que no se pudiera crear. Había que exterminar a los artistas. El arte debía llegar a considerarse una pérdida de tiempo, porque no generaba dinero, porque era inútil. Una vez que se lograra todo eso, ya pocos soportarían la vida, con lo cual prácticamente todos comenzarían a pedirle a él permiso para vivir.

Las puertas de las Iglesias estaban abarrotadas de gente. Había que hacer varios días de cola para poder participar de las misas. Se empujaban, se daban codazos, se insultaban, para poder entrar primero. Yo no quería participar de todo eso. Yo no quería vivir así. Yo ansiaba otro mundo para mí. Me angustiaba y era desesperante escuchar siempre la misma oración:

“Eficiencia, estamos así porque la gente quiere comer, y eso es demasiado caro. Eficiencia, estamos así porque la gente quiere crear, y no aceptar la realidad. Eficiencia, estamos así porque no se privatizó el cielo, que es tuyo, mi señor. Perdónanos señor por querer vivir. Perdónanos por existir”.

Nos quedaban muchas dudas. Queríamos saber todo lo que nos había pasado, porque le temíamos al presente. Pero un día descubrimos que ya no tenía sentido tratar de reconstruir totalmente nuestro pasado. Nos dimos cuenta que si construimos el futuro tal vez el pasado estuviera allí. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Cómo juntar todas las manos, acostumbradas a cavar solas durante tanto tiempo para sobrevivir?.

Las excavaciones continuaban, los brazos estaban agotados, pero lograban, cada vez que sacaban un puñado de tierra, darle sentido a tanto sacrificio. Llegó un momento en que muchos no pudieron más. Ya todos habían llegado en algunos casos a la superficie, pero cuando lo hacían una tormenta implacable los arrastraba, llevándose a algunos de ellos, que nunca pudieron regresar. Se hacía cada vez más necesario emerger a la superficie, y avanzar hacia el futuro. Pero ¿cómo poblar ese desierto que se extendía sobre nuestras madrigueras, bajo la espada de un Dios lista para atravesarnos a todos, cuando osáramos emerger del todo?.

Comenzamos a salir de noche, cuando Dios dormía. Él sabía que algo estábamos tramando, de manera que antes de cerrar los ojos, dejaba el camino minado. Nosotros avanzábamos y las bombas explotaban. Dios no quería matarnos, lo que pretendía era algo peor: herirnos, llenar de dolor y sangre nuestro futuro, dejarnos inválidos de por vida, porque sabía que eso era peor que matarlos. Muchos, trémulos de pavor, veían a sus compañeros gritando todo el día de dolor, y dejaron de emerger a la superficie. Le teníamos terror al sufrimiento. Hasta que una idea se extendió entre nosotros. Quedar inválidos era un orgullo, comenzaba a tener sentido. Porque era la marca de los que asumían la guerra, para darles a todos una ciudad en la que se pudiera vivir. Los heridos comenzaron a transformarse en nuestros héroes.

De noche, sin poder ver, avanzábamos dejando huellas. Al costado del camino iba quedando la tierra o el barro, que soñaban los heridos que ya no podían emerger. Cuando Dios se despertaba, y veía los avances, se desmoralizaba cada vez más. Cuantas más bombas hacía detonar, y más heridos generaba, más avanzaba el deseo, mas turbulentos eran los sueños, más sed de futuro teníamos: los lisiados gobernaba la creación.

Pero también ocurría que muchas noches el frío era insoportable. A medida que nos acercábamos a la superficie teníamos que lidiar con la escarcha, resbalosa. Intentábamos afirmarnos hundiendo las uñas en ella pero nos resbalábamos, nos caíamos. Y entonces había que volver a empezar. Pero otra vez nos caíamos, y otra vez a volver a empezar. Y otra vez, y otra vez, hasta que algunos, lastimados, quedaban extenuados, y se tiraban en el fondo del pozo. Hoy no cuenten conmigo, decía uno. Conmigo tampoco, decía otro. Pero al mismo tiempo se escuchaban las voces de los que trepaban, que alentaban a sus compañeros, entonces recordábamos que no estábamos solos, que se habían agotado nuestras fuerzas individuales pero que el espíritu colectivo estaba intacto, y que la ciudad del futuro dependían de él. Así fue como comenzamos a hablar de esa ciudad todas las noches, cuando se agotaban nuestras fuerzas. Pasó mucho tiempo sin que podamos ver la ciudad. Hasta que hace algunos días, de repente, uno de mis hijos, después de jugar a perderse entre los laberintos subterráneos, emergió a la superficie, y sus ojos, consternados, llenos de brillo, se abrieron como nunca antes, señalando con su dedo una casa de barro que se había formado con la tierra de nuestras excavaciones. Otros niños se acercaron, y cada uno señalaba cosas distintas: calles, arboles, plazas, toboganes, escuelas, hospitales, autos, juguetes de todas las formas y colores. Yo no tenía palabras para decir lo que me estaba pasando, al verlos a ellos tan felices. Era la única mujer que quedaba. Fue en ese momento que comencé a escribir. A la ciudad del futuro, que ya era presente, le puse el nombre. Y los niños, en malones, salieron a jugar. Dios, viéndolos tan pletóricos de vida, comenzó a descreer de si mismo (se hizo ateo), rindiéndose a los pies de nuestros niños, y les pidió por favor que fabricáramos una tumba de barro para descansar en paz.

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