Un plan. Hay un plan. En medio del barullo en redes, de la confusión mediática, de la agresión sobre la ciudadanía, la proliferación de artículos en el proyecto de ley y en el decreto de necesidad y urgencia, a veces parece olvidada la estructura misma del plan. Que es sencillo. Lineal. Forjado en un escritorio o en la máxima de las abstracciones. De esos planes que dicen: dos más dos son cuatro. Y si en lugar de dos hay nueve, entonces hay que liquidar a siete, para que sumados a los otros dos, la cuenta dé cuatro. Planes de escritorio, de red social, de usina de marketing. Planes que suponen que no hay historia, ni conflicto, ni organizaciones sociales, ni personas afectadas. Y que si las hay, se puede hacer tierra arrasada: Un desierto para el liberalismo global.
Ahí está: un plan que desertifica. Que declara que hay desierto o ilusión o farsa, allí donde hay fuerzas reales, existencias concretas, vidas. Un plan que debe reprimir lo que niega que existe, como intenta hacer con el carnaval o la alegría popular.
Ese plan tiene como motor la destrucción de la economía general. Del salario, de la jubilación, de las cuentas de las instituciones, de las de las pequeñas y medianas empresas, de las cooperativas. Plan destructor, para que lo que imaginó como premisa antes de iniciarse, se convierta en su resultado. Plan licuadora, dicen. Lo que entra al pequeño electrodoméstico es nada menos que los ingresos de las clases trabajadoras. No sale un jugoso líquido frutal, sino el amargo rezumar de la escasez. Nunca me gustaron los cantos de elogio a la licuadora, ni siquiera los que surgían de la movilización feminista. Prefiero otros combates.
Ahora la licuadora se revela en su puro operar de destrucción. Entran los billetes intercambiados por nuestro trabajo -¡nuestro tiempo, nuestro esfuerzo!- para salir una baba insuficiente. Lo hacen a propósito, lo declaran, lo festejan. Incluso celebran que al electrodoméstico entren los ahorros dolarizados. Verde, que te quiero verde. Del dólar a la yerba secada al sol. Una población sin ahorros y sin ingresos, cada vez más empobrecida. Salvo, claro, los millo, que no dejan de festejar y derrochar.
Un plan. Tienen un plan. Que implica declarar la guerra a la población, incluso sus votantes una vez que van advirtiendo de qué se trata -aunque algunxs son más bien remolones. Un plan que tiene por horizonte una sociedad polarizada entre pobres bien pobres y sin derechos, y ricos a los que les sobra la energía para bardear en redes sociales -como bien se ve en el arco que va desde el dueño de la red X hasta el que inventó un servicio de envíos y se cree, por eso, un Oppenheimer.
Un plan. En ese plan sobran la universidad pública y el sistema científico-técnico. Se dan el lujo de cerrar el semillero de la ciencia -el sistema de becas- y de desfinanciar las universidades. Porque cuando dicen que imaginan un futuro alemán en varias décadas, es más bien para avisarnos que hay que pasar por el momento nazi. Hoy, a cerrar universidades con el grito de ¡no hay plata! ¿No hay plata o hay plan que requiere de esa falsedad para llevarse a cabo?
Hay plan que se justifica en ese grito. Y parte fundamental del plan es borrar la fenomenal experiencia de la educación pública en Argentina. De la ley 1420 hasta la gratuidad universitaria. En lo que tienen y procuran de experiencia igualitaria. Que no es todo, que no alcanza, que a veces lo hace a tropezones. Pero que está en el horizonte y organiza prácticas e instituciones y no deja de modificar la vida de miles de personas año tras año.
Una universidad, la institución educativa que más conozco, es esa posibilidad de torcer destinos, de inventar vidas, de crear condiciones mejores para las personas que la habitan y también para las que no están en ese ámbito. Lo hace cuando forma mejores profesionales y mejores docentes, cuando investiga y produce, desde una modificación tecnológica a un saber médico, cuando provoca modos más sensibles de tratar lo existente y fortalece al cuidado de los bienes comunes. Una universidad es la institución en la que se apuesta, de un modo quizás alocado, a un porvenir más promisorio para toda la sociedad. Pero que también crea torsiones fundamentales en las vidas populares.
Simón Rodríguez pensaba que no había libertad sin educación popular. Que no había real proceso independentista sin construcción de “gente nueva”, porque de esa “gente nueva” “no se sacarían pongos para las cocinas, ni cholas para llevar la alfombra detrás de las señoras”. Sin educación, la servidumbre es el destino de las masas. Hoy estamos en una situación en la que una servidumbre voluntaria surgió de la maceración tecnologizada de discursos y núcleos ideológicos. Y desde esa provisoria mayoría electoral decide dar por finalizada la larga historia de búsquedas de mejores condiciones para que exista, efectivamente, la libertad.
Se percibe que parte del plan es destruir la lengua: llamar libertad a la condena a la servidumbre -porque sólo nombran libertad la acción del mercado y para lograrla no trepidan en extender la acción de fuerzas represivas-; nombrar opresión a los modos en que esta sociedad procuró generar instancias de igualdad; considerar adoctrinamiento a la apelación a modos críticos de la lectura y el pensamiento.
En ese plan de destrucción, una universidad puede sustituirse por un curso a distancia, festejado en el reino de la virtualización, donde alguien cursa mientras apuesta online; y un medio público de comunicación compararse con la brutalidad empresarial de una red social. No se trata de ahorrar, como se enuncia con el grito de no hay plata. Se trata de una reconfiguración más profunda, que pretende dinamitar las posibilidades mismas de esa bifurcación afortunada, tanto para las vidas personales como para la existencia de un país. Porque si una trayectoria vital puede transformarse en el pasaje por la educación; un país puede ser más que sede de la explotación extractivista de sus bienes, para crear ciencia, industrias, cultura.
En el plan trastocador dicen que el país es pobre para ocultar sus enormes riquezas -esas que lo vuelven apetecible sin más, pero también las que nos esforzamos en crear cotidianamente-; y en el mismo sentido afirman que quieren hacerlo rico cuando despliegan todo el arsenal para empobrecerlo de modo inédito. Es difícil confrontar un plan así, que todo lo enmascara y todo lo banaliza, porque está conducido a la vez por la desnuda racionalidad del capital concentrado y la alocada ensoñación de un siervo gozoso.
Estamos a días de empezar las clases en todo el sistema educativo. A días de encontrarnos en las aulas. No dejo de pensar, siempre, con un poco de temblor ese momento: ¿podremos construir una conversación, componer un saber, encontrarnos, quienes provenimos de generaciones diferentes? Nunca empiezo las clases sin esa preocupación, quizás porque mi vida se transformó enteramente al llegar a la universidad pública y querría que cada persona que encuentre en ella también sea tocada por esa posibilidad alegre y exigente. Este año, a ese temblor, se le suma que, a esas instituciones, el plan les declaró la guerra. Les quita recursos, les niega condiciones de financiamiento.
El plan, frente a las universidades, no es menos oscuro y paradojal que frente a todas las riquezas sociales y públicas. Las quiere despojar de su corazón vital ahogándolas financieramente. El latir que quiere apagar es la disposición colectiva a vivir en libertad. Defender nuestras universidades es defender la libertad. De pensar, de crear, de vivir. Porque el plan, mientras cacarea en nombre de la libertad, pone el huevo de la servidumbre.