Ni el más optimista de los espectadores imaginaba una película como Nueve Reinas. En la previa del estreno en la Argentina no había indicio alguno para suponer que la ópera prima de un asistente de dirección de 41 años, con apenas dos cortos de su autoría filmados durante sus épocas de estudiante de cine y protagonizada por dos actores con antecedentes de galanes televisivos sería un clásico instantáneo del cine nacional. Un cine cuya ala más comercial que encontraba sus éxitos principalmente con comedias familiares filmadas a puro desgano mediante las herramientas más básicas del lenguaje televisivo (Un argentino en Nueva York, Papá es un ídolo, Esa maldita costilla, Apariencias y sigue la lista), mientras la crítica se desvivía señalando a una camada de directores jóvenes que empezaba a llamar la atención en el exterior y que tiempo después quedaría nucleado bajo la nominación de Nuevo Cine Argentino.
Lanzada a fines de agosto de 2000, Nueve Reinas volverá a los cines este jueves en su flamante versión restaurada en 4K para intentar repetir lo que hace casi un cuarto de siglo parecía imposible: satisfacer a los paladares más puristas sin descuidar su raigambre popular ni menospreciar la conexión con un público al que interpeló con una historia demasiado cercana, demasiado real, demasiado nuestra.
El padre de la criatura
Hay algo casi mitológico en la figura de Fabián Bielinsky, cuya muerte repentina, en agosto de 2006, dejó un resabio amargo por todo aquello que podría haber filmado luego de El aura (2005), su segunda y última película. El director conoció el cine antes de tener memoria para registrarlo. Hijo de un crítico amateur, dividió gran parte de su infancia entre la lectura de libros sobre el tema y visitas regulares a la sala Lido del barrio de Belgrano. “Me veía de a dos películas por día. Veía de todo, aunque lo que más se proyectaba en esa época era cine de género: westerns, policiales, comedias. Eso, sin duda, me llevó a mamar (y amar) sobre todo el cine estadounidense”, recordó en una entrevista a este diario en aquel agosto.
El director solía decir que las películas de estafas eran sus favoritas porque, a diferencia de los ladrones, los estafadores tienen como único arma su ingenio. Tanto le gustaban, que lo que sería Nueve Reinas se llamó inicialmente Farsantes, un título algo obvio para una historia construida como una mamushka de engaños en la que nadie es quien dice ser. “Nueve Reinas es la clase de película que siempre me gustó ver. Es como si me hubiera fabricado un juguete a medida, y la verdad es que lo disfruté muchísimo”, dijo.
Pero antes del disfrute hubo sufrimiento. Y mucha paciencia: durante años dedicó los tiempos libres a imaginar una historia que siguiera las desventuras de dos estafadores de poca monta ante la oportunidad de su vida, una idea que materializó luego de que su padre le prestara dinero para que se dedicara sólo a escribir durante tres meses. Las primeras cuatro semanas caminó por su habitación sin parar, hasta que en la quinta finalmente se sentó frente a la computadora. Menos de sesenta días después, por fin, tenía un guion propio. Pero faltaba lo peor.
Se sabe que una película está íntimamente ligada a las posibilidades económicas y técnicas de llevarla adelante. Y Nueve Reinas, por su gran cantidad de escenas en exteriores, no era precisamente barata. Además, solían decirle los productores antes de rechazarlo cortésmente, las historias de estafadores no le interesaban a nadie. Entre quienes le bajaron el pulgar estaban los ejecutivos de Patagonik Films, seguramente muy ocupados con cosas como Los Pintín al rescate o Almejas y mejillones, misma empresa que en 1998 organizó un concurso para guiones.
Bielinsky se anotó sin demasiadas expectativas, pero por esas vueltas inexplicables de la industria, el mismo proyecto rechazado fue elegido entre cientos de participantes por un jurado encabezado por el ex realizador José Martínez Suárez. Fue la luz verde para que se pusiera al comando de una película cuyos costos terminarían muy por encima de lo esperado. Esto porque los productores, que con apenas ver las primeras escenas se convencieron de la valía de su apuesta, hicieron lo mejor que podían hacer: abrir la billetera para ceder, por ejemplo, 20 mil metros extra de película virgen, el doble de lo planeado para todo el rodaje. El resultado es conocido: Nueve Reinas fue un éxito comercial impresionante, con meses de permanencia en cartel, casi 1,3 millones de entradas vendidas y los derechos vendidos para una remake en Hollywood (la muy floja Criminal).
Crónica de un presente agitado
Pero lo más importante es que explotó por los aires la lógica de una industria nacional que aún descorchaba champán por el éxito de Manuelita. La crítica inmediatamente entrevió el fenómeno, catalogando al film como “milagro” y comparándolo, con razón, con los primeros trabajos de ese maestro del policial que es Adolfo Aristarain. Bielinsky mostró en Nueve Reinas una seguridad y una claridad conceptual dignas de un veterano para narrar esta historia que cruza el destino de Marcos (la consagración definitiva de Ricardo Darín), un estafador sin prurito alguno a la hora de mentir, engañar y vender lo que no es, con el de un aprendiz algo más pudoroso (Gastón Pauls). Ambos tienen la oportunidad de sus vidas vendiendo las estampillas del título por medio millón de dólares. No hay que imaginar lo que implica esta suma para alguien que, como Marcos, estafa hasta al diarero.
Ese medio millón de dólares todavía equivalía a medio millón de pesos. El detalle podría ser anecdótico, aunque con los años quedó claro que la de Bielinsky era una película que dialogaba con su contexto de una manera infrecuente para un cine argentino comercial siempre preocupado por desligarse de cualquier coordenada social y política precisa. Aquí está la idea de la riqueza como norte único, el aplastamiento de la solidaridad en pos del lujo, un espacio público en tensión que opera como escenario de una batalla por la supervivencia diaria, como bien demuestra la inolvidable escena en la que Darín le radiografía a su socio la selva porteña (“No los ves pero están. Son descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros, pesqueros, filos…”).
Nueve Reinas es una historia universal a la vez que particular, imposible de despegar del arraigo cultural en el que transcurre. Otro vínculo ineludible con Aristarain: así como uno hizo la mejor película sobre la dictadura mientras ésta estaba en pleno desarrollo (Tiempo de revancha, 1981), el otro filmó la película que mejor captura el aire desesperanzado, de debacle económica pero también moral y ética, del ocaso del modelo menemista. Estas lecturas aparecen en revisiones posteriores, ya que los años, lejos de envejecerla, le agregan tonalidades y matices. A Nueve Reinas, como los buenos vinos, el tiempo le sienta de maravillas. Habrá que ir al cine para ver qué tiene que decir sobre un presente con mucho olor a pasado.