El cuento por su autor

Como conté respecto de otro cuento publicado en este querido Verano 12, desde hace un tiempo a esta parte, y en lo que a escritura se refiere, ando sufriendo una especie de metamorfosis: del texto articulado, al delirio aparentemente inconexo. Digo “aparentemente” porque, en mi costura de ideas, yo lo siento normal. No sé si el resultado es bueno pero, estoy segura, es genuino.

Respecto a la particularidad de esta historia, su origen data de hace por lo menos siete u ocho años, en un viaje que hice a San Juan. Allá, y gracias a un comentario de Sonia, una amiga de mi vieja, una sanjuanina hermosa con un preciso sentido del humor y de la tragedia, apareció el detonante que, si bien no está en el cuento, sí me sirvió a mí para imaginarlo y escribirlo.

Lo empecé en aquel momento y lo terminé hace relativamente poco. “Con vista al mar” salió publicado en República Dominicana el año pasado, en un libro titulado Raíces en tierra seca.

Con vista al mar

Frente a esta casa, hoy apareció el mar.

A las siete de la mañana Oscar se levanta y va a la cocina. Antes de prepararse el té con leche de costumbre, corre la cortina floreada de la ventana y la luz diáfana lo envuelve.

Percibe algo raro. Nada en concreto, pero algo.

Queda absorto en los canteros con malvones que adornan la pequeña galería con alero. Es una de las labores de Elsa, jardinera entusiasta: a un costado y al otro hay malvones. Rojos, blancos, fucsias. Recién después de tomarse ese tiempo de introspección matutina, Oscar abre por fin la ventana como Dios manda, y levanta la vista. ¿Cuánto tiempo mira? No lo sabe él, no lo sabe nadie. Mira el tiempo suficiente para entender que el amanecer de hoy en la vereda de enfrente es muy distinto a otros amaneceres. Nada queda de los juncos y de los arbustos pinchudos. No queda ni un pedacito de la tierra agrietada. Nada se sabe de la hilera de árboles sedientos, cuyos troncos morrudos, durante siglos y hasta ayer mismo, salvaguardaron a aquellos que se animaron a tanto: a caminar. Troncos nacidos y engordados para darle algo de sombra a esta población. Y no solo se trata de los árboles, sino también de los vecinos de toda una vida: esas casas sencillas, con medias sombras y pisos de cemento que hervían las veinticuatros horas del día; esos fondos donde se arrumbaban chaperíos, llantas, parrillas, cactus. Todo eso: ya no más.

Lo que Oscar ve es agua. En realidad, primero está la tradicional calle de tierra alisada y, recién después, olas que van y vienen despilfarrando energía como si hubieran estado confinadas desde que el mundo es mundo en un pequeño dique y de pronto las hubiesen liberado a todas juntas en este lugar. Sí, estas olas tienen fuerza agazapada de siglos.

Hipnotizado con esta monumental vista de agua marina, se le viene a la cabeza el comienzo del Facundo, que tanto tuvo que leer en su época de estudiante. Aunque refiere a otro tipo de paisaje, ahora Oscar entiende la dimensión más empírica de esas palabras: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo.

Va a despertar a Elsa. A gritarle que afuera hay algo tan inmenso que no deja en la lejana perspectiva, justamente, señalar el punto donde el mundo acaba. Camina por el pasillo largo en el que desembocan los dormitorios, hasta que llega al último. Le toca el hombro a su mujer y ella abre esos ojos grandes, acuosos. Si bien en ese hábitat una vaca no resistiría ni un mes, los ojos de Elsa son de estirpe vacuna. Nadie sabe cómo, nadie sabe por qué. Ojos negros y tristes. Pelaje de un solo tono, castaño; corto, para tolerar el clima. Siempre vaca de primera clase, su Elsa de ubres grandes. Oscar se queda mirando a su vaca que descansa recostada. Cuarenta y tres años de matrimonio.

No quiere asustarla, así que sólo le menciona que pasa algo en la cocina y que él no sabe qué hacer. Elsa se levanta y se arrastra con las pantuflas y en camisón, y desanda el pasillo que caminó él.

Una vez en la cocina:

―Mirá –le dice Oscar y le hace señas para que se arrime a la ventana.

Elsa se asoma. Él también se ve tentado y se acoda de nuevo. En menos de un chasquido, ambos quedan envueltos en un silencio ceremonioso, con las dos cabezas encastradas adentro del marco de la ventana. Si alguien los viera de lejos diría que son una pintura al óleo.

― ¿Qué me contás? ―le dice él.

Elsa se toma un tiempo más.

Hasta que da un paso atrás y se desencastra.

Agarra las llaves y abre la puerta de calle. ¿Cuánto tiempo mira ella, en una perspectiva mayor que la que le otorgó la ventana, ese movimiento de agua pesada que sube y baja y que se desarrolla más allá de su casa? ¿Cuánto tiempo se queda respirando el aire húmedo? ¿Cuánto tiempo se deja llevar por ese horizonte incierto? El tiempo necesario.

―No me puedo hacer la sorprendida ―le dice finalmente a Oscar. ―No te quise decir nada, pero desde hace varios días que venía oliendo a sal.

***

En la mañana de hoy, unas pocas nubes hacen acto de presencia. El mar apareció hace tres días, pero producto del miedo Elsa y Oscar aun no salieron de la casa. En unos momentos eso va a cambiar. Elsa tiene anudado al cuello un pareo colorido; por debajo, los elásticos de una malla azul, enteriza. Sombrero de paja, sandalias con base ancha, de yute.

Suena el teléfono.

Ella ni se mosquea porque está terminando de cortar fruta para llevar en la canasta de mimbre y comer sentados en las sillitas plegables, los pies sumergidos. Ahora pela una naranja haciéndola girar y, gracias a su destreza y al filo de la cuchilla, la cáscara sale entera, impecable. Es una experta peladora de naranjas, tiene un don. De un clavo que hay en la pared cuelga la cáscara enrulada de la naranja y el aire se inunda de un repentino olor fresco, un aire en el que de pronto flotan partículas cítricas. Como un alivio. Después, sin chorrear ni una gota de jugo y sin ayudarse de la tabla tampoco, corta con destreza gajo por gajo y los echa en el táper, en donde ya hay trozos de durazno.

El teléfono vuelve a sonar, insisten, y entonces Elsa deja sus tareas de vianda, se limpia las manos en el repasador, va a la sala y atiende.

Oscar está en el baño. Como no salió aun a la calle, no tuvo oportunidad de comprarse una malla nueva y la que tiene es muy vieja y pasada de moda. Se mira en el espejo y evalúa si le sienta bien. Gira para un lado y para el otro, como si en ese medio giro no solo quisiera valorar ese short antiguo sino también el estado de su destreza corporal.

Podría ser peor, pensaría alguien. Oscar piensa que el short alcanza y sobra para estar en el borde del nuevo mundo y hacer visera con las manos y así evitar la resolana, y mirar las olas que rompen y que llegan hasta sus pies en forma de burbujas efervescentes; inspira profundo y contiene el aire todo el tiempo del que es capaz. Cornalitos. Si no llegaran a venderlos en el restaurante de Susana, si Susana no llegara a aggiornarse, los va a pescar él mismo en los amaneceres, con mediomundo. Después de una vida entera sin tener donde pescar nada, a lo sumo los envoltorios de galletitas y los tetrabrik de vino, vacíos, únicos elementos que cubrían hasta hace unos días la acequia de su casa, acequia que nunca supo ver agua correr por sus venas, zanja más seca que una roca, él pescará cornalitos del fondo del mar, con su mediomundo y el short que ahora luce frente al espejo. Elsa lo esperará con el balde, el sol que asoma, las gaviotas vigilantes. Amaneceres frescos de cornalitos frescos. De regreso en la casa los va a enjuagar, vuelta y vuelta en huevo, en harina, y a la sartén con aceite hirviendo. Su propio cono de cornalitos fritos, una vida a la espera de eso.

¿De qué?

De pescado. De un paisaje que le haga recordar que el trópico existe en algún lado del mundo y que él, Oscar, también forma parte de ese mundo en el que la humedad es tangible como un níspero, o como la mosca que se acaba de posar sobre el espejo del botiquín.

***

Es Viviana, la hermana de Elsa. Le manifiesta su preocupación acerca de que hace rato que Huguito no le atiende el celular. Y si bien Elsa no quiere ser descortés ni desconsiderada con aquellas cuestiones que preocupan a su hermana ―porque si bien no tiene hijos con Oscar, claro que la entiende―, sí trata de hacerle saber que está apurada, que lo único que quiere en este momento es cruzar a su primer día de esta nueva vida. Viviana, eléctrica y ansiosa, y estos últimos días más que nunca, no cuelga el teléfono y además arremete con las mismas preguntas que ya le hizo a su hermana ayer y también antes de ayer: ¿apareció el mar o desapareció todo lo otro? ¿O las dos cosas? Elsa le repite lo mismo que le dijo ayer y antes de ayer: las dos cosas. Viviana se toma un momento antes de arrancar con la siguiente frase, pero Elsa aprovecha ese brevísimo silencio, se excusa y corta. Luego va al baño y le dice a Oscar que se apure de una vez, que si sigue mirándose en el espejo van a perderse todo el día.

Con Elsa todavía en la puerta, él abre la canilla del bidet y lo tapa para que se llene de agua tibia. Va a sumergir los pies. Los va a dejar en remojo unos minutos, como hace siempre y desde que tiene memoria, para ablandar la piel de los talones que debido a la sequedad ambiente se asemeja bastante a la piel de chancho: gruesa, dura, seca, quebrada.

―Ayer a la tarde estaba ordenando la piecita del fondo…―dice Elsa que, a la luz de los hechos, se resiste a irse del baño―… me puse a ordenar la cajita de los clavos, cada vez que se necesita algo ya no se puede encontrar nada. De repente escuché un griterío de locos, bocinas que para qué te digo, y me fui adelante a mirar.

― ¿Y?

―Claro, llegué a ver que la gente anda instalada en la calle como si fuera un balneario. Había varios tomando sol, un par que jugaban a la paleta y otros andaban con un tejo. Y los bocinazos eran porque apareció un auto que quería pasar.

― ¿Y?

― ¿Y qué, Oscar? ¿Qué es lo que no entendés? La gente se anda instalando en la calle de tierra como si se tratara de un balneario y los autos no pueden pasar y entonces tocan bocina. Eso.

Elsa ya levantó la voz y su humor parece estar en el momento exacto en que comienza a fluctuar del entusiasmo a los malos modos. Le dice a Oscar que termine de una buena vez con sus cosas así pueden salir y ver de cerca, y como corresponde, cómo es su playa. Por fin gira para irse del baño, pero se frena de nuevo y le cuenta a Oscar del llamado de su hermana: le cuenta que Viviana está preocupada por su hijo, Huguito: trata de comunicarse con él, pero él no le atiende.

― ¿Cuándo fue la última vez que supo algo? ―quiere saber Oscar, sentado sobre la tapa del inodoro, con los pies ya en el bidet.

―Hace cuatro días, un día antes de que nos apareciera todo esto.

***

Son una mujer y un hombre en un mundo que por primera vez les es propio y les pertenece.

Porque los sueños nos son propios y nos pertenecen.

El agua se presenta inmensa y prístina; verde, azul, turquesa, gris plomo. Un agua que bajo los rayos de sol parece vidrio mojado. Y, tal como Elsa vio desde la ventana, en la calle de tierra hay instalados espasmódicos grupos de vecinos. Los dos caminan esquivando gente, saludando con sutiles gestos de cabeza; mientras tanto, en lo hondo se ve a un barrenador, o barrenadora, que ni bien logra pararse en la tabla, se hunde. Y la sensación de Elsa y de Oscar de que nunca más va a emerger, que vaya uno a saber si aquel ser humano internado en lo profundo, sabe nadar; no hay forma de haber aprendido a nadar en un lugar como este.

Oscar clava las dos sillitas sobre la tierra y apoya, alrededor, el resto de los bártulos.

***

Pasaron dos meses desde que ocurrió lo que ocurrió. Luego de esa primera noche en que el mar bravo se llevó todo, al fin y definitivamente el agua bajó hasta estabilizarse en un océano calmo, perfecto para disfrutarlo haciendo plancha. El restaurante de Susana también fue arrasado, como tantas otras personas, cosas y lugares. Susana sobrevivió, pero igual se fue: con su hijo de siete años y unas pocas valijas. Verla partir fue presenciar una autopsia y, a la vez, un alivio: resultaba imposible reconocer que en ese terreno hubiera existido su restaurante tan querido; nada permitía identificarlo, como nada permite identificar a un rostro desfigurado con ácido. Con el dinero que pudo obtener de la venta del terreno, Susana compró los pasajes para ir a lo de un hermano que vive en el sur. ¿Qué hará allá, de qué vivirá, qué soñará? Nadie sabe.

Tres hombres compraron el predio, una esquina descomunal. Oriundos de otro lado, pisaron por primera vez esta tierra a las pocas semanas del evento, olfateando dinero. Construyeron en tiempo record una nueva confitería en altura, de dos pisos, que a diario se llena de gente. Es grande y luminosa, con ventanales que otorgan una vista privilegiada. Además, y como parte del atractivo, construyeron un muelle que empieza ahí nomás y termina agua adentro. Un muelle que de inmediato se fue convirtiendo en una especie de improvisado club náutico: las personas dejan amarradas sus embarcaciones, compradas y mandadas a traer especialmente. Al día de hoy, hay estacionadas cinco lanchas medianas, dos motos de agua, tres veleros deportivos, cinco kayaks y un bote descolorido y rotoso que vaya a saberse quién lo tenía guardado y por qué.

Al tiempo que el restaurante adquiere cada vez más presencia, y mientras proliferan las embarcaciones en el muelle, en la orilla se puso un carrito de superpanchos y un rudimentario puesto que bien podría ser de choclo, pero no: es de espárragos. Un producto de la zona, si los hay. Sobre dos caballetes, un tablón, y sobre el tablón un recipiente conectado a una garrafa petisa y regordeta. Los espárragos se sirven en una pequeña bandeja de aluminio y, así, pancho y espárragos degusta el cliente mientras se quema el paladar porque tiene hambre y no aguarda a que se enfríen un poco, y mira cómo otros, porque siempre son otros, hacen surf.

La confitería siempre full, el muelle, las embarcaciones, el carrito de superpanchos y el puesto de espárragos arman una unidad que no solo es un éxito rotundo para los lugareños, sino que se volvió la vedette de la zona a la hora de atraer a gente de los alrededores.

Respecto a lo acontecido, hay hipótesis varias que circulan en voz baja, con cierto recelo. Todos allí duermen, despiertan, desayunan, trabajan, hacen listas de compras, anotan tomate, lechuga, limpia pisos, protector solar, fósforos, a veces anotan directo las marcas, Hawaian Tropic, Pinolux, Tres Patitos; de todos esos asuntos se ocupan mientras, como quien no quiere la cosa, surgen los rumores. Habitantes y visitantes parecieran debatirse y tensionarse entre el especial interés acerca de la contingencia, y la amenaza de que algo de ese interés termine por poner en jaque este sorpresivo lifestyle. Digamos: no vaya a ser que, tanto va el cántaro a la fuente, que la fuente se rompa. Debe reinar el equilibrio: en una hipotética balanza, el platillo del desinterés debe permanecer en la misma y exacta línea que el platillo en donde se agudizan los oídos para dar con algo que explique qué pasó, algo que explique la razón de ser de ese almuerzo maravilloso de panchos y espárragos que, en pocos minutos más, bajo el sol del mediodía que pega en el océano y enceguece hasta al más ciego, está por acontecer para cada uno de los bañistas que allí se encuentran lagarteando.

***

Es noche cerrada. La luna brilla, ilumina tanto que resultaría inadecuado decir que la noche es oscura. Las embarcaciones oscilan a un lado y al otro, una decena de embarcaciones que se mueven y chapotean y salpican. No vuela ni un ácaro. En el muelle solo deambula el hombre de seguridad que contrató la confitería: César.

Él no es estrictamente de por acá sino que viene de un poco más allá: su casa natal está a varios kilómetros, hacia ese lado donde antes lucían las montañas orondas, y ya no. César, casi cincuenta años bien llevados, pelo negro, abundante, cuerpo torneado, camina ida y vuelta por el muelle que se bambolea como si se tratase de un puente flotante. Es que si bien los pilotes que lo sostienen son varios, equidistantes unos de otros, él cree que el problema radica en la profundidad a la que fueron instalados, él cree que la parte del pilote que está sumergida es poca y no alcanza para dar estabilidad a semejante estructura. Además, el puente está demasiado alto, hasta un ignorante podría darse cuenta. Acerca de todo esto reflexiona César, no solo esta noche sino cada noche que camina por ahí y le agarra miedo de que se desmorone todo. Es cierto que él no entiende absolutamente nada del tema de la construcción, pero cuando camina y siente el bamboleo, se da cuenta de que la persona que construyó ese muelle tampoco entendía demasiado. Quizás se deba a que esta zona no goza de arquitectos, ingenieros, constructores y obreros, conocedores de obras de este tipo.

César abandona sus cavilaciones, se sienta y deja que las piernas le cuelguen; escucha que el agua bajo sus pies llega hasta los pilotes, choca y rebota. Es una noche muy agradable, la brisa de mar entra en las fosas nasales y refresca las vías respiratorias. Si bien su mirada se pierde en el horizonte oscuro, va dirigida al pueblo en el que nació, en el que se crió y vivió hasta hace solo tres meses. El fin del mundo, eso fue lo que creyó que estaba pasando cuando pasó lo que pasó: había llegado el fin del mundo y él, en ese lugar que también era una especie de fin del mundo, estaba siendo parte.

La una de la madrugada. César se adormece. Arrorró, arrorró, duérmase mi niño, duérmase mi sol.

***

Un chapoteo brusco lo despabila. Se inclina y trata de distinguir el motivo que lo trajo de regreso. Se fija en el pilote que tiene más cerca: no hay olas, el mar está calmo. Lo que sí hay es un bodoque. Un relieve sobre el agua que, de acuerdo al envión de la marea, se hunde de a partes y vuelve a emerger. César se acuesta boca abajo sobre el muelle y se estira y extiende el brazo todo lo que puede para llegar a tocarlo. Pero no llega: el muelle mal hecho está tan alto que de seguro se acerca más al cielo que al mar. Se pone de pie, busca un remo del barquito rotoso que está estacionado entre los yates, y con el remo intenta de nuevo: con la punta logra al fin tocar el bodoque. Lo hunde. Es pesado y blando. Aprieta más, lo empuja.

Es Huguito.

Aunque, claro: César ni sabe quién es Huguito.

***

En los días que siguen a la aparición de Huguito, otros treinta y seis cuerpos brotan en la orilla, como si ese mar prístino, verde, azul, turquesa, gris plomo, fuera ni más ni menos que un nuevo Ganges. No sucede lo que en Mar del Plata, Mar Chiquita, San Clemente del Tuyú, no llegan a verse aguas vivas empantanadas en la arena, tampoco huevos transparentes y vacíos, esas cápsulas de cinco, siete centímetros de diámetro de material translúcido y flexible. No. A esta playa no llega nada tan estándar. Después de los treinta y seis cadáveres iniciales que encallan casi todos juntos en menos de un par de días, arriban más: siluetas vagas que germinan del agua salada y que pueden verse sobre la calle de tierra. Uno por acá, otro por allá, uno ahora, otro más tarde.

De los conocidos:

Huguito.

El amigo de Huguito, Daniel, que trabajaba con él y a quien se lo solía ver en el pueblo en sus días libres.

Un primo segundo de Viviana y de Elsa, primo tercero de Huguito, que también trabajaba con ellos. ¿Este no es… René? dice Elsa al mirar uno de los cuatro cuerpos que llegaron, evidentemente, durante la noche. Hace unos minutos, Elsa y Oscar pusieron un pie en el balneario y, como vieron a un grupo de personas reunidas, antes de instalarse con toda la parafernalia playera se acercaron para saber de qué se trataba. ¿Este no es… René? vuelve a decir Elsa. La pinta que tiene René ahí tirado es muy distinta a la que ella guarda en su memoria. Además de que, desde el punto de vista de la memoria, los recuerdos son arbitrarios cuando de eso depende la supervivencia. No, ese no es René, se responde Elsa al encausarse en ese camino de la supervivencia. Pero la memoria la fuerza y así es como recuerda el ojo de vidrio de René y un hecho sucedido hace unos años: René con un vaso de cerveza en una fiesta familiar; René borracho, inaguantable. La pupila del ojo sano que se caía en plena charla y se relajaba, producto de la borrachera, mientras que la pupila del de vidrio permanecía inamovible en medio del globo ocular. Es decir que, mientras un ojo se dejaba llevar por el alcohol, el otro permanecía sobrio y atento. Es, justamente, ese mismo ojo el que ahora la mira fijo desde la arena, cuando lo cierto es que el resto de René está más muerto que cualquier cosa muerta. El ojo es quien la obliga a Elsa, pese a la incomodidad, a asumir que: sí, ese es René.

Las gemelas de unos diez años, que vivían a pocas cuadras de Elsa y Oscar. Evidentemente en el agua volvieron a ser un solo óvulo, porque así es como fueron expulsadas: una encima de la otra, una despatarrada sobre la otra, adherida una a la otra; encastradas como mejillones.

El padre de las gemelas.

***

El mar volvió a crecer. Olas desproporcionadamente grandes arrasaron con el paisaje soñado. De todo lo que había en el pueblo, quedó lo no soñado: solo el sol caliente que aturde y adormece por sobre el agua megalómana.

Por debajo de aquello, arena. Tarde, pero arena suave y perfecta. Arenilla blanca. Una extensión baldía de arena, un desierto sumergido que llegó para devorarlo todo, y purificar.