Fue en honor al orden que el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Jorge Macri, decidió reducir a mucho menos de la mitad los corsos de carnaval en este año en que la tristeza es un lugar común para la enorme mayoría de la población. “Carnavales ordenados”, publicó en sus redes el primo de Mauricio, quien también recurrió a la palabra orden para mostrar sus operativos extraordinarios de limpieza destinados a borrar los rastros de la gente en situación de calle y de quienes “desordenan” la basura en busca de cartones y otros residuos secos que pudieran venderse para pagar comida -también para colaborar en el reciclado que poco y nada importa a Jorge Macri a juzgar por su gestión de la basura.
“Somos la vacación del pobre y la alegría del pueblo, que sale a disfrutar aun cuando tiene poco efectivo”, dijo Christian Evangelista, de la murga Los Chiflados de Boedo, en el portal de la Garganta Poderosa, para sintetizar eso que se recorta por orden del jefe de gobierno quien, subido al fetichismo por el tránsito fluido que comparte con la ministra de Seguridad, redujo un 75 por ciento los cortes de calles en las que ya no se instalaron tablados, ni hubo guerra de espuma, ni chaya, ni risas, ni máscaras, ni disfraces; para que haya menos fiesta popular, menos posibilidades de dejar que el cuerpo se agite con redoblantes y tambores y empuje un poco más afuera a la tristeza aunque sea por esos cuatro días locos de carnaval, la fiesta popular más antigua y extendida por la superficie del planeta.
“No es una fiesta que se concede al pueblo, sino una fiesta que el pueblo se concede a sí mismo”, escribió Goethe sin alegría en El carnaval de Roma, una crónica que le costó escribir porque su ojo burgués no estaba acostumbrado al “ruido ensordecedor”, “al movimiento uniforme”, donde nada se destacaba del todo salvo ese tumulto, ese “círculo del placer que se mueve solo y que la policía dirige con mano blanda”. Pero el escritor alemán hizo el esfuerzo de bajarse del pony para meterse en el corso y entender por qué quién asiste a una fiesta cíclica como esta, como otras fiestas populares -que emulan el día más largo o el más corto del año, que celebran la cosecha o la siembra, la primavera o el verano-, permiten conectar con un tiempo suspendido del cotidiano porque sabe que lo que muere renace. Nuestros burgueses en cambio miran la fiesta con desprecio, con ansia higienista; por eso van a las de “blanco” que se festejan en Punta y a las que Jorge Macri se jacta de asistir.
“Esto es una fiesta”, dijo esta semana Javier Milei para aludir a los números de la economía que nos asfixia, indiferente al dolor de los comedores sin alimentos o nutridos con las sobras que los supermercados no venden. ¿Esto es una fiesta? Qué puede saber de una fiesta quien desprecia lo común, si la fiesta es pura comunidad. Aunque sea efímera, aunque sea por una noche liberada de todo deber ser, aunque sea por los cuatro días de locos de carnaval que por definición es desborde y no orden.
El domingo pasado diarios y portales, todos sin excepción, se llenaron con la misma noticia sobre una fiesta a la que no podían descifrar pero de la que tenían que dar cuenta porque había aparecido ahí Lali Espósito junto a Fito Páez. Y claro, Lali había sido vapuleada por el presidente la semana anterior, fue la diana elegida para disparar contra la alegría popular. Que era una fiesta de famosos, que se cobraba multa a quien no tuviera disfraz, que el precio de las entradas; todo con el mismo tufillo de extranjería por lo que una fiesta regala a los cuerpos.
Esa fiesta de disfraces que se realiza cíclicamente desde hace más de 20 años, que pasó por casas particulares, creció en otros espacios un poco más grandes, que habilita como el carnaval -y suele ser en carnaval- a perder la cara, a declarar una zona autónoma temporal libre de fascismo, de juicios denigrantes, llena de esa cultura en la que se funden memoria, duelo y alegría, donde el baile y la comunidad de los cuerpos suspende la vida cotidiana y la reinventa con los ecos que quedan en el cuerpo de lo que puede ser, de lo imposible vuelto posible, no llegó a ser contada por ninguno de los cientos de medios que intentaron dar cuenta de lo que había pasado. Un juego, un juego sin más deseo que brillar y esfumarse en una noche. Un juego que logró una catarsis colectiva profundamente emocional cuando la multitud cantó, a sabiendas de lo que decía la letra, “nadie puede y nadie debe vivir sin amor” en este tiempo en que la crueldad es la norma.
La fiesta no se ordena, la fiesta se experimenta, la fiesta se desboca. Así como se desborda la calle cuando se marcha con deseo de decir basta y provocar transformaciones, y por eso tanta saña en reprimirla. Fiesta y calle se oponen a la crueldad ese momento suspendido en que se siente la potencia de estar con otres, de hacer comunidad, y de entender que si estamos ahí es porque antes estuvimos o estuvieron otres y que volveremos a estar contra todo pronóstico de fin de los tiempos o de fin de la vida en común que nos imponen ahora y que de tanto insistir en la violencia que todos los días ofrece la economía y la lengua del poder pretenden que creamos que no hay renacer. Pero sí hay. Ni hay una única manera, ni hay tampoco dolor que dure cien años, nuestras manos y nuestros pies y nuestros bailes y cantos hacen destino. Citando a Hakim Bey en su Zona Temporalmente Autónoma: “Y como dijo Nietzsche, si el mundo pudiera "acabarse", lógicamente lo hubiera hecho ya; no lo ha hecho, por tanto no lo hace. Y así, como uno de los sufíes dijo, no importa cuantos vasos de vino prohibido bebamos, nos llevaremos esta sed rabiosa a la eternidad.” Esta sed rabiosa de decir basta a lo duele. Este hambre de basta a la crueldad. Nadie le da la fiesta al pueblo, el pueblo es quien la toma.