A medida que se avanza, las fastuosas mansiones que gobiernan la primera sección del delta bonaerense se van reduciendo hasta transformarse en pequeñas construcciones de chapa y madera. Las glorietas luminosas y los bancos lustrados dan lugar a inestables muelles de maderas roídas, que se adentran en el río para evitar la basura que se acumula en sus márgenes. Los jardines impolutos con el césped recién cortado desaparecen y los terrenos despoblados comienzan a extenderse silenciosos entre las sombras de inmensos álamos y sauces. Va poco más de una hora de navegación desde la Estación Fluvial de Tigre. Apenas se cruza el inmenso Río Paraná, el paisaje empieza a dar las primeras señales de un mundo que parece ir alejándose de las leyes del tiempo y del espacio. Y todavía faltan casi dos horas más para alcanzar el objetivo: la Biblioteca Popular Santa Genoveva.
“Llegar es la primera de las complicaciones. Cuanto más te alejás de Tigre, hay cada vez menos horarios de lanchas. Hasta la biblioteca solo llegan dos. El sistema de transporte está diseñado para viajar a la ciudad y no para recorrer las islas. Por eso es tan importante para nosotros tener estos puntos de encuentro”, dice Marisa Negri, secretaria de la Biblioteca Popular Genoveva, apenas se sube a la lancha colectiva que lleva hacia el arroyo Felicaria. El ruido del motor hace casi imposible la charla y se le impone también a las canciones de La Nueva Luna que se escuchan en la cabina. Exige hablar a los gritos, entonces mejor esperar a llegar para seguir la conversación. La mayoría de los pasajeros elige también el silencio, la contemplación de este laberinto de tierra húmeda y palmeras salvajes que los rodea, y se bifurca en infinitos arroyos solitarios y canales angostos e innavegables.
Poco antes de llegar a la Biblioteca Popular Santa Genoveva, varias canoas comienzan a acompañar el recorrido de la lancha. En una de ellas rema Guillermina Weil, presidenta de la Sociedad de Fomento Vecinal Arroyo Felicaria y directora de la biblioteca, que será la encargada de relatar a PáginaI12 los proyectos literarios y sociales que motorizan desde estos confines del delta, y el conflicto que atraviesan con el municipio de San Fernando –hoy manejado por el Frente Renovador–, a partir de que comenzaron a utilizar un galpón abandonado en el arroyo para reemplazar la pequeña biblioteca con la que contaban. Desde hace varios años, la afluencia cada vez mayor de isleños a “la Genoveva” en busca de un espacio de lectura y encuentro dejaba al descubierto las necesidades culturales y de formación que sufrían sus habitantes. Revelaba un territorio cuyo frágil vínculo con la ciudad se traducía en un vacío de propuestas que fomentaran el aprendizaje y las experiencias artísticas en los arroyos que circundan al Felicaria.
“En la Biblioteca Genoveva estamos ocupando un espacio que tendría que cubrir el Estado”, adelanta Weil mientras sube las escaleras del muelle, y se abre un parque repleto de árboles y hojas caídas, que sirve como preámbulo a un extenso galpón en el que hoy se dictan talleres y se guardan algunas canoas, kayaks y una parte de los más de 6000 libros que tiene la biblioteca. Más allá, detrás de los árboles, se adivina la pequeña casita de paredes azules en la que comenzaron a hacer crecer sus proyectos. En menos de 45 metros cuadrados, apilaron allí dentro columnas y columnas de libros, hasta que ni siquiera ellos pudieron entrar. Las actividades comenzaron a hacerse imposibles y la humedad amenazaba con adueñarse de los libros. Al mismo tiempo, observaban a pocos metros ese inmenso galpón que había dejado abandonado el municipio desde comienzos de 2000, construido para soportar inundaciones que no existen en el Felicaria. Entonces acudieron al municipio para poder utilizarlo, abrir sus puertas para las más de sesenta familias que llegaban en busca de libros y talleres. Y lo que para ellos era una acción natural y necesaria, se transformó en una batalla legal que nunca dejó de perseguirlos.
“Hoy le estamos pidiendo al municipio que reconozca que la propiedad de estos terrenos es de los isleños y la necesidad de que fomente actividades culturales en toda la zona”, continúa Weil. “Necesitamos de este espacio para poder tener propuestas culturales y parece que a nadie le importa. Hoy no solo hay programas de lectura que estamos haciendo funcionar acá y en las lanchas, también abrimos una escuela de oficios isleños, de canotaje, de fútbol, talleres de gestión cultural, de cestería. Tenemos la única bibliolancha del país, con la que recorremos todos los arroyos llevando libros. Contamos con el apoyo de la UTN y de la embajada de Suiza. Pero desde el municipio hacen oídos sordos y después de muchos años de discusiones solo dicen que nos ‘permiten’ usar el espacio, no quieren reconocer que es nuestro”.
Las voces del río
A fines de 1987, Guillermina Weil había heredado algunos de los muebles de su profesora de francés. La tarde en que comenzó a ordenarlos encontró dentro de uno de ellos una copia dactilográfica del testamento de una mujer llamada Germana Genoveva: “Dejo en el Arroyo Felicaria mis 38 hectáreas en beneficio de los isleños”, decía en una de sus líneas. Apenas lo leyó, Guillermina partió hacia el lugar y se encontró con un mundo que poco a poco se fue entretejiendo dentro suyo. Comenzó trabar amistad con los isleños y, unos años después, se instaló en el Arroyo Felicaria y comenzó a dirigir la Biblioteca Popular Santa Genoveva.
“Muchos abogados me decían que tenía un papel de mierda, pero finalmente encontramos el original en un remate judicial y desde hace diecisiete años esperamos la sucesión –explica Weil–. Fue una guerra, porque desde el municipio nos querían sacar todo el tiempo. Llegaron a ponerle un candado a la biblioteca para no dejarnos entrar y decir que ya no estaba abierta al público. En medio de todo eso, con el terreno protegido por una medida cautelar, construyeron este edificio para inundaciones que nunca se usó. Y nosotros seguíamos recibiendo cada vez más familias que venían a la biblioteca y sabían que todo esto era suyo”.
Germana Genoveva había sido cuñada del escritor argentino Ricardo Rojas, y junto a su familia nucleó a los isleños de la zona para sostener una pequeña salita de primeros auxilios y una biblioteca en este extremo inhóspito del delta. Luego de su muerte, en 1958, esas mismas familias formaron la Sociedad de Fomento Vecinal Arroyo Felicaria, para mantenerlas en pie. Cuando llegó Guillermina con el testamento que les daba la propiedad de esas tierras, ya habían atravesado las intervenciones del segundo gobierno peronista –que intentó transformar la zona en un espacio de acampe– y de sucesivos gobiernos militares que querían hacer base allí. Pero siempre terminaban olvidando ese terreno alejado y de difícil acceso, y los isleños volvían a reconstruir su biblioteca con lo que sobrevivía al naufragio de quienes querían quedarse con sus tierras.
En ese extenso terreno de 600 metros de frente, que todavía pertenece a Germana Genoveva –ya que la sucesión aún no ha sido terminada–, la Sociedad de Fomento Vecinal Arroyo Felicaria hoy lleva adelante una serie de proyectos imposibles para esa pequeña casita azul en la que comenzaron a trabajar. En 1999, cuando ingresaron en la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip) y se constituyeran como Biblioteca Popular Santa Genoveva, su desafío era el de promover la lectura a lo largo de los arroyos, pero las necesidades de los isleños los fueron llevando poco a poco a trascender las fronteras literarias.
“Acá las escuelas secundarias no forman a los chicos para que puedan quedarse, por eso pensamos en lo que hacía falta: mecánica, canotaje, electricidad, conocimientos que acá se hacen imprescindibles. En la escuela les enseñan administración de empresas como orientación”, explica Marisa Negri. Los convenios con la Universidad Tecnológica Nacional les permitieron planificar talleres de mecánica náutica –donde hoy hay más de 50 personas en lista de espera–, electricidad y soldadura, con profesores que llegan desde esa universidad a pasar el día. Con el único subsidio que recibían de la Conabip para sostener todas sus iniciativas, los miembros que participan en la dirección de la Biblioteca Popular Santa Genoveva –doce en la actualidad– se presentaron para ser beneficiarios en los proyectos de cooperación que brinda la embajada de Suiza. Allí ganaron este año una de las becas para sus talleres de oficios isleños, con la que se proponen comenzar a enseñar la construcción de cabañas, el desarrollo de cultivos, sustentabilidad e identificación de plantas nativas. Y siempre siguieron impulsando la lectura en cada uno de esos espacios.
“De todos los programas, el que más camina es ‘Libros para viajar’, que empezamos en 2015 en las lanchas escolares. Armamos cajas de plástico gigantes que tienen 30 libros cada una, y las repartimos y rotamos en todas las lanchas que recorren las escuelas. Hay desde literatura infantil, juvenil, poesía, revistas como Rolling Stone o Todo es Historia, hasta libros de Poe, Cortázar, Devetach, literatura isleña y muchos libros de oficios, porque en todas esas lanchas que recorren las escuelas también viajan los papás”, dice Marisa Negri. El frío, el sol, la humedad, el viento, todo crece y desaparece casi sin dejar rastros a medida que avanza la tarde. Las sensaciones debajo de las copas de las palmeras, entre la maleza crecida, se superponen unas a otras, y el fluir del tiempo se va perdiendo ahí dentro. Los niños que corrían detrás de la pelota se refugian de los mosquitos y de la lluvia. Es hora de entrar a esa construcción de granito y chapa, que hoy está repleta de historias, kayaks y libros.
Venidos y nacidos
“Desde ahora podremos asegurar que los pobladores del Delta son víctimas de la sordera crónica de los poderes públicos, empeñados en ignorar las necesidades reales de estos hombres magníficos, cuyo valor se subestima continuamente”. Esta sentencia, escrita por Roberto Arlt para el diario El Mundo hace más de medio siglo, se replica en la contratapa de uno de los libros de la Colección Biblioteca Isleña (Ediciones en Danza), motorizada y distribuida por la Biblioteca Popular Santa Genoveva, que reúne los relatos de periodistas y escritores que se adentraron en el delta para contar cómo vivían sus pobladores. El único desacierto de Arlt, a pesar de que sus palabras tienen una vigencia inescrutable, es el de no haber incluido también a esas mujeres magníficas cuyo valor sigue siendo subestimado.
“Nosotras acá vemos el sufrimiento de los chicos porque están aislados, porque nada les llega, porque hay mucho silencio familiar. Por ahí son pibes que el padre se fue a pescar a la mañana y se pasaron dos días solos. Hay mucho abandono, que no es algo propio del delta sino que pasa con todos los adolescentes, pero acá está todo más expuesto”, dice Marisa Negri, quien además de coordinar la Genoveva trabaja como profesora de literatura en la Escuela de Educación Secundaria Técnica 1, la más grande de las que tiene el delta de San Fernando. “Acá hay menos derechos que en otros lados, y mi rol como docente es empoderar a los pibes para que reclamen lo que les corresponde, para que sean creativos y se den cuenta de que sus límites tienen que ser el cielo, el horizonte”.
Las dificultades producto de las distancias y la falta de transporte en los arroyos alejados del puerto se ven potenciadas por las escasas posibilidades de comunicación. En la mayoría de estos arroyos no hay señal telefónica y apenas es posible conectarse a internet. Los cortes del servicio eléctrico se disparan a cada momento, no hay agua potable ni tampoco recolección de residuos. Es un inmenso territorio incomunicado de más de 900 kilómetros cuadrados en el que viven 4500 personas. “Hay una mirada bucólica del delta que cuando vivís acá te das cuenta que no es tan así. Tenés que aguantar el invierno, la crecida, el silencio –asegura Negri–. Y para eso tenés que generar un lazo con el lugar y con la comunidad. Acá cada pérdida es más grande que en la ciudad. La muerte de un vecino es una pérdida enorme que cambia la configuración de todas las relaciones. Por eso es tan necesario tener espacios donde las relaciones se vuelven a tejer”.
Para los habitantes del Arroyo Felicaria, el entramado de sus vínculos está atravesado por la Biblioteca Popular Santa Genoveva. Alrededor de ella han encotrado los caminos para encontrarse y mitigar la soledad que impone el delta, para desarrollar experiencias artísticas y compartir aprendizajes que les permiten seguir adelante. A las seis de la tarde, la última lancha que vuelve a la ciudad pasa por el muelle de la Genoveva. El taller de gestión cultural que realizaron hoy deja pendiente un próximo encuentro al que los isleños llevarán sus cuentos, videos, poesías y canciones para presentar en distintas becas y programas de fomento cultural. En el aire queda la propuesta de repetir, antes de fin de año, el festival de poesía Las Hortensias, desde el que convocan todos los años a artistas de las islas y de la ciudad.
“En esta zona hay muchas dificultades para vincularse entre los ‘venidos’ y los ‘nacidos’, hay muchos recelos para los que llegamos desde la ciudad. Pero a través de la biblioteca hemos trascendido esos prejuicios entre unos y otros”, dice Weil antes de que la lancha se sumerja en una noche oscura en la que no hay horizonte y las estrellas son lo único que se refleja en el río. “Acá hay una necesidad muy grande. Los nenes y las familias se prenden en todo: canotaje, fútbol, jóvenes y memoria, lecturas, hacemos un festival de poesía y vienen. Quieren dibujar, hacer música, pintar. Están para recibir todo. Y la biblioteca puede llenar todos esos espacios. Solo falta que los que toman decisiones se den cuenta de eso también y comiencen a apoyar en vez de cerrar las puertas”.