Desparramado en el sillón, acaricia a su perro entreverando los dedos en los pellejos y pelos de su cabeza. La habitación está iluminada únicamente por la pantalla. Su rostro está lleno de sombras y la luz azulada, pálida como la luna, acentúa la mueca de su sonrisa. Su teléfono está silenciado. Él lo mira de reojo, distingue los nombres de las llamadas y los mensajes pero ninguno merece su respuesta. Siente que la realidad contesta por sí misma.

Se levanta, se acomoda los huevos estirando el elástico del slip. Camina pausado y tranquilo, un poco fofo hacia el baño. Enciende la luz, saca el pito, se lo mira y sonríe como si lo viera a la cara. Hecha una larga meada, se sacude salpicando apenas, lo estira un par de veces haciendo que quede más largo, lo guarda y mira en el espejo cómo se le marca en la ropa interior.

Vuelve al sillón. Hace zapping por los canales de noticias. Lo que digan, sea bueno o malo, no le importa. Su nombre se replica incesantemente. Escucha con cierto pudor. Observa cómo se han empecinado en analizar su vida tratando de explicar el fenómeno; algunos como salvación, otros como tragedia, pero él tracciona y trasciende como siempre venciendo las etiquetas que lo han perseguido toda su vida: loco, para sus amigos. Inútil, para sus padres. Raro, para las mujeres. Estrafalario, para los medios.

Aunque para su momento fue bueno, una fuerte ansiedad comienza a invadirlo cuando ve en las redes sus enfrentamientos en cada programa televisivo. Recuerda con cólera. Recuerda sus oponentes, lo inquietantes que eran. Recuerda cómo vibraba su cuerpo. Recuerda y entreabre su boca llena de dientes pequeños y planos que se aprietan mientras se enciende la brasa azul de su mirada y celebra con carcajadas sus propios remates en las escenas.

Se detiene en un programa donde un barbudo canoso que parece un doble forzado de Freud, comenta la campaña. Escucha atentamente su descripción: miedo, odio y resentimiento. Nada bueno puede surgir de esas emociones, asevera para cerrar su argumento.

Su ceño acentuado ya no condice con la alegría de un momento atrás. Yo siempre fui sincero, dice en voz alta mientras eleva una ceja. Solo un perverso puede sacar provecho de eso, remata. De inmediato, un recuerdo viene a su mente. Era pequeño, estaba con su madre y su hermana esperando la llegada de la línea 22. Cuando el colectivo llegó, subieron, pagaron el pasaje con honestidad y en silencio se sentaron. Mientras, desde el asiento del chofer recibían una mirada fría del por el espejo.

El colectivo arrancó, recorrió unos metros, cuando de pronto un hombre apareció de un ángulo del que ningún espejo pudo ser testigo. Con un salto ingresó por la puerta, subió, no se sentó, se quedó detrás del chofer, de pie, cerca de su oído. Aunque no pagara, el chofer dió un boleto al hombre que, con desinterés lo dejó caer al suelo.

Él nunca supo qué habló su padre con esa persona, pero recuerda con extrañeza que lo escuchara y la perturbación que le provocaba .

Hoy tiene la misma sensación de aquel momento, pero está vez, es él quien conduce, siente a ese hombre sobre su hombro derecho. Siente su murmullo, un ronroneo que se entrevera con el ruido del motor. Observa por el espejo un rostro que, aunque parezca un mármol seco, transpira vahos de aristocracia. Siente el peso de su mirada que lo observa como a un ser raso, como si fuera la caspa que instintivamente se sacude del hombro con los dedos. Recuerda a su padre.

El señor barbudo de la tele sigue explicando. Cuando un padre, símbolo de la ley enseña al niño, le comunica que si el disenso se resuelve con violencia, quiebra el sentido de la autoridad y las formas de socializar, porque no entiende que hay límites que también son con amor.

Se refriega la nuca, aprieta los labios. Mira de reojo a sus hijos de cuatro patas que mastican huesos sobre la alfombra. Les sonríe levantando las cejas, con los labios cerrados y con una mirada que tiene la misma luz que emite la pantalla: ojos azules, impersonales. Un agua clara, un espejo donde un país entero se desnuda.

Para el señor de barba, él es como un adolecente anclado en películas norteamericanas de los 80, con el cabello espumoso y los pulgares hacia arriba. Una imagen optimista que contrasta con el hombre que es. Un hombre que vive su realidad en estado de hipervigilancia.

Observa el Kit Cat Clock en la pared: es la hora. Apaga la televisión, se pone de pie, se vuelve a acomodar los huevos. Enero es tan pesado como advirtieron los pronósticos.

Podríamos imaginar que este momento se podría coronar con su novia entrando al departamento para ofrecerle intimidad servicial.

El también lo imagina. La visualiza llegando por el corredor que conduce a su habitación. Sus tacos agudos retumban mientras se acercan. Encolumnados a los costados contra la pared, dos guardias la saludan. Ella le guiña el ojo a uno después de repasarlo de arriba a abajo con la mirada. El guardia resopla acalorado mientras pasa. Ella entra a la habitación sin anunciarse y sin decoro por lo que lo encuentra en sillón desparramado, plácido en su cucha. A ella se le dibuja una sonrisa pícara en el rostro, se detiene un instante para observarlo con ojos intrépidos. Luego camina hacia él lentamente, se inclina con los brazos apretando sus enormes siliconas que se hinchan sobresaliendo del escote. Le dice “cachorro” mientras sacude su cabeza y la rasca con sus largas uñas postizas. Del bolso saca un collar de cuero que delicadamente le pone en el cuello. Él no puede dejar de mirarla a los ojos, hechizado. De pronto se aleja, da dos pasos hacia atrás, cambia la postura de su cuerpo, el temple y una voz distinta emerge de su ser. Es otra persona. A él se le ilumina la cara y en voz baja, casi como un susurro que sólo llega a sus propios oídos, dice “la yegua…” dejando la boca entreabierta de asombro y placer.

Se despabila apretando su rostro con la mano y va a su habitación embadurnada de olor a perro. Abre la persiana para que entre la luz, abre la ventana para que entre el aire, abre una puerta del placard, los trajes están con protector para que no se les prenda el tufo. Elige uno, lo pone sobre la cama, le quita el plástico que lo envuelve. Primero se pone las medias, después el pantalón, luego la camisa que, hundiendo la panza mete dentro del pantalón, se abrocha el cinturón y mientras comienza a anudarse la corbata frente al espejo, como su padre le enseñó, siente ahogo por un instante. Respira. Abre un cajón del aparador, abre una cajita que hay ahí y recoge un papel pequeño de su interior. Entre sus dedos índice y pulgar sostiene frente a sus ojos aquel boleto caído hace tantos años atrás. Recuerda al barbudo de la televisión, su insistencia en explicarlo todo. Para esa gente, sólo así las cosas cobran sentido, piensa. No nos interesa su razón, sonríe. Para él, sólo un pequeño papel basta para incendiar un bosque entero.

Guarda el boleto en la solapa interna de su corbata. Suena el timbre. La guardia lo espera del otro lado de la puerta. Va a la cocina, de la heladera saca una bolsa con huesos que guarda en su maletín. Antes de salir, se mira por última vez al espejo. La cara de teenager americano desaparece, los ojos se le ponen amarillos, se acomoda la melena e imita la expresión de un rugido con su boca llena de dientes pequeños y planos. Serio, se acomoda el saco y sale de su guarida a encontrarse con un país absorto y ansioso que llena su boca de saliva al verlo.