El triunfo de la Alianza Cambiemos a nivel nacional el domingo pasado renovó uno de los sueños anhelados de las elites locales más rancias, el siempre anunciado “fin del peronismo”, un clásico nacido en 1955 que, en el presente, cuando los opoficialismos “dadores de gobernabilidad” fueron vapuleados en las urnas, quedó expresado en la derrota relativa de Cristina Kirchner. La tercera elección consecutiva ganada por las fuerzas conservadoras, con prescindencia de los buenos números obtenidos en algunos distritos por la actual oposición, refrescaron la ilusión. En el ámbito de las empresas y en la city ya descuentan que el macrismo llegó para quedarse al menos durante los próximos seis años y que el modelo económico seguirá funcionando porque la entrada de capitales no se cortará en el mediano plazo. Los funcionarios más optimistas creen incluso que la deuda podría ser parcialmente reemplazada por un renovado flujo inversor, ahora presuntamente liberado del temor al “regreso del populismo”. Se sostiene que la “insustenabilidad estructural del modelo” es sólo un deseo de la oposición, una renovada versión del catastrofismo al estilo de “2001 y helicóptero”, una visión que, en realidad, es una caricatura que pertenece al micromundo de las redes sociales, pero no el vaticinio de ningún economista.
En rigor, el neoliberalismo es insustentable en un sentido muy preciso. En el pasado, como vuelve a hacerlo en el presente, alteró la distribución del ingreso, desarticuló la estructura productiva y abortó un proceso de desarrollo, pero se extendió durante un cuarto de siglo, de 1975 a 2001, con picos en la dictadura militar 76-83 y los ‘90. La “insustentabilidad” no es un determinismo temporal, sino salirse del camino del desarrollo con inclusión de las mayorías y optar por el desarrollo dependiente, el del país dual, un proceso que puede o no, dependiendo siempre de la entrada de capitales externos, terminar en una crisis de deuda como la de 2001, pero que al mismo tiempo puede no interferir durante plazos largos en la construcción de una hegemonía política, es decir en la consolidación de una alianza de clases capaz de dotar de sentido a la realidad social en la que se desenvuelve.
Así, a pesar de los malos resultados económicos del ajuste, haber recurrido al empujoncito de la demanda en 2017 sirvió para generar una falsa sensación de bonanza y ganar la batalla por el sentido. La porción del electorado que votó a Cambiemos cree que el tropezón de 2016, con caída de la actividad, altísima inflación y aumento del desempleo, fue la consecuencia indeseada de arreglar los desajustes del gobierno saliente, no de las medidas del nuevo, en tanto el freno de la caída en lo que va de 2017 expresaría que las cosas comenzaron a mejorar y que una inflación con un piso de 25 puntos es “un proceso de desinflación”. La esperanza en un futuro mejor fue suficiente para renovar apoyos y ampliar la base de las PASO. La tesis del engaño al electorado en 2015 no perdió verdad, pero si vigencia. Como en 1991, en 2017 las reformas que se esperan no fueron ocultadas a la población, ni siquiera el aumento de las naftas del mismo lunes 23 o el anuncio del aumento del gas en un 40 por ciento adicional en los próximos meses. Tampoco fue ocultada la voluntad de la reforma laboral que ya está en gateras y hasta consensuada con parte de la dirigencia sindical, ni la renovación de la tutela de los organismos financieros internacionales, cuyas políticas se siguen incluso fuera del marco de las ayudas condicionadas clásicas en el pasado. Lo mismo corre para la reforma previsional, los recortes en ciencia y técnica o el librecomercio unidireccional, un extraño abrirse al mundo sin que el mundo se abra. La lluvia de inversiones no se produjo, pero se supone era por el temor al populismo ahora vencido. El gran riesgo sistémico es que los plazos se acercan al límite. El modelo de Cambiemos está compelido en los próximos dos años a brindar resultados concretos que sean perceptibles para el bolsillo de los sectores medios, reales o aspiracionales, que ansían subirse al carro de los vencedores mientras miran con desprecio a los excluidos, demandas que podrían antagonizar con las medidas que buscarán implementarse.
A grandes rasgos, lo que hará el gobierno en materia económica ya se sabe, sólo restan conocerse los plazos. Saber si el neoliberalismo que hasta hoy se aplicó sin estridencias bajo el paraguas del “gradualismo” acelerará su marcha o, como creen los empresarios y los operadores de la city, desde el pasado lunes comenzó el verdadero gobierno de Cambiamos. En política las predicciones cerradas presentan siempre un alto riesgo de error, pero resulta difícil que un gobierno que siempre avanzó auscultando científicamente las reacciones sociales para afianzar su legitimidad política, la gran diferencia con la experiencia de la primera Alianza, se deje arrastrar de golpe por el animal spirit de sus respaldos más enardecidos, entre los que destacan muchas entidades empresarias, en especial luego de haber consolidado su poder con el respaldo popular. Entre las primeras líneas del gobierno, el clima es mucho más tranquilo que en el denominado círculo rojo. Los cambios económicos obviamente mantendrán la dirección, pero seguramente también su velocidad.
Las reacciones más destempladas no pertenecen al ámbito de la economía, sino al de la política y el Poder Judicial. El gobierno parece decidido a avanzar en el peligroso terreno de la criminalización del adversario y la consecuente degradación de la democracia. Las amenazas de cárcel a opositores de todo tipo proferidas por legisladores oficialistas desde el mismo lunes fueron una señal clara. Así como regular el ritmo y la declamación de las transformaciones económicas le sirvió a Cambiemos para avanzar como una aplanadora, la estrategia de profundizar el antagonismo con la oposición, de reforzar la construcción de un enemigo sosteniendo la grieta, le sirvió para su consolidación política. No hay razones, entonces, para abandonar esta estrategia. Finalmente se trata de un gobierno también de derecha en lo político que no dudó en recurrir a la escalada represiva cuando lo creyó necesario, aun al alto costo de exacerbar los rasgos fascistas, con el caso Santiago Maldonado como emergente extremo de azuzar y soltarle las riendas a las fuerzas de seguridad.