En la revista "Cineficción", Darío Lavia le hace un excelente y hondo reportaje a Víctor Bo. Éste, hijo del famoso Armando, se refiere a distintas etapas de la vida artística de su padre y la celebérrima Coca Sarli, en muchas anécdotas atractivas, destacando las angustias que sufrieron durante la dictadura militar.

Todo texto, cuando logra involucrar al lector, lo asocia. Y esta asociación obra como disparadora de recuerdos que vuelven a la primera plana lo que uno, lector, ya había archivado en la bolsa existencial que se carga en la espalda, como decía el genial novelista español Pío Baroja, refiriéndose a los recursos del escritor. Esto me ocurre con el reportaje…

Fue a fines de los ’60, creo... En una muy selecta confitería de la avenida Santa Fe, exultante de tortas, merengues, chocolates y pasteles que llevan al infierno, se detuvo un auto largo. Sentado yo, bebiendo un café, vi descender a Armando. Isabel se quedó dentro. Él ingresó como una locomotora a toda velocidad, enfiló recto al exhibidor de las tentaciones ya mencionadas. Como había mucha gente comprando, él debía esperar.

En ese tiempo yo trabajaba en cine publicitario en el estudio de Buby Stagnaro, en Lavalle llegando a Callao. Buby, junto con Fischerman, Raúl de la Torre, Luis Puenzo, y Néstor Paternostro, conformaban lo que se llamó “El Grupo de los 5”. Todos trabajaban en publicidad, pero ya tenían intenciones de participar en el cine de largo metraje con ideas “renovadoras”. Lo que quería decir que se proponían como el equivalente a “la nueva ola francesa”, que había sacudido, para bien, el cine europeo. Los cinco, aunque no alcanzaron la importancia internacional de los franceses, sí dejaron su huella.

Entonces con ese verso de pertenencia al rubro, lo encaré bien, lo saludé, le hablé de sus películas mientras le decía que también ambicionaba ser director de cine. Me hacía algo de caso, pero sólo estaba pendiente de la torta que le estaban envolviendo. Cuando ya estaba pagando (no existían las tarjetas) le dije que yo acababa de leer una novela extraordinaria que estaba seguro el autor la había escrito pensando en ellos dos. Y le hablé maravillas de la novela “La Potra”, de nuestro genial Juan Filloy. Hasta ese momento mucho de las que saltan no me había dado, pero al escuchar “la potra”, me miró amable. Le encantó el título. Entonces nos sentamos y yo le conté la novela. Le dije que repetiría el éxito de “El Trueno entre las hojas” de Roa Bastos, y que Isabel superaría a la mexicana María Félix en su interpretación de “Doña Bárbara”; tremendo éxito del cine basado en la gran novela del venezolano Rómulo Gallegos. Realmente lo vi entusiasmado. Aproveché insistiendo que además yo había estudiado guión cinematográfico con Francis Lauric en la Escuela de Cine de Adalberto Páez Arenas, y le mentí que había sido asistente del asistente en “La Procesión”, película de Lauric. En realidad, no le mentí, sólo exageré un poco, porque aquella vez me hice la caminata a Luján con un entusiasmo de locos mientras se iba filmando la película. Realmente colaboré cargando bártulos, yendo a comprar facturas y esas cosas que sí o sí deben hacer todos los que quieren ingresar a trabajar en mundos soñados. Aquella primera experiencia en cine la disfruté muchísimo. Estaban Amelita Vargas, Santiago Gómez Cou, Guillermo Murray, que luego se iría a México y haría una carrera fabulosa en el cine y el teatro. Todo el equipo artístico iba en un micro, y en otro el equipo técnico, la cámara de 35m/m, faroles, etc., y cada tanto se filmaba una secuencia o escena en medio de la procesión. Era un proyecto muy bien pensado y planeado. Se estrenó en la calle Lavalle cuando esa calle era una referencia pum-para-arriba, no lo que es ahora. No fue un éxito extraordinario, pero salvaron los platos. La crítica le bajó el pulgar, pero, asombrosamente, la película participó en el Festival de Cannes en 1960.

Termino con Armando. Como yo quería engancharlo, le dije que podría pasarle la novela que yo ya había leído. Me dijo que no faltaba más, que la compraría. Le referí de Filloy, que era un juez cordobés y que los títulos de sus libros siempre tenían siete letras, por cábala. No me olvidé de contarle que yo casi había trabajado de actor en “Una cita con la vida”, película de Hugo del Carril; que luego de la selección de fotos me habían convocado con otros candidatos a su departamento en Cerrito y Juncal donde me sorprendió ver dos enormes retratos de Hugo y Ana María Lynch, pintados por Venturi. Venturi hacía todos los afiches de las películas de Hugo del Carril, eran afiches muy llamativos, dramáticos, fuertes de color, mucho se diferenciaban de los otros, más convencionales. Y la Lynch ya lo había abandonado a Hugo, que por despecho había conquistado a Gilda Lousek, a la que pondría como estrella de la película.

Armando quedó entusiasmado con el argumento de “La Potra”, pero debía irse porque no quería hacer esperar a Isabel. Por si acaso, sin que él me lo pidiera, le di el teléfono del estudio de Buby, porque yo no tenía; tener teléfono era ser privilegiado y pertenecer a la clase acomodada. Por supuesto nunca me llamó y jamás mencionó en ningún reportaje que tuviera ganas de filmar “La Potra” … Sí, recuerdo dos momentos difíciles de olvidar. Uno fue verlo en una toma muy lejana de la televisión, él junto a ella, solitos, sentados en un banco frente a la Casa Rosada, haciendo un acto de protesta por la censura a sus películas. Era el tiempo de la dictadura militar. Nadie los apoyó. Ni institución cultural, ni delegación cinematográfica, nadie. Los dos solitos… El otro momento fue antes de morir; regresando de EE. UU., adonde había ido a hacerse un chequeo de salud. Estaba demacrado, pero levantó el ánimo al responderle a Jorge Jacobson. Dijo que allá le habían dicho que no tenía cáncer, “porque allá no te mienten, si te tienen que decir la verdad, te la dicen” … Ella no hablaba, lo agarraba fuerte del brazo. Jacobson le siguió la corriente y medio en broma le pidió las últimas palabras. Armando dijo: Dios, patria y familia…

 

Muchos años después, no recuerdo dónde, estuve charlando con Víctor. Debió ser en alguna radio. Ya se había filmado mi novela “Perros de la Noche”, y yo, supongo, estaría acompañando publicitariamente a su director, Teo Kofman, amigo de toda la vida. Aquella vez olvidé contarle a Víctor mi experiencia en aquella confitería. Del mismo modo, y esto lo lamento mucho, había olvidado pedirle un autógrafo a su padre, y, claro, también a Isabel Sarli