Hay grandes obras que, aunque restan inconclusas, o quizás porque restan inconclusas, subrayan su intención, su hechura para la posteridad, ya que estarían señalando lo inconmensurable, la imposibilidad de ciertos sueños humanos, los límites del mínimo hombre. Sucede con algunos textos de Franz Kafka (entre otros, nada menos que con El proceso y El castillo); sucede con El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hasek, la gran sátira checa que “solo” llegó a completar cuatro volúmenes de los seis planeados; relativamente parecido es lo que pasa con la famosa Sinfonía, también “Inacabada”, de Franz Schubert, o con el Requiem en D menor de Wolfgang Amadeus Mozart; sucede con el templo de Antoni Gaudí, La Sagrada Familia, en Barcelona, el cual, comenzada su ejecución en 1882, aún no se ha terminado de construir. Pasó también, casi obligadamente, con el Monumento a la Tercera Internacional, cuya colosal maqueta, diseñada por Vladimir Tatlin, y presentada en 1920, jamás se transformó en una obra incorporada a la realidad.
Vladimir Tatlin, iniciador del Constructivismo, nació en Járkov, Ucrania, en 1885, hijo de un ingeniero de ferrocarriles y una poeta. Trabajó como cadete del mar y joven comerciante, y pasó algún tiempo en el extranjero. Comenzó su carrera artística como pintor de íconos en Moscú, y asistió a la Escuela de Pintura, Escultura y Arquitectura. También fue músico, “bandurist” (la bandura es un instrumento ucraniano de cuerda pulsada, que combina los elementos de la cítara y el laúd), y actuó en la Exposición Universal de París en 1906. Fue uno de los entusiastas de la vanguardia eslava, y al inicio del período soviético sostuvo que el arte debía integrarse en el conjunto de la producción, disolverse en la vida cotidiana y renunciar a su función exclusivamente estética. No es que la Revolución haya impuesto a los artistas estos trasvases; ellos mismos venían sosteniendo que el arte debía incorporarse a la vida diaria, y que era del cambio en las formas estéticas que iban a venir los cambios en la forma de vivir. Por eso, la gran fuerza que mantuvo unida a la vanguardia rusa fue política.
Si, como sostiene Peter Bürger (Theorie der Avantgarde, 1974), lo que distingue a los movimientos de las primeras décadas del siglo XX de cualquier ruptura estética anterior es “el intento de organizar, a partir del arte, una nueva praxis vital”, ellos vieron en las revueltas contra el zarismo, y finalmente en la Revolución de Octubre, la concreción de esa posibilidad. El embanderamiento de la mayoría de sus componentes, su acalorada y firme participación en la construcción de una nueva sociedad, representaron la razón, el ápice y el drama de esas vidas. Alentados en los primeros tiempos por la tolerancia de Lenin, por las cultas distinciones de León Trotsky, tuvieron en el Comisariado de la Educación y de las Artes (Narkompros) un apoyo respetuoso, y en Anatoli Lunacharsky, el sutil y cultivado “Comisario de la Ilustración”, a un impulsor y protector. Al principio se logró, por primera vez en la historia, conciliar la voluntad de construir una nueva sociedad con los cambios perseguidos por las vanguardias en el campo artístico. Era el momento de poner a prueba el arte como factor de transformación social, y ellos aceptaron este reto, asumiendo el protagonismo en la nueva política cultural y la dedicación a la docencia artística como forma de educar al pueblo. Luego, la burocracia fue fortaleciendo sus criterios pedagógicos y conservadores, hasta imponer las recetas realistas de Andrei Zhdanov y los extremos de represión que después se conocieron.
Fue, sin embargo, en el seno de la propia izquierda estética y revolucionaria que surgieron concepciones enfrentadas respecto de la función que debía cumplir el arte. Si para Vladimir Tatlin era ineludible su acción de servicio hacia la nueva sociedad (el arte debía integrarse en la producción, convertido en obras de arquitectura, en diseño industrial, en publicidad y difusión), para Kazimir Malevich la investigación artística tenía que ser ajena a toda contaminación externa. Los constructivistas, con Tatlin a la cabeza, negaban validez al arte como actividad exclusivamente estética, y exigían su disolución en la vida cotidiana. Ante la individualidad creadora, el Constructivismo oponía el sentido de una producción cultural colectiva. Frente a la pura investigación formal, requerían inmediatez para la resolución de las demandas populares. De lo que consideraban juego gratuito y mera especulación en la investigación plástica, se pasó a la búsqueda de una fusión entre arte y tecnología, señaladas como los mayores agentes del cambio social. Tatlin llegaría al Constructivismo partiendo del Cubismo y el Futurismo; del primero tomó su descomposición de los objetos por planos y del segundo el interés por el uso de todo tipo de materiales, plásticos y verbales, y la incorporación de la mecánica y del maquinismo. En 1913 había visitado el estudio de Pablo Picasso, en París, donde tuvo oportunidad de ver las esculturas y las pinturas, con añadidos de cartones recortados o plegados, que utilizaba para sus experiencias cubistas.
Después de la Revolución de Octubre, todo su trabajo estuvo presidido por la idea del artista-constructor. Donde mejor pudo plasmar sus ideales, esa transformación de los elementos de la cultura industrial (hierro, acero y cristal) en volúmenes, planos, colores, superficie y luz, fue en el proyecto para el Monumento a la Tercera Internacional, cuya maqueta presentó en 1920. El edificio era concebido como la superposición de tres cuerpos geométricos, con unos 400 m de alto: un cubo, una pirámide y un cilindro, articulados por un eje vertical y cubiertos por una estructura helicoidal ascendente; dentro de la estructura de hierro y acero de espirales dobles, el diseño preveía tres bloques de construcción, con ventanas de vidrio, que girarían a velocidades diferentes: la primera, un cubo, una vez al año; la segunda, una pirámide, una vez al mes; la tercera, un cilindro, una vez al día. Los tres volúmenes albergarían, respectivamente, las salas de congresos, las del órgano ejecutivo y el centro de comunicaciones, rematados por un mecanismo para proyectar imágenes y sonido. Emblema de la utopía socialista apoyado por la tecnología, el monumento se imaginaba como un faro que alumbra el nuevo mundo.
Las investigaciones plásticas de los constructivistas tuvieron una influencia directa en el desarrollo de la arquitectura moderna. Su decidida aspiración de unir arte y sociedad encontraba plasmación natural en esta, como compendio de las artes plásticas y, aunque sus realizaciones fueron pocas, las búsquedas cristalizaron en proyectos significativos para su desarrollo. Tatlin también se dedicó al estudio de la ropa y de objetos, muebles, vajilla. Antes del final de su vida, empezó a investigar el vuelo de los pájaros. Esa idea culminaría entre 1929 y 1932 con unas esculturas volantes, a las que puso el nombre de Letatlin, que recuerdan los diseños de Leonardo da Vinci. Ello, con el fin de construir un aparato al que dio forma, para emprender la realización de otro de los grandes sueños de la humanidad: el vuelo.
* Escritor, docente universitario.