Nunca volví a tener un sillón tan fuerte, cómodo y extenso como aquél cordón de la vereda sur del pasaje Burmeister. Vaya uno a saber, habiendo tantos cordones disponibles, cuál habrá sido la razón de nuestra elección, si nos hermanó su realidad de cortada con nuestra corta vida, o si la muda piedra fue la que nos invitó a descansar a orillas del inmóvil río de adoquines. 

Sin horarios, días, ni estaciones, en aquél diván escuela, aula a cielo abierto sin pizarrón ni docentes, supimos construir, con palabras pronunciadas muy cerquita del pie, una música distinta a la que sonaba en mesas de adultos sentados en sillas de madera. Aquél parlamento callejero no sabía nada de verticalidad, respetando el trazado de una arteria de llanura, circulaban en ambas manos, diálogos horizontales cual globos inflados con imaginación debido a nuestro escaso capital en vivencias. 

En nuestros años felices, todo lo necesario nos quedaba cerca, la casa de los amigos, el campito, el club, la escuela y la panadería. Desprovistos de tecnología, todo individuo que viajaba al extranjero, cruzando las fronteras del barrio, para asistir a circos, teatros o canchas de fútbol, al regresar al cordón, tenía la obligación de contar lo vivido, describir lo visto, repetir lo escuchado, desde un relato tan genuino como engañoso, dado que ningún mortal puede contar las cosas exactamente cómo ocurrieron, empujados por el sublime deseo de inventar. 

En teoría, aquellos que tenían mayores posibilidades de pasear eran dueños de los más variados relatos, pero, como en todas las cosas de la vida, siempre existe una excepción, en nuestro caso se llamó Willy Gabioli. Menor de tres hermanos, vivían hacinados junto a su madre en una sola habitación, resabios de los últimos conventillos en la zona. 

Las limitaciones económicas ampliaron su campo imaginario. Lejos de perder tiempo cazando pájaros, mariposas o langostas, ya que no soportaba el encierro de ningún ser con alas, aprendió a leer temprano para zambullirse de lleno en el mundo de las historietas, cada ventana de cualquier tira publicada en revistas de aventuras, era una buena oportunidad para huir de su realidad. De lector pasó rápidamente a ser narrador de sus propias novelas, amasaba las palabras con la misma ductilidad con la que pisaba la pelota bajo la planta de su pie descalzo en cada uno de los picados, su otro gran escape. 

Cuando Norberto, el mayor de sus hermanos, cumplió 18 años y decidió marcharse sin rumbo fijo buscando mejor suerte, el cuentista se ocupó de situarlo en distintas geografías del país mediante sus crónicas cotidianas. Nos contó, sin ponerse colorado, haberlo visitado en la costa atlántica, donde se encontraba trabajando como guardavidas, también en Bariloche, lugar en donde se ganaba la vida como profesor de esquí. 

Nunca se enojó frente a nuestros insultos generados al escuchar de su boca tantas falacias, más bien parecía tomarlos como aplausos, después de dibujar una sonrisa burlona en su rostro, repetía la misma frase, “si no me creen es problema de ustedes”. Debo admitir que fui uno de sus mayores detractores, que perdí mucho tiempo intentando desenmascarar su mendacidad en lugar de disfrutar de su arte. 

Todo cambió con “un hombre y una mujer”, el Willy, una tarde noche, bajo la tenue luz del farol de la esquina eterna, contó con lujos de detalles aquél film francés, que según él lo había visto en el cine de siempre, sorteando sin inconvenientes la prohibición para menores de 14 años. 

Debido al éxito comercial que tuvo la película al igual que su banda sonora, difundida hasta el hartazgo por todas las emisoras radiales, duró más de lo habitual en la cartelera del Echesortu, junté plata y me di el gusto. Nunca olvidaré lo que sentí esa tarde, no por la obra, precisamente, sino cuando valoré la otra película, la que nos había inventado Gabioli con el sólo fin de entretenernos, usando solamente el título como disparador de su fantasía y narrarnos con maestría el amor entre dos estrellas que, imposibilitadas de besarse en la inmensidad del cielo y para demostrar que el amor todo lo podía, se convertían, cada mil años, en un hombre y una mujer con el fin de poder amarse en la tierra. 

En su último viaje, la protagonista había perdido la vida en un accidente vial y su amante, junto a su polvo de estrella, había regresado al espacio para vivir juntos por siempre, transformados en un lucero. 

Desde aquél momento dejé de criticarlo para comenzar a admirarlo. En la adolescencia trasladamos nuestro ámbito de creación a la mesa redonda del boliche de Calicho, sitio al que el embustero llegaba siempre tarde, a causa de sus prolongadas visitas a la casa de su novia Susana, mujer a quien nadie conoció personalmente, sólo mediante indicios, una cinta roja atada en su muñeca izquierda, la media medalla colgando de su cuello y el bolso de tela de jeans en el que se podía leer “ Susi x Willy “, escrito con esmalte rojo, encerrados en un corazón, todos objetos regalados por su prometida.

Ningún parroquiano creyó su fábula, excepto quien escribe. La picota del progreso nunca tuvo corazón. Una tarde de enero, su familia cargó las pocas pertenencias en el Rastrojero de los Crovara para emprender su exilio hacia el lejano oeste. Nunca nos dejó la dirección exacta de su nueva vivienda, solo se despidió con la promesa de volver a visitarnos, tal vez su mentira más verdadera. 

No obstante, en el último abrazo, tuve la corazonada que la vida nos volvería a cruzar. La suerte quiso que esto sucediera después de muchos años, durante una manifestación contra el gobierno de turno, lo reconocí por la voz, hablamos algunos minutos, los suficientes. 

La emoción talla recuerdos por la intensidad del encuentro, nunca por su duración. Su rápida respuesta a mi pregunta sobre su estado civil, originada en mi curiosidad por saber si finalmente se había casado con la Susi, fue una clara muestra de que nunca había abandonado el camino de ficción y poesía, luego de ensayar su mismo gesto infantil entre las arrugas de su cara, me dijo, “si amar es tener en quién pensar, en aquél tiempo no hacía otra cosa que pensar en ella. Ya no engraso los ejes por éstos días“.

Cada vez que me siento a escribir invoco la magia creativa de mi amigo junto a la fortaleza ancestral de su madera, esqueje natural del aromo de Romildo Risso, árbol solitario que, no teniendo alegrías, en vez de morirse triste, se hace flores de sus penas.

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