Este 24 de febrero el conflicto en Ucrania comenzará su tercer año: una demostración de fuerza dio paso a un intenso conflicto.
El primer año fueron reveses para Rusia: la exigencia para cumplir los Acuerdos de Minsk y alejar a Ucrania de la OTAN fracasaron. El residente ucraniano Volodimir Zelenski no cedió ni renunció y opuso una férrea resistencia. La retirada de Kiev fue seguida después por la de Jerson y Járkov por la ofensiva ucraniana y la falta de tropas para un frente tan extenso. El apoyo en fondos y armamentos (y en asesores de la OTAN y tal vez tropas encubiertas) parecían la forma de expandir la influencia occidental hasta las fronteras sensibles de Rusia y afirmar la hegemonía de Estados Unidos sobre sus aliados luego del fracaso en Afganistán.
Paralelamente, miles de sanciones buscaban quebrar la economía rusa y provocar un malestar que llevara a la caída del presidente ruso Vladimir Putin y poder subordinar al país a Occidente. Sin embargo, se habían preparado para ello: la anexión de Crimea en 2014 había desencadenado sanciones limitadas pero que sirvieron como ejemplo de lo que podría ocurrir si se generalizaban. Desde entonces crearon un sistema de transacciones bancarias internacionales paralelo al SWIFT (controlado por EE.UU.), para seguir exportando y fundaron empresas fantasmas en el exterior para importar bienes esenciales para su economía (y el aparato militar).
En vez de colapsar la economía impulsó una sustitución de importaciones que aumentó el empleo y el PBI. Así las sanciones consolidaron (por lo menos a mediano plazo) el respaldo a Putin que parecía estar recuperando la grandeza de Rusia.
Los fracasos iniciales motivaron cambios a nivel militar y se prepararon líneas defensivas hasta contar con tropas suficientes: se convocó a 300.000 reservistas pero sobre todo se ofrecieron más incentivos para los voluntarios que se unieran al ejército. Así surgió una opción laboral para individuos con poca capacitación que no encontrarían ocupaciones tan rentables en la economía, lo que explica la popularidad de la invasión entre ciertos sectores sociales.
La guerra civil ucraniana de 2014, pensada para debilitar a Rusia, se transformó en todo lo contrario: nunca desde la independencia contó con una fuerza militar tan experimentada y una economía tan sólida, lo que altera los planes de Washington en Europa.
Esto contrasta con la imagen que los medios occidentales dominantes presentaron en el primer año y medio de la invasión: un país en caos, armamento obsoleto y tropas desmoralizadas. La propia presidente de la Unión Europea, Úrsula von der Leyen, en octubre del 22 dijo en un discurso que por las sanciones los rusos desarmaban lavarropas y heladeras para obtener semiconductores para sus misiles. Se presentaba que el apoyo permitiría derrotar a los invasores y creaba consenso acerca de continuar con los suministros. Ahora, según sondeos, solo un 10% de los europeos cree en una victoria de Kiev.
La ofensiva ucraniana iniciada en junio de 2023 terminó en un rotundo fracaso. Por el contrario, la constante presión rusa a lo largo del frente provocó la caída entre otras de Márinka, y hace unos días la estratégica ciudad de Avdíivka y la expulsión de los ucranianos del margen derecho del río Dniéper en Krinki. Esos avances locales, a fuerza de arrasar al enemigo con bombardeos masivos y poco empleo de tropas, podría provocar el desmoronamiento del frente ucraniano.
Para renovar la deteriorada imagen del gobierno (y eliminar a un posible rival político), Zelenski cambió al jefe de las fuerzas armadas Zaluzhny y a muchos oficiales vinculados con él. Además, la suspensión de las elecciones presidenciales en mayo bajo la excusa de la imposibilidad de realizarlas, podría hacerle perder mayor legitimidad tanto dentro como fuera del país y desencadenar conflictos internos.
En este contexto se observa un cambio en la prensa occidental: aparecen más notas acerca de la superioridad militar rusa y las masivas pérdidas ucranianas. Dentro del país aún se mantiene la imagen de los meses anteriores, en parte por la censura pero también producto de los prejuicios o de la convicción de los que informan. La cuestión es si los mandos militares no son presa también de estos prejuicios de la propaganda y sobrevaloran sus propias capacidades e infravaloran la de los rusos.
En Occidente, un conflicto pensado como limitado en el tiempo requiere mayores recursos económicos y militares para quebrar al enemigo cuando los propios arsenales de la OTAN están en niveles críticos y la producción de munición de artillería es muy inferior a la rusa y no puede revertirse en los próximos meses. Además, el conflicto en Gaza alejó de la atención occidental del tema ucraniano, lo que sumado al conflicto entre los representantes demócratas y republicanos en EE.UU. bloqueó la asistencia financiera a Kiev. Y para complicar aún más el panorama Donald Trump, posible próximo presidente, informó que bajaría los fondos para la OTAN y retiraría su apoyo a Ucrania. Esto consolidaría militarmente a Moscú en las fronteras inmediatas de la UE.
Por lo tanto, estamos ante un panorama geopolítico incierto acerca de cómo quedará posicionada la OTAN frente a un triunfo de Rusia. ¿EE.UU. seguirá financiando a esa organización o los europeos deberán asumir la mayor parte de su costo, a pesar de la recesión producto de las sanciones? ¿Convendría crear una organización militar europea autónoma de Washington para defender sus intereses o seguir subordinados pero protegidos? Y ahora autoridades en Europa afirman la posible invasión rusa a países de la OTAN, para reforzar la unidad y atraer la atención de los EE.UU. hacia el territorio europeo.
Además de los cuestionamientos de China y los BRICS al dólar y la hegemonía de EE.UU., ahora Washington deberá enfrentar planteos acerca de su rol al interior de su propio bloque.