Se dice que el género policial es el relato ficcional del capitalismo en descomposición y equivale al develamiento del secreto de la plusvalía con otro lenguaje. El corazón del dinero es el crimen; el género se trama sobre esa estela moral. Violencias crudas y razonadas conspiraciones, personajes caídos y justicieros a medias, pesquisas malogradas y fuerzas sociales desquiciadas abundan en la imaginación literaria de la narrativa que hace del delito su núcleo a descifrar. Crueldad, locura, vicio y desmesuras, cálculo y arrojo, inocencia perdida y pasiones tristes, ambición y traición; cualquiera podría agregar condimentos al puchero en el que se cuece el género negro. Pero también en esa materia crasa que habita a sus creadores como demonios a los que conjurar con las artes secretas de la escritura, hay épica. Y su fundamento: el código de honor.

No son muchos los autores policiales que narran a partir de su experiencia directa en el mundo del crimen. Mucho menos, del lado de la ley. En la Argentina hubo policías escritores, como el comisario Enrique Fentanes o Eugenio Zappietro. Pero entre ellos sobresale el caso de Evaristo Meneses -cuyo nombre y su pinta de duro y rudo parecen haberlo destinado a personaje de ficción.

Meneses era un tape morrudo que recibió el mote de El Pardo. Criado en Cuatreros, futuro General Daniel Cerri -un pueblito erigido alrededor del frigorífrico Sansinena que sería la CAP, cerca de Bahía Blanca-, era uno de los muchos hijos de un pequeño hacendado que tras una crisis se trasladó a Uruguay. Joven abocado a los oficios rurales, Evaristo era también un gran deportista. Supo ser boxeador amateur: se le adjudican 86 peleas y solo 4 derrotas, obteniendo el título de Campeón Nacional en Uruguay.

A los 20 volvió al país y se anotó en la Marina. Recorrió el mundo en la Fragata Sarmiento, donde llevó un diario que su biógrafa Yderla Anzoátegui reproduce en partes. A su vuelta, durante una conversación con un amigo sobre asuntos policíacos sintió el llamado del deber. Había dado con su vocación de justiciero a la que aspirara desde adolescente cuando en Cuatreros montaba un pingo en busca de un bandido rural de apellido Melgarejo que asolaba los campos. Rindió con facilidad los exámenes de la Federal y “rogó el puesto como quien pide una limosna”. Su primera operación fue capturar a un malandra solo, a punta de pistola, en el Café de las Trifulcas de Olivos, poblado de hampones que vieron con estupor cómo se lo llevaba encañonado. Eran los años treinta, los de la policía brava afecta a arbitrariedades, sobornos y picana, instaurada por el hijo de Leopoldo Lugones. Pero Meneses era lo que se dice un cana con códigos. Lo suyo era desfazer entuertos poniéndole el cuerpo en duelos personales en los que el contrincante era considerado, pese a la naturaleza delictiva de su accionar, un hombre al que respetar. Durante dos décadas actuó en la División Robos y Hurtos llegando a efectuar 1300 detenciones. Solitario habitante de la noche, recorría garitos y peringundines; conocía todos los recovecos, artimañas y refugios del malandraje al que, por lo demás, le infundía temor y respeto.

Corpulento, enhiesto, gastaba un traje oscuro con corbata finita, funyi escueto, y calzaba una matraca en el sobaco: esa presencia ominosa condecía con su rostro adusto, picado de viruela, el entrecejo fruncido y la mirada achinada. Broncíneo, distinguido, de contextura atlética, brazos poderosos y manos enormes, su mirada inquisidora intimidaba. El mentón saliente y la nariz achatada, las quijadas fuertes, el peinado a la gomina y la sonrisa gardeliana le daban un aire de Marlowe criollo. Aunque tenía arrastre, nunca se casó. Vivía en una casita del Bajo Flores con su hermana. Su inverosímil Violín de Ingres -esa pasión secundaria que cultivan algunas personas-, que no condecía son su imagen recia, era la pintura. Solía retratar a los delincuentes durante los interrogatorios -“mi arma principal es el lápiz”-, pero sobre todo imitaba obras clásicas de tema religioso y hasta llegó a obtener un premio del Fondo Nacional de las Artes.

Durante dos décadas fue “Meneses, Comisario Inspector”. Tras el golpe del ‘55 estuvo a cargo de la custodia de la Casa de Gobierno. Dos años más tarde volvía a la Federal como Jefe de Robos y Hurtos. Pero para entonces ya era una leyenda, que con el auge de la criminalidad cobró notoriedad pública: salía en los diarios y las revistas se disputaban su imagen que encajaba perfecto con su fama. Durante el quinquenio que acabó con el frondicismo – en el ‘62 se comió una interna y fue desplazado del cargo- esclareció innumerables delitos comandando operativos de alta peligrosidad, no pocas veces exponiendo la vida. Es en ese momento que se publica Meneses contra el Hampa, libro facturado por Yderla Anzoátegui -autora de sagas hagiográficas sobre Alem, Yrigoyen y la Madre María, además de un libro sobre las luchas feministas-, en los que se incluyen varios relatos del propio Meneses narrados en primera persona. El libro fue un éxito pero supuso un litigio contra la autora por derechos de autor, que Meneses ganó, obligándola a donar los dividendos para el auxilio de los hijos desamparados de aquellos que había mandado a la cárcel. Porque Evaristo era alguien atravesado por fuertes convicciones morales de raíz cristiana en los que la piedad mezclada con el barro de la violencia afloraba en momentos críticos.

En el relato “La caza de Hidalgo”, un maleante que había acribillado a sangre fría a un cabo de la policía que malogró un robo, narra las peripecias de su captura, una noche lluviosa, en las afueras de La Plata. Al enfrentarlo, escribe: “En ese momento oía los latidos de mi corazón como si fueran rudos martillazos asestados sobre un yunque lejano, pero me sentía aplomado y seguro. Sabía de su ferocidad, de su fama de tirador ambidiestro; sin embargo, tenía el pulso firme y fe en Dios. Caminé hacia él. Oí una detonación. Yo llevaba mi pistola a la altura del pecho y apuntando a medias hice funcionar el percutor. Una llamarada enorme partió del caño de mi pistola seguida de un estampido que retumbó como un trueno”. “Volví a apretar el gatillo apuntando rápidamente y una llamarada roja, como lengua de una enorme serpiente, iluminó fugazmente el cuadro. Hidalgo cayó pesadamente”. Meneses lo creyó muerto, pero al llegar junto a él oyó su ruego: “Sálveme, no me deje morir”. Entonces, dice, “Lo iluminé con la linterna, vi en su rostro la palidez de la muerte y la expresión de terror”. “Sus quejidos tuvieron la virtud de hacerme recordar que la vida de ese hombre, aún cuando había asesinado alevosamente a un policía, no me pertenecía, y que, por el contrario, después de lo acontecido, cargaba con un deber humano”. Ante la mirada atónita de los demás policías lo llevó en su auto al hospital.

En otro relato, un maleante que en apariencia se la tenía jurada le confesó: “Es verdá. Andamo en la pesada, y tupido. Pero yo nunca hablé de amasijarlo a usté, Don Evaristo. Una vez lo juné de lejos, pero le di el contra y salí de vuelo. ¡Cómo lo viá a amasijá a usté!”. Pudoroso y a la vez ufano, al referir sus entreveros, Meneses no deja de admitir su aprensión pero también una extraña calma que le permitía actuar con lucidez. Sin embargo, nunca se jacta de las muertes que infunde, más bien las narra con eufemismos que amortiguan el drama. “Frente a mí lo tenía tan cerca que hasta veía el proyectil escondido en el fondo del caño de su arma. Con la velocidad de la luz, le apunté pero la bala no salió. La del delincuente me arrancó el sombrero”. “¿Sentía miedo? Claro que lo sentía”. Hay tiros. Herido en trance de muerte, el malviviente yacía rodeado de “mis muchachos”. “Tuve piedad. Con sus pupilas clavadas en mí me contemplaba con una mirada mezcla de angustia y terror”. “Exclamó: ¡Perdón, Evaristo, ¿cómo pude hacer esto?”. “Me pidió un cigarrillo, se lo extendí. No pudo tomarlo. Entonces encendí uno con el que tenía en la boca y se lo puse entre los labios”. “Aunque delincuente, era un ser humano y urgía darle asistencia. Lo llevé en brazos hasta mi automóvil”.

Escenas borgianas, repetidas, matizan “interrogatorios escabrosos”, dudosos apremios lindantes con la ilegalidad y eficaces violencias en las que no vacila en incurrir para cometer sus justicias. “Escuché tres detonaciones seguidas y al tiempo que el Lacho parecía sacudirse en el aire, le vi una pequeña manchita rosada del tamaño de una moneda de cinco centavos sobre la comisura labial y enseguida se desplomó”. Remiso en describir las muertes infligidas, reflexiona: “Fueron horas de ansiedad para llegar a un final realmente amargo para mí, al ver que para hacer cumplir la Ley me vi en peligro de muerte y para conservar la vida tuve que quitársela a quien atentó contra mí y contra la sociedad infinidad de veces”.

El libro se cierra con el que fuera el caso más resonante de su época: el robo de los lingotes de oro sucedido en Ezeiza a comienzos del ‘61, que, tras meses de pesquisas frustradas (“el diablo aplaudía riéndose a carcajadas de nosotros”) pudo esclarecer aventajando al FBI, la Interpol, la Sureté y el Scotland Yard. Al obtener una declaración donde el apresado refiere que el robo se inició, como en el cine, con un “¡Esto es un asalto!”, Meneses, que previamente había descrito con minucia los procederes delicitivos, dice: “ciertas películas donde el espectador ve la pericia del ladrón no deberían exhibirse, son cátedra de enseñanza delictiva”.

Las siguientes décadas entró en un cono de sombra, del que salió convertido en personaje ficcional.

En los 80 recibió la visita de Juan Sasturain, director de la revista Fierro, y Carlos Sampayo, que junto a Francisco Solano López había escrito la historieta Evaristo inspirada en su figura. Displicente, observó los dibujos y deslizó algunos comentarios sin mayor entusiasmo. Antes de irse, les obsequió un relato inédito y su tarjeta personal: “Evaristo Meneses. Investigador Privado”.