El cuento por su autor

Este cuento es el reverso de otro que lleva el mismo título, escrito en 2012, en ocasión de un homenaje al escritor Wilson Bueno. El libro rojo que acompaña al protagonista en su travesía es nada menos que Mar paraguayo, novela transfronteriza y ejemplar que el autor me envió por correo, hace tres décadas, con una hermosa dedicatoria. Todavía conservo ese libro delgado y vibrante, de “gramática sin ley”, hablado en el dialecto de las espesuras por una mujer en Guaratuba; cada vez que lo leo termino enredado en los vaivenes de su floresta lingüística, amplificado y feliz. Una novela que, como pocas, supo tensionar con franqueza ciertas legislaciones entre Estado, escritura y lenguas nacionales; fue publicada en 1992 por Iluminuras, con un bellísimo prólogo de Néstor Perlongher. En las tramas del presente relato permanecen, como vagas noticias, distorsiones derivadas de la lectura de ese libro, la pretensión fallida de escribir con los chasquidos de la lengua y la memoria de empalmes cartográficos y sentimentales fondeados en el sur de Brasil, en aquellas aguas también las adhesiones sutiles de nuestro mar en la costa bonaerense.

Guarará

Hice el camino que conduce al mar paraguayo nada más para seguir, como quien se ciñe a las reglas de una premeditación ajena, el rastro del Santo Arponero, patrono de pescadores. Alguien –digamos una ex amiga que había pasado sus vacaciones en la playa– trajo de ese mar la figura del santo tallada en una pieza de madera. Ella –que dice conocerme como nadie– eligió el regalo perfecto para reprocharme por no haberla acompañado. Eso cree, conocerme “por fuera y por dentro”: no sabía, nunca supo –¿lo sabrá cuando lea este relato?– que le tengo pánico al mar desde chico. Esto es apenas una muestra de lo que te perdiste, dijo. Apoyó la estatuilla, se fue sin darme un beso y no volví a verla jamás. Una pena, porque nos queríamos. Quedé en silencio, atraído por la imagen elevándose desde el centro de la mesa, acto seguido medí en ese arpón finísimo la exigencia de una bienvenida: algo que nunca, desde mi infancia, aprendí a hacer. El olor a barniz de la figura impregnó todo en el departamento. Hice lugar en la base de una ventana que nunca abro. Desde ese día siempre mira a través de las ventanas: es mi Santo Arponero de la Vigilancia y me acompaña en todas las mudanzas. Celebro su pose defensiva, aun cuando podríamos pensar que el arpón horizontal revela una actitud de ataque. Con el paso de los días, el barniz fue evaporándose y dio paso a otros olores: ¿incienso?, ¿palo santo?, ¿cedro?, ¿sándalo?, no sabía muy bien. Hasta que en el vapor de un sueño regresó el árbol, en el árbol la madera y en el corazón de la madera la estatuilla del Santo Arponero: desperté y fui a los manuales. Ahí estaba: el verdor de la ficheira, más conocida como garapuvú o guarapuvú, que a mí me gusta más como suena. Esa madera siempre lista para hacer canoas. Un Santo Arponero tallado en guarapuvú; la crónica de un viaje anunciado porque bien se sabe que los patronos de los pescadores nunca deben quedar solitarios.

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¡Ay las espadas de la hodofobia! El viaje, digámoslo, estuvo muchas veces por suceder y fue suspendido. Hodofobia: hice trizas mis boletos. En este punto es importante, además, no confundir ineptitud o enfermedad con pereza. Ejemplo: mi ex amiga y yo. No, no así, así tampoco es, decía. ¿Cómo es?, le preguntaba. Y ella decía: Así. Hay que animarse a romper moldes. ¿Más rápido? ¿Así? ¡Claro! No puedo más rápido, le decía. No podía, me quedaba en el trastorno de un modo incapaz. Y ella, enemistada, descargaba sus arpones. Así no. ¡Es pereza, no ineptitud!, gritaba. Y se fue tal como había llegado, con la promesa de no volver.

El propósito del viaje, su espina, entonces, ya había sido clavada. Quise hacer como si nada y los días destruyeron el sopor pacifista: el Santo Arponero los contaba de lunes a lunes y desde la ventana los arrojaba sobre mi cara, igual que el guante de la riña. “Necesito que vayas a buscar a la Santa Tejedora”, dijo. No me molestó recibir órdenes de una estatuilla porque es algo que le pasa a cualquiera; más de una vez mis viajes habían surgido de motivaciones indeseadas.

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El sol brasilero y sus cuchillos: incendios de luz, morros y piedras arrojadas al mar para crecer como islas. Después el “guarará” o despelote de la Central de Autobuses. Alejándome de las palpitaciones del tránsito, doy al final de una culebra de calles con la Pousada Paraguaçu – você se sentirá em casa – não fornecemos roupas de cama e banho. Al fin en la casa del Santo Arponero, que es la mía. Estoy, por eso, impedido de extranjerizar. Bajo la noche estridente hundo este guarará mental en las almohadas. Hay que dormir porque la tarea es mucha. Hay que caminar hacia la santa. No sé cómo se hace. Tal vez haya que caminar en dirección al mar. Es un comienzo. Hagámoslo de una vez.

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En el sebo de Matinhos pregunto por algún libro sobre la vida del Santo Arponero; la empleada, que se hace llamar Hija del Sebo, se va al depósito y regresa con las manos vacías. De una mesa elijo un libro que menciona el balneario. Ese, claro, habla del mar, dice ella, como si quisiera participar del hallazgo, haciéndome ver que esa venta ya le pertenece. “Sí, un mar que no existe”, digo en un murmullo, para contradecirla con suavidad. Hija del Sebo tira del libro y dice algo parecido a esto: “Una historia de amor enredada en lenguas. Y el mar, ese mar de ahí: una linda mentira”. Entran otros clientes, ella hace señas de que espere, no le hago caso porque empiezo a sentirme mal, pago y me planto en el café de al lado, en una de las mesitas protegidas con un muro de arbustos artificiales. A media distancia, Hija del Sebo atiende a otros clientes pero no deja de clavarme la vista. Entiendo el enojo y me arrepiento un poco de semejante arrebato, pero no hay nada de qué disculparse. Apenas deja de llover salgo a caminar por la playa, con la esperanza de encontrar un rastro que me lleve hasta la estatuilla de la Santa Tejedora.

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Le cuento a Hija del Sebo que nací a pocas cuadras del mar, en Santa Teresita. En mi pueblo, durante las noches, el mar puede escucharse a un kilómetro de distancia. Es un sonido opaco, algunas veces brillante, siempre de entraña ciega, es un mar sin nombre el que inventa una lengua y la hace delirar para nombrarse, para entrar en la profundidad de las cosas. Una doble profundidad. Un fenómeno acústico que nunca se apaga. En ese mismo mar perdí un automóvil de juguete, carcasa roja en el agua dorada: lo plástico del auto iba y venía con lo siniestro del oleaje y desapareció en el instante en que un ojo se cierra: luz roja hundiéndose en la sin luz del agua y mi más preciado juguete en la garra del mar: derramé esas lágrimas sobre la plancha de agua, en el mismo lugar en el que hoy, cuarenta años después, voy a la playa, ahora en otro balneario: la tristeza es la misma; la pérdida, en cambio, se multiplica.

Ahora entiendo el beneficio en la necesidad de dar con la Santísima para que a mi regreso, en la unión de Arponero y Tejedora, todos los fantasmas desaparezcan.

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Imagino que mi ex amiga, en este mismo balneario, compró un cilindro de guarapuvú y en la posada se puso a tallar al Santo Arponero, nada más para que su arma se hundiera en mi corazón. Idea atractiva y por demás común, un fregadero dramático: alguien que erige una estatuilla para atrapar, en este caso, a un equis como yo. Eso estaba muy claro. Y yo estaba en ese mismo balneario, alentado por un misterio. ¿Tendría que tallar la imagen de la Santa Tejedora? La estatua del Santo Arponero tenía inscriptas las iniciales B y W en cada una de las plantas de los pies. Intenté nombres sin éxito; un intermediario, pensé. Existía la posibilidad de que la estatuilla proviniera de otra playa, incluso de algún poblado más o menos cercano, una aldea de pescadores, Campeche o Matadeiros, ¿cómo saberlo?

Regreso del mar por el camino de la librería. Hija del Sebo se acerca y dice: Creo que sé dónde hacen las imágenes de santos. De chica iba siempre a la Igreja de San Pedro, ¿o era San Paquito? Iban casi siempre los hijos de los hijos de los primeros tripulantes de los barcos balleneros. Queda camino al aeropuerto, antes del club de pesca, ahí un hombrecito torneaba imágenes de santos. Fue novio de mi abuela. Cómo se llama, pregunto. Wilson, dice ella. Ah, Wilson. ¿El W del Santo Arponero? Sí, sí, preguntá por él, los pescadores te van a decir.

Wilson. ¡Igual que este!, digo, y levanto mi libro.

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A diferencia de Cefas, Simón Pedro o Salvador, el Santo Arponero es una figura de aspecto pendenciero. Nadie en el espinel de Barigui, Poço do Rato, Capinzinho, Boguaçu Grande quiso darme pistas, aunque fueran falsas. Nadie lo conoce a Wilson, dice uno, pero tengo un amigo que puede hacerle una estatuilla de la santa. Le digo que sí y corre a buscar a un tal Edison. Para mi sorpresa, el artesano sólo tiene dedos en la mano izquierda. Le comento que necesito una estatuilla de la Santa Tejedora. Me pregunta cómo es. Es parecida a la Virgen de la Misericordia, digo, no… en realidad es una réplica del Santo Arponero al revés. Padroeira ¿oscurísima?, ¿clara? ¡No sé!, grito y Edison se retrae. Pienso rápido. Y digo: Se le apareció a un joven en un basural y la confundió con una ardilla. Ah, sí, ¡sí! Dicen que la Santa Tejedora le ordenó al joven que le llevara los instrumentos para hacer un paño de red donde construiría una ciudad. ¿Guaratuba?, pregunta Edison. Ajá, digo. ¡Es por acá!, dice Edison. Hacemos negocio y dice: Usted no mire mi trabajo, vaya al barzinho a tomar una pinga, pídame una para mí y me la hace traer, cuando la imagen esté lista yo la llevo ahí, con usted. Ahora págueme.

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Llueve tanto que no se ve el mar y Edison no aparece por el barzinho. En la pousada me espera Hija del Sebo. Hablaremos después. El sexo, como se dice, a tiro de piedra: indistinción, lamidas ásperas, así dicho por el libro rojo cuando no hay nada que explicar: toda se enlambe su língua destra. Ponemos unas mantas en el piso y nos quedamos adheridos al frescor del piso. En una obra de teatro, dice, estuvo a punto de hacer un desnudo. Una Venus. Una Medea. Una Penélope. Faltó disciplina. Nunca ensayamos, dice. La profesora fue expulsada de la escuela, acusada por trascendidos de amor ilegítimo. Tras un juicio que involucró al hijo de un diputado, la escuela de arte dramático cerró. En el edificio funciona una compañía de seguros, ahí cerca… entre los…

Hija del Sebo se duerme y aprovecho para ir con Edison a ver si terminó su trabajo. Aparece sudoroso de pinga y bajo la luz amarillenta él se precia de ser una escultura. Una Venus. Una Medea. Una Penélope. La pesca, grita en mi cara, es un simulacro. Le pregunto por la Santa Tejedora. No hay peces, dice, las redes están siempre vacías porque el mar ya no tiene nada que ofrecer, todos los peces provienen de criaderos instalados con capitales gringos. Exijo mi dinero, lo agarro del brazo. Hijo de la peste, dice. Alguien me advierte que no lo moleste porque lo acaban de despedir y podría agredirme sin razón. No, no lo dice así. Dice: Edison tiene capacidad de matar o morir. A partir de ahora, dicen, está viudo de barcaza; un pescador en tierra, extraviado del mar, qué gran deshonra.

En Poço do Rato encuentro a Hija del Sebo. Le explico lo que pasó. Salgamos de acá, dice. Vamos por unas cervezas. El asunto es así: cuenta la leyenda que hay piedras vivas en el mar, capaces de volar detrás de las embarcaciones de guarapuvú y destruirlas. Los pescadores no guardan silencio para engañar a los peces; en realidad, evitan que aparezcan esas piedras voladoras que ahora salen del infierno del capital. Quiero decir que es una lucha que empezó en otras épocas y nadie sabe cómo va terminar.

Hacemos toda la costa preguntando por Edison; nadie lo conoce, nadie entonces lo vio.

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Al día siguiente, Hija del Sebo me pide que por última vez vayamos a la playa. No puedo, le digo, corro el riesgo de quedarme a pie. Hay riesgos que es necesario transitar, dice. ¿Aunque me vuelva con las manos vacías? El Santo Arponero va a echarme de la casa. Ella sonríe, me toma de la mano y bajamos hasta la Praça dos Namorados. Escuchá. No se oye nada. El mar está planchado. Shhh. Escuchemos, dice. Apoyo mi oído en la lona de agua. No oigo nada, repito. ¡Ahí no! Más acá, dice. Reconozco en esas palabras la de mi ex amiga. Y en la superficie del libro rojo oímos las modulaciones del mar paraguayo en una lengua que no para de decir.

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A punto de subir al ómnibus, Hija del Sebo pone en mis manos una muñeca hecha con paños de red. Es para que acompañe al Santo Arponero, dice. La hizo Edison anoche, en la comisaría. Lo detuvieron por encadenarse a la barcaza en la que trabajaba y su familia nos pidió que lo ayudáramos; pidámosle a la Santísima Tejedora un milagro de emancipación. Rezamos. Alzamos las miradas al cielo. Y en el acto de entregar los ojos se suelta la grandísima lluvia que apaga el infierno en todo el balneario. Hay un abrazo de despedida, un precipitarse de los cuerpos que no debieran separarse, ella lanza un grito relámpago: ¡Guarará! Guaratuba guarapuvú guarará guaraní guará y toda la conversación ya es un enredo.

Gran pobreza la mía en apuntar, tardíamente, lo que hay.