El hombre se levanta. Con prolijidad enrolla la carpeta donde reposó su cuerpo en la noche. Llega al baño. Recorre cada paso de su higiene con una llamativa convicción. Su mente está donde su cuerpo. El encuentro con el sol de la mañana así lo atestigua. Una sonrisa saluda la jornada antes de tomar un café en la camioneta que conduce rumbo a su trabajo. Se trata de una poesía tan simple y compleja como la vida misma. Entregarse a los momentos. Pero no estamos en una fiesta. O más bien, el día es una como una sigilosa fiesta. Una manera de honrar la existencia sin necesidad de justificación alguna. Celebración de la gratuidad. El film -porque estamos hablando de una película- muestra un hombre cuyo trabajo es limpiar baños. Así, tras beber su rápido desayuno arranca el móvil que lo lleva a los distintos sanitarios públicos de la ciudad. La ciudad es Tokyo. Y el director de la peli es Wim Wenders. Sí, sí, el de Las alas del deseo y París Texas. Según parece, Wim se enamoró de Tokyo y Tokyo de Wenders para hacer una maravilla que en este caso se llama Días perfectos.

Con tal convicción, Hirayama (KojiYakusho) se entrega al trabajo de hacer brillar el lugar de los desperdicios, las inmundicias, los restos, lo que no sirve, lo que está demás, todo aquello de lo que las personas necesitamos despojarnos para creernos bellos y buenos: el in-mundo del cuerpo. De hecho, según Lacan: “el hombre se caracteriza en la naturaleza por el extraordinario embarazo que le produce, cómo llamarlo Dios mío de la manera más simple, la evacuación de la mierda”[1]. Bien, allí mismo donde -para no sentirnos una mierda- hacemos de este mundo un infierno demencial, el director del film ha logrado que la repetición de cada gesto adquiera una identidad propia. Una elección que con probabilidad no sea casual.

En un libro que con toda pertinencia se llama El Elogio de la sombra, Junichiro Tanizaki observa: “no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento”[2]. Lo cierto es que la película no escatima imágenes para dar fe de esta dedicación por la belleza en las construcciones destinadas a recibir las sustancias del cuerpo.

Así, Hirayama se entrega a su tarea con delicada seriedad. A través de sutiles matices la narración marca la diferencia entre el delirio obsesivo y la honestidad propia de quien se deja acompañar por los imprevistos y oportunidades cotidianas: una niña encerrada en un baño; las vicisitudes de un joven compañero de trabajo con su amada; la contemplación del baile de un indigente o el ta-te-ti que juega con un desconocido por medio de un simple papel, ilustran esa vocación exquisita. Una fina disposición que se hace explícita en el intento de atrapar con su cámara pocket el fugaz instante en que la luz del sol ilumina el roce de las hojas. Momento al que el idioma japonés dedica una palabra de imposible traducción en las lenguas occidentales: komorebi. Párrafo aparte merece la música que este hombre escucha en viejos cassettes mientras con su camioneta recorre el mapa sanitario de la ciudad. Una sonoridad cuya potencia insinúa una pasión dispuesta a iluminar cualquier retrete.

Pero Hirayama no es Diógenes. Su posición subjetiva le permite trascender el exigente sistema que le marca las horas en la esfera cronológica del tiempo. Lograda metáfora de quien –por atreverse a recorrer sus oscuridades- descubre los reflejos que habitan entre el día y la noche. Hirayama se deja vencer por el sueño no sin antes entregarse a una apasionada práctica de lectura. Entre “el miedo y la ansiedad” dice su librera mientras le recomienda un libro de Patricia Highsmith. Primer indicio de un pasado que, por cultivado, hace posible ese amoroso saborear de los Días Perfectos. Un descubrimiento al que Hirayama accede sin advertir el efecto que su sensibilidad imprime en el entorno. El beso que la joven y atractiva amada de su compañero le estampa en la mejilla al bajar del auto o la canción que interpreta la bar-girl de un local interrogan la elección de este hombre que eligió ganarse la vida limpiando baños. Crucial opción cuyo particular compromiso con el deseo parece dejar en suspenso el sexo y la relación con su familia de origen. La sorpresiva visita de una sobrina actualiza el conflicto que Hirayama había postergado para acceder a los Días Perfectos. Sexualidad y muerte se hacen presentes. Tras observar a una pareja abrazarse, entre el miedo y la ansiedad Hirayama fuma y bebe frente al río. En ese momento aparece un par, un hombre de su edad. Un juego de sombras que la genialidad de Wenders hace palpable en este encuentro con, nada menos, el ex marido de la bar-girl. “¿Ves? Una sombra sobre la otra no se hace más oscura”, dice un repuesto Hirayama. Como si solo se tratara de acomodar las marcas del pasado en el presente para así convivir con los claroscuros de la existencia. Tarea que por cierto lleva toda la vida. ¿Secreto de los Días Perfectos, quizás?

(1) Jacques Lacan, “Mi enseñanza y otras lecciones”, Buenos Aires, Paidós, 2022, p.48.

(2) Junichiro Tanizaki, “Elogio de la sombra”, Madrid, Siruela, 2010, pp. 16 y 17.

*Psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.