Me bajé del colectivo y desde que apoyé un pie en el camino lleno de barro, sentí que esa visita iba a ser distinta. El colectivo me dejaba a tres cuadras, donde me esperaban dos perros escuálidos que me ladraron pidiendo a gritos un pedazo de carne. Caminé pensando que cada vez que volvía, removía recuerdos que pensaba olvidados.

A La Negra la conozco desde que nací. Su rancho estaba pegado al mío, donde me crié con una tía y dos primos varones. En su rancho, a diferencia del nuestro, tenía un patio enorme.

‑-Negra, ¿puedo quedarme con vos un rato? Mi tía trabaja todo el día y llega re tarde, y mis primos me tiran del pelo y me hacen burlas? ‑le preguntaba con seis años en la puerta de su rancho. La respuesta de la Negra era siempre que sí.

Aplaudí varias veces hasta que la Negra se asomó para abrirme, a diferencia de la última vez que la había visto, caminaba más despacio, apoyada en una rama larga transformada en bastón. Nos dimos un abrazo y me senté en una silla en el patio. Mientras estaba sentada, La Negra fregaba la camisola con lo poco que quedaba del jabón. El balde estaba lleno de espuma y ella fregaba y fregaba; solo paraba a sacarse la transpiración de la frente con el brazo. Mientras fregaba, tarareaba una canción. Siempre pensé que su obsesión por fregar era una especie de terapia para mantener la mente ocupada, pero el día que intenté decirlo me cortó en seco: ?Viviremos con mucha tierra y barro m?ija pero la limpieza, es la limpieza?.

Desde que nació le dijeron "la Negra". Nunca entendió muy bien por qué, si donde vivía eran todos bien morochos. "La piel del color del barro cuando está mojado", decía.

Lo que quedaba de esa tarde, permanecí en la silla, sentada, mientras ella o fregaba o arreglaba los yuyos altos del patio. Después de un rato decidí sacar de la mochila un libro de la facultad y estudié manteniendo el silencio. La Negra era de pocas palabras, -"a mí me gusta hacer m'ija, no me vengan con tanto parloteo"-, y por eso nuestros encuentros se mantenían la mayoría del tiempo en silencio. Nuestros silencios nunca fueron incómodos, cuando era una nena nos encontrábamos en esa compañía que las dos necesitábamos, las dos por distintos motivos, ella por ser viuda, yo por haber estado bastante sola. Ahora que habían pasado los años, nuestra relación se mantenía de la misma forma, en esos silencios largos.

Ese domingo amaneció soleado, me desperté con el canto del gallo y el ruido de la pava con el agua por hervir. Los mates en el patio, y la Negra, ya fregando. Había dormido poco porque había estado desvelada, ese rancho me traía demasiados recuerdos: mis primos que no vi más, mi tía que ya había muerto, la Negra que cada vez la veía menos, entre los exámenes, la residencia y el hospital se me hacía cada vez más complicado. Esta vez la había notado más vieja, con la piel morocha como siempre pero más arrugada, con los párpados caídos que achicaban sus enormes ojos color café y sus piernas cortas que arrastraba con la ayuda de la rama de un árbol.

-‑Negra, escúcheme, por qué no come algo en el desayuno, anda fregando hace un buen rato y recién amanece, necesita fuerzas para empezar el día. Siempre en el hospital recomendamos a los pacientes que coman algo apenas se levantan ‑le dije mientras tomaba un mate caliente.

Nunca imaginé su respuesta...

‑-Usted porque hace años que no pasa necesidades, hace unos meses que acá hay que elegir m'ija. Una sola comida al día.

Terminó la frase, con las manos llenas de espuma miró el cielo, rezó un ave maría y siguió fregando.

No pude decir una palabra más en todo el día. Sentí un nudo en la garganta, que después se transformó en un nudo en el estómago que me hizo olvidar el hambre por el resto de mi estadía. En el almuerzo intentó ofrecerme una porción de su plato de fideos, pero no pude, así que como excusa le dije que me dolía la panza para que no insistiera.

Esa tarde, cuando me tomé el colectivo para volverme a la ciudad, me recordé en esa nena, viviendo con una tía poco cariñosa, con dos primos varones que nunca me aceptaron, me recordé en esa nena que se sentía -y que se sigue sintiendo‑ rescatada en ese rancho junto a ella. Los nudos en la garganta y en el pecho se transformaron en palabras, esas palabras no dichas, no habladas, no manifestadas, que decidí escribir en un papel.