No ha habido banda de Chick Corea que no fuera un súper grupo. Y la que conforma junto con el baterista Steve Gadd no es una excepción. No se trata sólo del virtuosismo de cada uno de los integrantes y del ajuste excepcional que siempre han logrado sus grupos, sino de algo que proviene de un cierto rincón del rock de comienzos de los 70 y que se relaciona, más precisamente, con la primera parte de la formulación: con lo “súper”. El lema del tecladista, tanto ahora como en los ya lejanos tiempos en que reformuló al jazz rock, es más alto, más lejos y más fuerte. No es la idea de la visceralidad del rock, eventualmente, la que prima sino, más bien, la del poderío.
Esta banda es, en rigor, una suerte de destilado de distintos grupos de Corea. Gadd, que allí estuvo en el 73, en el momento en que Return To Forever despegaba del formato más camarístico y latino de sus comienzos con Airto Moreira y se internaba en la vorágine de la electrónica y, sobre todo, de los cortes y quebradas a velocidad de la luz, fue parte de muchos de los proyectos más impotantes del pianista en esa década y en la siguiente: The Leprechaun, My Spanish Heart, el encantador Friends y el poderoso Three Quartets. Steven Wilson fue el saxofonista del sexteto Origin, a fines de los 90. Y la fenomenal dupla de Del Puerto y Quintero era la turbina de propulsión en The Vigil (con quienes el pianista estuvo hace tres años). El único recién llegado es Loueke, uno de los artistas más originales y versátiles del momento y capaz de entablar con Corea los diálogos musicales más frenéticos y perfectos. El pianista aparece, en todo caso, como el inventor de una nueva categoría: la banda tributo pero a sí mismo. Y lo hace, por supuesto, a las mil maravillas.
En un teatro repleto, el arco contenido entre “Night Streets”, el tema que cerraba My Spanish Heart y que aquí abrió la presentación, y el cierre con “Return To Forever”, el tema incluido en el primer disco de aquel grupo al que dio su nombre, contuvo todos los elementos esperables. Y el grupo, distendido y feliz frente a una audiencia tan cómplice como multitudinaria, jugó su juego con generosidad. Los clásicos se alternaron con algunos temas nuevos, que forman parte de Chinese Butterfly, un disco hasta ahora publicado, como adelanto, sólo en Japón y en una versión en alta definición. En particular “Serenity” y “Spanish Song”, que incluye en su interior una especie de falsa sonata para piano de Domenico Scarlatti, fueron el contrapeso exacto de la explosión de los prolongados solos de “Night Streets”. Corea, uno de los que fue capaz de diseñar un estilo más reconocible en los teclados electrónicos, fue de allí al interior del piano y de los efectos a su exquisito sonido perlado y ese fraseo cristalino que sigue haciendo de él uno de los grandes pianistas del jazz. Loueke, con su guitarra/ sintetizador, fue capaz de emular las imitaciones que los teclados hacían de su instrumento y ese enmascaramiento de timbres fue particularmente rico. También cantó y a su asombroso control instrumental sumó los contrapuntos y las acentuaciones cruzadas de patrones rítmicos africanos que aportaron singular interés al planteo del grupo. Gadd, de técnica depurada y sonido portentoso, sigue siendo un dechado de imaginación y precisión. Y Del Puerto y Quintero no estuvieron a la zaga.
Los rituales, ya se sabe, necesitan tanto de oficiantes como de una comunidad imbuida por la fe. Para esta celebración en particular, que ya lleva unos cuarenta años de historia en común –se extrañaban, claro, las presencias de Luis Alberto Spinetta y Charly García, entre otros músicos infaltables en las primeras visitas de Chick Corea–, Buenos Aires fue, nuevamente, un escenario propicio.