A pesar de tratarse de una nueva adaptación de la novela del estadounidense Thomas Cullinam y a la vez de un remake del clásico de 1971 dirigido por Don Siegel y protagonizado por Clint Eastwood, El seductor consigue expresar la particular mirada de su directora, la talentosa Sofia Coppola. Se trata de una historia ambientada durante la Guerra de Secesión, el conflicto civil que enfrentó a los estados abolicionistas del norte contra los del sur esclavista, en la que un yankee (soldado norteño) gravemente herido en una pierna es auxiliado por una niña del sur, quien lo ayuda a llegar hasta el seminario Farnsworth para señoritas, donde ella vive y estudia. Ahí recibe las curaciones de la señora Martha, regente del instituto, quien en lugar de entregarlo como prisionero al ejército confederado, lo habitual para casos como ese, decide darle asilo hasta que se recupere.
Igual que en la película de Siegel, Coppola deja planteado el conflicto rápidamente y con precisión: la llegada del hombre provoca un cataclismo hormonal dentro de ese gineceo habitado por Martha, la maestra Edwina y cinco niñas que atraviesan distintas etapas de la adolescencia. A ellas, recluidas en una típica mansión sureña cuya arquitectura remeda el estilo griego que de algún modo anticipa la tragedia que ahí tendrá lugar, la presencia del cabo John McBurney las expone de golpe a todo aquello de lo que esa clausura pretendía resguardarlas: el deseo y el miedo. Acostumbradas a un aislamiento casi de convento y aterrorizadas por historias en las que los soldados del norte se dedican a saquear las casas de sus enemigos y a violar sistemáticamente a sus mujeres sin distinción de edad ni clase, el soldado provocará en ellas reacciones encontradas.
Todo eso queda expresado cuando Martha cura y limpia al inconsciente cabo McBurney, en una escena que parece reproducir la imagen de una Pietá en la que la mujer sostiene y atiende al cuerpo inerte del hombre. Aunque no tan inerte como para aun así encender en ella los ardores de la carne con una avidez que quizá creía haber olvidado hace mucho. La imagen de ella de rodillas, aseando acalorada el cuerpo semidesnudo del varón con un paño húmedo, le da a la escena el aire religioso de ciertas pinturas renacentistas y cumple a la vez con la misión de mostrar la lucha entre el deber y el deseo. O mejor todavía, entre virtud y pecado. El modo en que la luz cae sobre ellos en forma de hebras a través de las altas ventanas de la estancia, esfumándose entre los pliegues de las cortinas, refuerza esa idea.
Dicho mecanismo puede ser trasladado a cada una de estas mujeres, aunque no todas lo vivirán con la misma carga. Porque si para Martha (Nicole Kidman) marca el retorno inesperado de la pasión perdida, para Edwina (Kirsten Dunst) corporiza el anhelo del amor con el que sueña y que hace rato merece. En cambio para las chicas representa un abanico de necesidades y emociones que van desde el despertar sexual y un salvoconducto contra el tedio de la reclusión para las más grandes, hasta una figura masculina, incluso paternal, para las pequeñas. A todo esto el cabo McBurney (Colin Farrell) es el convidado de piedra dentro de este festín. Aunque él se sienta protagonista, con un harem solícito dispuesto a satisfacerlo en cada una de sus necesidades de hombre decimonónico, la realidad es que apenas es un vehículo. Sobre él viajarán cada una de estas expectativas que su presencia genera, yendo desde el kilómetro cero del encierro –que no es sólo literal, dentro de las paredes y cercos del caserón, sino también el de cada una de estas mujeres dentro de su propia feminidad dormida– hasta vaya a saber dónde. Quienes vean la película podrán enterarse.
Haciendo gala de un gran manejo del arco emocional, Coppola permite que cada personaje haga su camino, sin buscar responsables ni echar culpas. Y parece entender que en esta historia cada uno carga con sus propios dolores, miedos y, sobre todo, deseos condenados a no ser satisfechos. O al menos hasta cerca del final, en el que la última mirada que Martha le reserva al cabo McBurney parece habitada por cierta malicia, sugiriendo un goce oscuro que produce un doblez inesperado tanto en el personaje como en el relato. Coppola se sirve de eso para sorprender con sutileza, descubriendo un abismo justo delante del espectador a pasitos nomás de los títulos finales.