El cuento por su autor

La lectura alimenta el deseo de escribir y otorga herramientas para el oficio, pero la realidad ha sido para mí desde hace muchísimos años una fuente inagotable de puntos de partida. Una frase, como en este caso, dicha con dolor por una persona muy cercana, fue el hilo que me trastornó y me llevó después de mucho tiempo (para mí los tiempos de la escritura siempre son morosos) a trabajar esa obsesión y volverla poco a poco irreconocible. Tal vez esta sea para mí, no voy a generalizar, una exploración en las tinieblas que anidan más allá de lo posible.

Lucrecia

Cuando tenía catorce años, mi madre me vendió a un gitano. Mejor dicho, me cambió por un automóvil. Ni siquiera por un auto nuevo y grande, sino por uno viejo y chico. Un 4L rojo que el gitano exhibía en la vereda de la concesionaria y siempre estaba brillante. Cada vez que pasábamos por ahí, mi madre suspiraba y decía “ya lo vamos a comprar”. Yo no entendía cómo íbamos a hacer porque éramos pobres, más pobres que nunca desde que mi padre se escapó del pueblo con otra mujer. Sin embargo, mi madre miraba ese autito y me decía eso. El gitano, que siempre estaba a la expectativa, la miraba suspirar y sonreía y le brillaban los ojitos negros y le temblaban los bigotes anchos, pero no se levantaba de la silla.

Eso pasó muchas tardes de muchos meses, hasta que un día, el gitano se paró y vino hacia nosotras, se sacó la boina que siempre llevaba puesta y con ella me señaló a mí y sin dejar de sonreír, le dijo a mi madre:

–¿Cuánto querés por la chica?

Mi madre no contestó y yo no entendía de qué estaba hablando.

–Te la cambio por el coche –propuso el gitano y a mi madre, lo juro, se le iluminaron los ojos como si hubiera ganado la lotería. Yo di un respingo y estuve a punto de disparar, mi madre me leyó la intención y me sujetó muy fuerte de la muñeca.

-Hagamos bien las cosas –dijo el gitano– mañana te llevo el auto, te lo dejo, lo disfrutas un poco, lo pruebas y después que hagamos los papeles de la transferencia, yo me llevo la chica.

Mi madre asintió con una cabeza feliz llena de luces. Después, me soltó. En ese momento pensé que era una broma. No entendía que se podían vender personas como se venden cabras o vacas. Además, yo era flaquita, ni tetitas lindas tenía y siempre andaba con esa cara de empacada como decía mi padre, con la que no iba a conseguir nunca un novio. Así que cuando llegamos a casa, me olvidé del asunto. Por otra parte, mi madre se puso esa noche a moler maíz para hacer sopa paraguaya al otro día y yo me dediqué a limpiar los santos de cerámica que mi madre tenía en la galería y pensé en otras cosas. Tampoco mi madre habló más del asunto, sólo sonreía como si fuera una ocurrencia del gitano.

Me equivoqué. Al otro día, cerca del mediodía, el gitano llegó en el 4L rojo y la llamó a mi madre. Me asusté, me empezaron a temblar las piernas. Mi madre salió de la casa a las risotadas, el gitano la invitó a subir al coche del lado del acompañante y me abrió la puerta de atrás para que yo subiera. Y subí. Aceleró lentamente y salimos a dar una vuelta por el pueblo. Ya había varios vecinos que estuvieron espiando sorprendidos nuestros movimientos. Seguramente no entendían qué hacía ese gitano en nuestra casa, casa de dos mujeres solas y pobres, que ya no tenían siquiera un sulky para salir a vender sopa paraguaya, borí borí y chipa, porque el canalla de mi padre se lo había llevado cuando escapó con la otra mujer.

-¿Te gusta? –le preguntaba el gitano a cada rato a mi madre y ella asentía, más feliz que perro con tres colas.

Yo ya no tenía miedo, no le tenía miedo al gitano, pero estaba preocupada porque no sabía cómo íbamos a hacer para pagar el auto. Mi madre no era fea y no tenía más de cuarenta años, a lo mejor la compra a ella, pensé. Supe que el gitano se llamaba Yoel, tenía treinta años y era soltero. No digo que me gustaba, pero no me asustaba ya la idea de irme con él, de ser su mujer, aunque más no sea para salir de la pobreza y de los continuos reproches y castigos de mi madre. Yo todavía era virgen y hacía unos pocos meses que había tenido mi menarca. Me asusté demasiado cuando me pasó, pero mi madre se rió y me dijo que todo estaba bien, que ya podía tener hombre.

–¿Es virgen? –le preguntó muy serio Yoel a mi madre cuando volvimos a casa.

–Doy fe de que sí –dijo mi madre sin mirarme, confiada en que como estaba todo el día bajo su control, yo no me había acostado con nadie. En realidad, yo era muy tonta entonces y los varones no me atraían demasiado, además no tenía amigas que me calentaran el deseo.

–Si es así, cerramos el trato –dijo muy serio el gitano y se fue, después de entregarle las llaves del auto a mi madre que estaba muy emocionada. Ahí comenzó mi angustia, no mi miedo, pero sí la angustia de no saber cómo iba a seguir mi vida. Mi madre me había vendido como mercadería en buen estado, mi castidad era el capital más alto que había en nuestra casa. Cuando nos quedamos solas, mi madre, que apenas sabía manejar, guardó el coche debajo del parral, donde antes estaba siempre el sulky y me dijo con un tono amenazante:

–Te vendí por virgen, si no es así, te va a quedar chico el mundo para esconderte.

No contesté, no era necesario. Ningún chico me había tocado todavía, ni siquiera conocía un beso en la boca, estaba intacta para mi gitano. Esa noche no dormí, estaba confundida, no entendía por qué mi madre se deshacía tan fácil de mí, además no estaba preparada para que el gitano sin muchas vueltas me hiciera su mujer, pero también, sentía mucha curiosidad por esa nueva vida al lado de un hombre rico lleno de cadenas y anillos de oro. Al día siguiente no vino, tampoco al otro día, recién un lunes cerca del mediodía vino a buscar a mi madre para que firmara la transferencia en el registro del automotor. Yo me escondí y él ni siquiera preguntó por mí, no tuvo ninguna curiosidad por saber acerca de su nueva adquisición. Cuando volvieron y mi madre se bajó de su camioneta con una carpeta en la mano, Yoel le dijo:

–Esta tardecita vengo a buscarla. La quiero bañadita y perfumada.

Esa misma siesta, mi madre me hizo arrodillar sobre maíz ante la imagen de la virgen del Carmen y me pidió que le agradeciera tanta fortuna. Después, me hizo levantar el vestido y con una pichana me dejó la cola roja y ardiendo. “Si esta noche el gitano ve esas marcas, decile que te las hice yo para que sigas derecha y decente como hasta ahora”, me dijo y me ordenó que me bañara. Más tarde, secó y peinó con esmero mi cabellera de casi un metro que era mi único orgullo. Perfumadita, esperé al gitano que llegó cerca de las ocho de la noche.

Sin ninguna emoción, mi madre se despidió de mí con un beso en la frente. Subí a la camioneta y Yoel, sin decir una sola palabra ni mirarme, me llevó hasta la casa de una tía también gitana que vivía cerca del río. Era una casa hermosa, de dos plantas y la mujer me estaba esperando en la puerta, muy divertida. No paraba de hablar y de elogiar mi cabellera y mis ojos claros, me dijo que no me preocupara por mi flacura, porque ella se iba a ocupar de engordarme y hacerme deseable para todos los hombres en menos de seis meses. Yoel se despidió de su tía con dos besos y de mí, con la mano levantada. No me tocó ni me miró de ninguna manera especial y entonces me di cuenta de que no me quería para él sino que me entregaba a otros. Quise preguntarle a su tía pero ella se adelantó y me lo dijo:

–No, no vas a ser para mi sobrino, él prefiere seguir soltero.

Esa tía me a atendía con tanto cariño y esmero que a pesar de cierta desilusión que me había dado, me sentí bien. Tenía una habitación de lo más cómoda para mí sola y un baño instalado que me hizo olvidar enseguida la letrina de mi casa. Además, no tenía que hacer nada, solamente comer y dormir y probarme vestidos que la gitana traía para mí. Como no entendía nada de lo que me estaba pasando y sin embargo, todo era bueno, decidí no preguntar nada y ser lo más dulce posible, cambiar mi cara de empacada por otra más agradable.

Seis meses después, como me había dicho la tía, ya era otra. Robusta, con tetas bien definidas y una cola erguida que contemplaba varias veces por día en el gran espejo que había en mi habitación. Me gustaba mirarme vestida y también desnuda y fui advirtiendo mi deseo de ser deseada y hasta tocada por algún hombre. A Yoel no volví a verlo y tampoco hubo hombres que entraran en esa casa, sólo estábamos la tía, dos empleadas domésticas, la cocinera y yo. Mirábamos televisión y consumíamos chocolates y facturas con crema en grandes cantidades. “Comé, comé” me decía la tía a cada rato y se reía muy divertida. Al sexto mes, la tía me dijo que ya no iba a llamarme más María Pérez, que iba a tener nuevos documentos y me iba a llamar Lucrecia Trauko. No sabía que se podía hacer eso, pero no me disgustaba cambiar mi nombre y apellido y de esa manera borrar mi triste pasado. Además, Lucrecia me parecía un nombre importante de mujer importante.

Una noche, llegó un gitano alto y macizo, desbordado en kilos, que le dijo a la tía que ya era también mi tía, que venía a buscarme. Nunca lo había visto ni él tampoco a mí, me miró con detenimiento y elogió el trabajo de la mujer. Antes de llevarme en su Mercedes Benz, le habló por lo bajo a la tía y le preguntó:

–¿Estás segura de que es virgen?

–Como que hay dios –dijo ella y se largó a reír.

Al igual que Yoel, este gitano tampoco me concedió mucha importancia, tampoco me hablaba, sólo conducía en silencio y lo hizo durante horas. Cerca de medianoche, nos detuvimos en una hostería de la ruta a Posadas. Me llevaba a Misiones, según sus propias palabras antes de salir de la casa de tía. Ahí vivía él y ahí quería tenerme. Tuve ganas de llorar, muchas ganas. Este hombre, tan grande, tan voluminoso, realmente me asustaba. No era viejo, andaba por los cuarenta y me trataba con tanta frialdad y distancia que volví a angustiarme. Empecé a extrañar a la tía y a Yoel, pero estaba visto que para ellos, yo no significaba nada. Me habían engordado para venderme, a mejor precio seguramente, igual que los lechones que criaba mi madre.

Al otro día, temprano, en una casa hermosa, también de dos plantas como la de la tía, el gitano que me dijo que se llamaba Ery, me dejó en manos de una mujer muy parecida, tan agradable y servicial como ella, que me llevó a una habitación linda y ordenada que parecía esperarme. Ahora, Ery y la mujer me llamaban Lucrecia y como yo no estaba acostumbrada a ese trato, no siempre reaccionaba. Con la nueva cuidadora, que dijo llamarse Elisa y no ser gitana, nos hicimos amigas enseguida. Ella me aconsejó muchísimo. Me enseñó a caminar de modo insinuante, a mostrar parte de mis tetas y a tirar besitos achicando los labios. Como una putita sin ser una putita, me dijo y se rió. Yo le hacía caso en todo porque todo me parecía nuevo y divertido.

Ery no volvió por la casa durante mucho tiempo. Recién, después de dos meses, vino a hablar con Elisa y le entregó un cinturón para mí. Un cinturón extraño, que yo nunca había visto ni imaginaba que existiera. Tenía dos correas de cuero, una para la cintura y otra para la entrepierna, ésta iba unida a la anterior por atrás y por delante tenía un pequeño candado. Elisa me lo puso y me dijo de manera muy melosa:

–Es un cinturón de castidad, nena, como los que se usaban en la edad media.

Temblé. Muchas cosas había imaginado en mi vida fuera de casa, pero nunca llegar a tener algo así. Siempre me pensé más cerca de una violación que de semejante cuidado.

–Ery te quiere –dijo la gitana– nada le parece más valioso que tu castidad.

No supe qué contestarle, aquello me parecía un exceso de cuidado y un atropello a mi humanidad, tal vez más que si Ery hubiera intentado hacerme el amor. Con el cinturón puesto y a escondidas de Elisa, no hice otra cosa que llorar. Como yo tenía la llave, me quité el cinturón y fui al baño. No entendía en qué consistía el amor de Ery, de qué me cuidaba, por qué tanta desconfianza, por qué tanto temor de que yo perdiera mi virginidad. Curiosamente, esta represión tan alevosa, no hacía más que aumentar mis deseos y muchas noches me desperté bañada en sudor.

Una mañana, apareció Ery y le dijo a Elisa que esa noche íbamos a tener una fiesta en Foz de Iguazú, que me vistiera con lo mejor y no dejara de ponerme el cinturón de castidad. Elisa obedeció y a las cinco de la tarde, él vino a buscarme en su Mercedez Benz. Durante el viaje se mostró más atento que nunca y me dijo que iba a ser una fiesta especial, única, totalmente diferente para mi vida. Yo, que no hacía más que vivir de sorpresas, me puse en guardia. La fiesta era en un lugar reservado del hotel Covadonga y sólo había hombres mayores que fumaban y bebían. Ery se paseaba entre las mesas y recogía dinero que no dudaban en entregarle entre chanzas y risas. Yo estaba de pie sobre una pequeña tarima, donde el gitano me había dejado y empecé a presentir lo peor o al menos, lo diferente a todas las otras veces. De pronto Ery se me acercó y me tomó del brazo, me expuso a la concurrencia y dijo:

–Señores, un platito especial para ustedes. Virginidad garantizada a lo largo de mucho tiempo. Un bocadito inolvidable que sólo podrá comerse el que acierte con la llave.

Entonces, todos los presentes sacaron sus llavecitas y avanzaron como lobos hacia mi cinturón de castidad.