Después de caminar diez días entre montañas de cuatro mil metros de altura, Fernando Parrado y Roberto Canessa encontraron a la vera del río Azufre a Sergio Catalán, un arriero chileno que inició la señal de rescate tras cabalgar 160 kilómetros. Con la información de la ubicación precisa, dos helicópteros fueron al lugar en el que estaban las otras catorce personas que llevaban más de setenta días sobreviviendo en el Valle de las Lágrimas, Mendoza, bajo condiciones infrahumanas.
La historia del accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya en la cordillera de los Andes del 13 de octubre de 1972 y toda la odisea posterior fue narrada muchas veces, la última de ellas en La sociedad de la nieve, una de las películas de no habla inglesa más vistas en la historia de Netflix. Antes, Viven, otro éxito cinematográfico estrenado en 1993 bajo inspiración del libro homónimo que Piers Paul Read había publicado veinte años antes.
En ambos casos, los filmes contaron con el asesoramiento y la aprobación de los sobrevivientes, por lo que suponen la historia autorizada de parte de sus protagonistas. Pero no había sucedido lo mismo con la primera película que abordó el hecho, “Supervivientes de los Andes”, producción mexicana de 1976 con tecnología precaria (el alud con bolitas de telgopor) y un guión apoyado casi centralmente en la manera que los rugbiers uruguayos faenaban los cadáveres de sus compañeros para poder munirse de alimento.
Lo que ninguna de esas películas cuenta es ese último dramático día que transcurrió entre el primer viaje de los dos helicópteros y el siguiente: el fuerte viento de aquel 22 de diciembre casi los estrella contra las montañas y ni siquiera pudieron aterrizar, por lo que solo algunos pudieron subirse atajando el estribo en el aire y esquivando las hélices. Lo lograron seis de los sobrevivientes, mientras que los ocho restantes tuvieron que quedarse veinticuatro horas más junto a cuatro rescatistas a la espera de una segunda tanda que se demoró más de lo previsto.
Aquella tarde los H1 tuvieron que insistir varias veces para poder atravesar las altas cumbres mientras la ventolera los empujaba hacia atrás, hasta que finalmente lograron superar la montaña detrás de la cuál se encontraba el Valle de las Lágrimas, a pocos metros de la frontera con Chile. Luego sobrevolaron una media hora sobre el fuselaje del Fairchild que los uruguayos utilizaban como vivienda, pues tampoco podían hacer pie sobre la nieve.
Las naves hicieron cuatro intentos de descenso. En el primero arrojaron bolsones con comida y en el segundo se lanzó el andinista Sergio Díaz, director de la patrulla. Luego hicieron lo mismo los rescatistas Osvaldo Villegas y Claudio Lucero, además del enfermero José Bravo, antes de que pudieran subir seis sobrevivientes. Mientras periodistas de todo el mundo aguardaban a los helicópteros en el campamento de rescate de Los Maitenes, el Valle de las Lágrimas ofrecía el último capítulo de la supervivencia en los Andes sin que ningún medio supiera lo que allí sucedía.
Los recuerdos de los protagonistas son diversos y ofrecen escenas traumáticas. Los rugbiers invitaron a los rescatistas al fuselaje y éstos vieron una escena dominada por tiras de carne apoyadas sobre el techo, huesos desparramados y un hedor insoportable. Lucero preguntó si esos restos humanos eran producto de la acción de los cóndores y la respuesta lo dejó estupefacto, mientras que el mes pasado uno de los sobrevivientes agregó que aquel, por las dudas, exhibió el arma que tenía en la cintura.
Luego les hicieron observaciones médicas y les convidaron comestibles de todo tipo. Además encendieron una estufa, prepararon sopas y hasta largaron un mate. Pero los helicópteros no regresaban. Hasta que, en un momento, quedó claro que eso no sucedería hasta el día siguiente. Entonces el ambiente volvió a dominarse por la incertidumbre de otra noche durmiendo en la cordillera.
Los rescatistas compartieron el Fairchild hasta que el frío y la oscuridad los llevó a hacer uso de su comodidad portátil: una tienda de campaña que llevaban en uno de los bolsos. El libro Viven, de 1974, marca un momento de altísima tensión que nadie más volvió a contar: algunos de los sobrevivientes tomaron la negativa a dormir en el fuselaje como un desprecio a la hospitalidad ofrecida y entonces le exigieron a Díaz que pernoctara con ellos. “Le dijeron que si no se quedaba con ellos, a medianoche arrancarían las estacas de la tienda”, contó Pier Pauls. Es evidente que todavía perduraba el miedo de que jamás vinieran por ellos.
A pesar del entorno y la situación, Sergio Díaz y los ocho sobrevivientes pasaron una noche más agradable de lo imaginado, especialmente por el empeño que el andinista chileno le puso a la tarea comentándoles que el mundo estaba pendiente de ellos una vez que se supo del paradero. Además los invitó a cantar canciones y les recitó poemas de José Martí. Para Díaz también era una jornada sensible: el 23 de diciembre cumplía 48 años. Había acudido a varias misiones de rescate en la montaña pero era la primera vez que encontraba cuerpos vivos. Su sensibilidad aflojó el ánimo de todos, los preparó para lo que se vendría y les sugirió no revelar la manera que encontraron de alimentarse en esos 72 días.
Al otro día el sol alumbró con más fuerza y el cielo no presentaba ni una nube. Una buena señal: las condiciones meteorológicas eran mucho más favorables para el aterrizaje. Todos desayunaron té y café hasta que a las diez de la mañana apareció el primero de los tres helicópteros que se llevarían al resto.
Díaz quedó tan involucrado con la experiencia que decidió volver al valle el 18 de enero de 1973, ocasión en la que se enterraron los restos bajo una cruz. Su hija Marisol sostiene que toda esa empresa le costó la vida: Sergio falleció a los dos años y su aporte no tuvo siquiera un segundo de mención en ninguno de los filmes. Aunque quizás esa sola noche final en los Andes bien valga la pena una película entera.