La muerte de la abuela definió el futuro de Clara y de la bebé en el vientre de su madre. ¿Se puede extrañar a alguien que no pudo ser? La extrañó de chica. Sería cuando le pedía a su mamá un hermanito o una hermanita. La extraña más ahora, de vieja, cuando siente el dolor de su pérdida. ¿Cómo hubiera sido? ¿De grandes ojos verdes oscuros como su papá? ¿Delgada y de ojos marrones claros como su mamá?
Clara debe haber escuchado las conversaciones a su alrededor. Debe haber preguntado: ¿Y mi hermanita? En su cabeza se arma una imagen, no sabe si sucedió: la tía Graciela la toma de la mano mientras le dice “Te voy a llevar a verla”. ¿Puede ser que tenga un recuerdo tan vívido? Los pasillos del hospital eran largos, fríos, apenas iluminados. No le gustaban. Los mosaicos eran negros y amarillos, degastados y deslucidos por el paso del tiempo. Estaba asustada. Entraron en una habitación muy grande y helada. Siempre se le aparece la escena de la misma forma, con una literalidad pasmosa. Una lamparita en el centro daba una luz tenue, amarillenta, una tulipa de alambre la resguardaba. Bajo esa única luz se erguía una mesa alta, de mármol grisáceo con patas de metal. En su centro, un pequeño cajón de madera, la tía lo señaló. Clara no recuerda si dijo algo, pero la imagen le quedó grabada. ¿Cómo hubiera sido recibir a esa hermana? ¿Cómo hubiera sido crecer con ella? La extrañó cuando su mamá la iba a visitar a la cárcel y sus compañeras recibían a madres y a hermanas. La necesitó cuando su madre se enfermó de Alzheimer. Y aún más, cuando nació su hijo. Cada vez que recordaba aquel episodio no lograba entender por qué su tía la había llevado a ver el cajón donde yacía la bebé. Suponía que no había podido ponerle palabras.
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Ese año había venido a pasar las fiestas la abuela Rosa, la mamá del padre, su bobe querida. La bobe se descompuso la noche antes de la Navidad y murió en brazos del papá. Su mamá estaba embarazada de siete meses y también se descompuso cuando vio morir a la abuela en brazos de su hijo. Sintió cómo su vientre se daba vuelta. En la siguiente revisión el obstetra le dijo que el feto había cambiado su posición. Manipuló su vientre y la acomodó con la cabeza para abajo. Su mamá le contó que iba todos los meses a control, le acomodaban a la criatura y cuando bajaba la escalera de entrada del hospital sentía cómo volvía a su lugar.
Cómo hubiera deseado haber hablado con su madre. Esa dificultad de abordarla con sus preguntas e incertidumbres se sostenía, tal vez, en su miedo a provocarle dolor o, más aún, su propio dolor se lo impedía. Sin embargo, algo hizo que una tarde le contara que hubiera querido tener otro hijo o hija, que lo intentaron varias veces pero los perdía. Eso incrementaba su sufrimiento. Hasta que su papá le planteó que no buscaran más. Que ya tenían una hija y que no debía exponerse más. A pesar de esa momentánea confesión, nunca logró romper del todo el silencio que se produjo entre ellas ante la pérdida de esa hija.
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Volvía a su casa feliz, había rendido el coloquio de la última materia que debía del primer año y le había ido muy bien. Así que empezaría el segundo año sin deber nada, iba a gozar de las vacaciones. Encontró a su madre en el lavadero. Tenía, aún, la costumbre de lavar a mano la ropa. Le contó del examen y que ya había cerrado el primer año. Su madre la felicitó con un abrazo y siguió lavando.
Estaba tan contenta que bromeó: Mamá aún sos joven, no te animás a darme un hermanito. Ella se dio vuelta furiosa: Qué te parece si formás una familia vos y tenés los tuyos, ya tenés la edad. Clara se quedó helada, no esperaba tanta rabia contenida, irritada. Había tocado un tema duro. Sabía que tenía que hablar con ella al respecto.
El silencio regresó por mucho tiempo. La vida se encargó de que fueran surgiendo planes, trabajos. Llegó el momento de formar su propia familia y su madre fue envejeciendo. Cuando murió y sintió su ausencia se dio cuenta que en su vida un interrogante permanecía abierto y debía vivir con él.