EL CUENTO POR SU AUTOR
A diferencia de la mayoría de los cuentos que escribí, “Anidar” salió prácticamente de una sentada. La primera versión es muy parecida a la última. El contexto es previsible: unos meses atrás había nacido mi primer hijo. Durante el embarazo yo había ido tomando notas aisladas en mis cuadernos bajo el título “cuento de la chica embarazada”. Ahí estaba ya el comienzo, la primera frase de la madre. Estaban, también, la escena breve con la pregunta acerca de la juventud y otra en la que aparecía la palabra anidar. Palabra que yo desconocía hasta que un amigo me cruzó por la calle con un tarro de pintura y una bolsa con pinceles y cuando le conté que esperaba un hijo me dijo, como si nada, que claro, que estaba anidando.
De modo que lo único que tuve que agregar cuando me senté a escribir fue el calor sofocante y la restauración del ropero. Y listo. En poco tiempo, con asombrosa naturalidad, esas escenas aisladas confluyeron en el cuento. Era como si las piezas encastraran solas y encontraran su mejor forma sin demasiado esfuerzo. Eso no suele pasarme. Intuyo que en este caso fue así porque las acciones y los diálogos de esos apuntes preliminares daban justo con el tono que pedía la historia. Aunque la escritura era torpe, provisoria, habían logado captar la atmósfera en la que vivíamos: la emoción, el miedo, la ansiedad, la felicidad, la incertidumbre. Todo junto. Y todo al mismo tiempo.
Lo que yo no podía saber cuando tomaba notas, ni cuando imaginaba el cuento, es que la sensación de esa madre, esa cándida preocupación, esa suerte de nostalgia a futuro, iba a perseguirme diariamente desde que nació mi hijo. Narré la angustia de esa chica sin saber que, en realidad, narraba mi propia angustia por venir.
La ficción también es, entre otras cosas, una forma de conocernos.
Anidar
A Paula
-Extraño a Mateo- dice ella.
Están en el comedor y el silencio es absoluto. Ni siquiera llegan ruidos de la calle. Ella, sentada en el sillón, recostada casi, se mira la panza enorme y tensa. Un ventilador de pie le hace ondear los pocos mechones que escapan de la hebilla. Sólo lleva puesto la bombacha y el corpiño. Lógico, piensa él, parado frente a ella, inmóvil, con una botella de agua mineral en una mano y en la otra la bolsa con pinceles y rodillos y pinturas que compró hace un rato en una ferretería, con este calor y esa panza, vestirse sería una locura.
—¿Estás bien? —pregunta.
Acaba de llegar. La transpiración le baja, insistente, por la frente y las axilas. Necesita bañarse, ponerse ropa limpia y tirarse en el sillón a ver un partido de fútbol. Cualquiera. Eso es lo que necesita. Pero ahora está alerta. Ella le dijo algo raro y él no quiere dejarlo pasar.
Se queda mirándola. Sintiendo el peso de la bolsa en la mano. Cada segundo es más pesada. Ella no le contesta. Ni siquiera se mueve, como si no lo hubiera escuchado.
—¿Pasó algo? —insiste él.
Ella suspira antes de hablar, como si juntara fuerzas. Las tetas, ya enormes, parecen agrandarse más todavía.
—Eso... que extraño a Mateo —dice, sin mover ningún músculo del cuerpo, como si la voz viniera desde otra parte—. Lo extrañé toda la tarde, no aguanto más.
—¿Qué?
—Sí —dice ella—. Lo extraño.
Él se agacha y apoya la bolsa y la botella en el piso. El aire del ventilador en la camisa mojada de traspiración es una suerte de consuelo. Ahora están a la misma altura y puede verla mejor. De alguna manera sabe que ella está hablando en serio y sabe, también, que no tiene que decirle que es imposible que extrañe a Mateo, que Mateo está todo el tiempo con ella.
Por eso se queda ahí, en cuclillas, callado, esperando.
—¿Te parece raro? —pregunta ella. Y después, sin darle tiempo a contestar, agrega—: Hoy no se movió en todo el día... y lo extraño.
Él se tranquiliza un poco; sonríe.
—A la mañana se movió —dice—. Acordate, yo lo sentí antes de irme.
—Sí —dice ella, seca, como ofendida o enojada—, pero ahora no. Hace toda la tarde que estoy acá, esperando, y no hace nada. ¿Por qué no hace nada?
Por un segundo se la imagina como a una nena, quieta y expectante, mirándose la panza durante horas y horas en medio del silencio y del calor aplastante de la tarde y siente ternura y algo de fastidio y de cansancio, también. Últimamente todo es así: confuso, impreciso.
No puede decir eso.
No ahora.
Entonces se sienta en el piso porque ya le están doliendo las piernas y dice que, seguramente, Mateo está durmiendo.
—Sí, ya sé —dice ella—. Eso ya lo sé. Pero no me importa, yo quiero que se mueva... lo extraño.
Él no dice nada. No quiere dar un paso en falso. Está cansado y no deja de transpirar. Toma un trago de agua y después se pasa la botella por la frente, alguna vez se lo vio hacer a alguien en una película. El alivio es demasiado mínimo, demasiado fugaz.
Por la ventana ve que afuera la ciudad sigue ardiendo, insoportablemente blanca, incandescente.
—Hacía un rato que no lo sentía y empecé a extrañarlo.
—Es normal...
—Y pensé que dentro de unos años voy a pasar horas sin verlo; a lo mejor días —dice ella sin sacar la vista de la panza, como un cazador que temiera distraerse y perder la presa—. Y entonces, así, de repente, me di cuenta de que lo extraño, ya lo extraño, lo extraño a futuro, no sé... no sé...
La voz se le rompe y empieza a llorisquear. Tiene las manos apoyadas a los costados del ombligo y casi no las mueve. Sólo los hombros suben y bajan rítmicamente.
Él se arrodilla y le agarra las manos. Son como dos animalitos dormidos.
—Y pensé otra cosa también —dice ella.
—¿Ah sí? —dice él, con un tono más paternal y compasivo del que le hubiera gustado.
—Sí —dice ella. Se suena la nariz con un pañuelo que tenía escondido entre las piernas—. Pensé muchas. Últimamente pienso muchas cosas.
Parece que va a empezar a hablar, pero no. Se queda callada, como si quisiera organizar lo que va a decir. Él, mientras tanto, levanta un poco la vista. Hasta hace unos días la casa parecía una obra en construcción. Ahora ya está casi todo listo. Aunque a simple vista se notan las imperfecciones de las paredes y del techo, está orgulloso del trabajo que hizo, solo, sin ayuda de nadie. Un poco más allá, en la pieza de Mateo, el roperito a medio pintar parece señalarlo y recordarle que todavía no terminó, que lo está esperando.
Eso le dijo hace un rato al empleado de la ferretería cuando pidió la pintura: es para un ropero viejo que me está esperando. La idea de un ropero que esperara le causó gracia. Estoy arreglando un poco mi casa, agregó. Voy a tener un hijo. El empleado, que no lo había visto nunca y que, probablemente, no volvería a verlo, le sonrió y lo felicitó. Los hijos son lo mejor del mundo, le dijo. Él lo miró sorprendido, no esperaba ese entusiasmo de un hombre así. No podría decir por qué, pero no lo esperaba. Entonces, extrañamente, se sintió cómodo y empezó a contarle cosas que no le había contado a nadie todavía: le habló de las reformas que había hecho en la casa, de las paredes y los techos arreglados, de los pisos pulidos, de las cortinas y los adornos y los muebles. Y de las cosas que le faltaban, por supuesto. Entre ellas, ese bendito ropero que tanto trabajo le daba. Lo estoy restaurando, dijo, va a quedar mejor que nuevo... Anidar, dijo el ferretero, como si hablara solo, mientras hacía las cuentas en una inmensa calculadora, de esas que imprimen tickets borrosos e inentendibles. Él creyó que había escuchado mal, pero no le preguntó nada. Estaba arrepentido de haber hablado con ese hombre. Eso se llama anidar, aclaró el ferretero después, mientras ponía los pinceles, los rodillos y la pintura en una bolsa de nylon. Todos los animales lo hacen. Anidar, repitió él. La idea le gustó y volvió a sentirse bien. Salió a la calle insólitamente alegre. Estaba anidando como los pájaros; eso ennoblecía el trabajo. De repente el cansancio había desaparecido y él se sentía pleno y orgulloso. Y siguió así todo el camino, hasta que, llegando a su casa, en medio de ese calor insoportable y con el peso de las bolsas cortándole la circulación de los dedos, pensó que los pájaros no tenían que trabajar diez horas por días: así era fácil anidar.
Ahora, finalmente, ella levanta la cara y lo mira con unos ojos grandes, rojos y húmedos.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dice, suplica casi.
Él le dice que sí, por supuesto.
—¿Alguna vez pensaste que nunca vamos a ser jóvenes para Mateo?
—¿Cómo?
Ella asiente un rato en silencio antes de volver a hablar.
—Eso —dice después—, que nunca vamos a ser jóvenes para él.
Él dice que no entiende.
—¿De qué estás hablando? —pregunta, ya molesto y algo preocupado.
—Es así —sigue ella—. Para Mateo siempre vamos a ser gente grande con problemas de gente grande, con responsabilidades y preocupaciones y cansancio de gente grande. Nunca nos va a conocer como somos ahora: jóvenes, alegres y con energía. Nunca.
Ella baja la cabeza y cierra los ojos. Dos lágrimas perfectas y diminutas se desprenden de las pestañas, se deslizan por la nariz y caen en la panza, esquivando sus cuatro manos entrelazadas.
—Mi amor...
—¿Es así o no? —dice ella.
—No sé, nunca lo había pensado.
—Sí, es así —ella se suelta las manos para limpiarse la cara con el pañuelo—. Nunca seremos jóvenes para nuestro hijo. Es así. Es injusto. Pero es así.
Él la mira un rato largo, después mira la botella de agua y el círculo de transpiración que está dejando en el piso de madera. Tendría que levantarlo, tendría que evitar que se manchara.
No lo hace.
—Y si no somos jóvenes para nuestro hijo —dice ella—, ¿para quién entonces?
—¿Qué?
—¿Para quién? —insiste—. ¿Para quién fuimos jóvenes? ¿Para quién? ¿Para qué?
Ella lo mira a los ojos esperando una respuesta. Sinceramente, está esperando una respuesta. Como si con una frase o una palabra él pudiera protegerla. O como si él fuera el barco que viniera a rescatarla de una isla desierta en la que está sola y desesperada. Y él siente que tiene que hacerlo. Que tiene que salvarla y protegerla. Que ese es su rol, su obligación. Pero no puede hablar. Está aturdido. Acaba de descubrir que ella está hermosa. Le brillan los ojos y tiene la cara un poco hinchada de tanto llorar, pero está hermosa, misteriosamente hermosa. Y él quisiera decirle eso. Quisiera poder decirle que está hermosa y que lo demás no importa nada, que hay que hacerse menos preguntas y menos problemas, que hay que hacer como los animales que no piensan en el futuro, ni siquiera esperan, sólo anidan y eso los salva y los protege.
No puede decirle eso. Ella no lo entendería. Ni siquiera él entiende muy bien lo que está pensando. Entonces, para cerrar ese silencio que se abrió como un pozo entre ellos, dice que no sabe.
—No sé —dice, por decir algo, y sin querer siente que está sonriendo.
—No es gracioso. —Ella vuelve a mirarse la panza—. A vos todo te parece gracioso —dice y empieza a llorar de nuevo.
¿Cómo decirle que no, que a él tampoco le parece gracioso, pero que no sabe qué decir ni qué hacer? ¿Cómo decirle que sonreía de alegría, sonreía porque ella ahora le gusta, le gusta muchísimo, le gusta mucho más que en cualquier otro momento que recuerde?
¿Cómo?
No lo sabe. Lo único que sabe es que tiene que hablar, no puede quedarse callado. Abre la boca sin saber qué va a decir. Sólo para salvar la situación, para que ella no sufra y no se enoje con él.
Su voz, casi en tono de pregunta, dice:
—Para nuestros padres...
Ella frunce el ceño.
—¿Nuestros padres?
Él lo piensa mejor, está más sorprendido que ella todavía. No sabe por qué dijo eso, pero ahora le parece que es así, que esa es la clave que explica muchas cosas.
—Sí, claro —dice, convencido—. Somos jóvenes para ellos.
Al principio parece que ella va a rechazar la idea, pero después la cara se le ilumina poco a poco, como se iluminan las cosas al amanecer.
—Claro —dice—. Para nuestros padres, por eso...
No termina la frase. Larga un grito y se lleva las manos a la panza.
—¿Qué pasó? —pregunta él.
—Dame la mano, dame la mano.
Él le acerca la mano y ella se la apoya unos centímetros arriba del ombligo, exactamente en el mismo lugar en el que, unos minutos antes, había caído la lágrima.
—¿Sentís? ¿Lo sentís?
Él no siente nada. Espera unos segundos. En un momento le parece percibir un leve roce, apenas un contacto, menos todavía que una caricia. No está seguro. Igual, entiende qué tiene que hacer. Y lo hace.
—Ahí lo sentí.
—¿Viste? Nos estaba escuchando —dice ella—. Ya escucha todo.
—Sí —dice él en voz baja—. Ya escuchan todo.
Ella sonríe con ternura. Toda ella sonríe y él vuelve a pensar que está hermosa. Increíblemente hermosa. Ahora ella baja los ojos y empieza a hablarle a Mateo. Le dice que no tiene que hacer esas cosas, no puede estar tanto tiempo sin moverse, sin hacer nada, porque ella se preocupa. Se preocupa mucho, mucho. No hay que ser tan dormilón, le dice, y suelta un suspiro lento y profundo. Después, sigue hablando. Mientras afuera cae el día y el comedor se sumerge en una penumbra fresca y agradable, ella le sigue hablando a Mateo sin sacar las manos de la panza, como si fuera un oráculo que no puede detenerse. Habla sin parar, con una voz nueva, desconocida. Una voz triste y alegre a la vez. Maternal, piensa él y entonces se acuerda del viejo roperito a medio pintar. Levanta la cabeza y lo busca con la mirada. No puede verlo. Sabe que está ahí, a unos pasos, esperando. Pero ahora, ya de noche y con las luces apagadas, es imposible verlo.