En 2014, Stephen King inició una trilogía de novelas policiales que, además, presentó a un nuevo elenco de personajes. El protagonista era el ex policía devenido detective privado Bill Hodges, uno de esos hombres algo rotos, honestos e inteligentes que a King se le dan tan bien. La primera novela, Mr. Mercedes, comenzaba con una escena memorable: un auto caro que embestía contra una fila de desocupados en la madrugada -llevaban esperando toda la noche por un empleo modesto- y dejaba varios muertos. A Bill se le escapaba el atacante y, ya retirado, decide encontrarlo. Lo ayudan con el caso, entre otros, Jerome y Holly: un joven afroamericano y una mujer de mediana edad brillante, que vive atrapada en las redes de su madre posesiva y sus problemas psicológicos.
El personaje de Holly, se notaba desde entonces, iba a tener vida propia. Estuvo presente en el resto de la trilogía (Quien pierde paga y Fin de guardia); en la novela El visitante (2018), una de las mejores de los últimos años, Holly ingresaba en la trama para ayudar a la policía en un caso de enorme crueldad que se revelaba sobrenatural. En La sangre manda, una colección de relatos de 2020, le dedicaba uno a Holly, con ella ya jefa de la agencia Finders Keepers tras la muerte de Bill Hodges. Se veía venir un protagónico para esta mujer: La sangre manda no era el relato que se merecía, se trataba casi de un texto preparatorio. Holly, la novela de 2023, ya la tiene como protagonista absoluta.
Holly Gibney es una detective privada inusual. Tímida pero valiente, llena de rituales, fumadora, con más de cincuenta años, sin “intereses románticos” ni nada parecido, cinéfila, afectuosa, en permanente combate contra sus miedos, inseguridades, ansiedades y, por qué no, traumas. Pero en Holly, la novela, nada de eso importa demasiado. El personaje ya está definido. Y esta novela es lo que podría llamarse un King “intermedio”. Como sucede a veces, la trama está plagada de datos de la realidad (transcurre durante el brote de variante Delta del covid) y se mencionan los movimientos BlackLivesMatter, la sensación de indefensión y alerta de la comunidad negra y el intento de asalto al Capitolio: en este sentido es una de sus novelas políticas, con algo de intervención y mucha intención popular. Al mismo tiempo, es una gran novela sobre la vejez, quizá la más completa que haya escrito King hasta ahora, y donde la vejez -y el envejecer- son el disparador del terror. Porque esta no es una novela policial de procedimiento: es una novela de terror sin elemento sobrenatural pero con un gore desafiante y grotesco.
Una chica desaparece. Una joven bonita, sin conflictos, salvo la tensión con su madre. Deja atrás su bicicleta. La madre contrata a Holly. Y desde ese punto de partida se va intercalando la historia que, sin develar demasiado, puede resumirse así. En la ciudad, cercana al campus de la universidad Bell en el Medioeste, hay una pareja de profesores ancianos -ella crítica literaria, el biólogo- que bajo su apariencia de eméritos esconden una psicopatía extrema. La locura de la pareja, que es odiosa y esnob, está relacionada con mantenerse jóvenes dentro de lo posible, o al menos evitar los estragos de la vejez, aventura que llevan adelante sin importarles las consecuencias y haciendo lo que corresponde siguiendo las investigaciones del biólogo, relacionadas a las propiedades de la ingesta de carne. Los ancianos, Emily y Roddy, son conservadores y odiadores también y aunque King no le teme al trazo grueso, no los hace trumpistas. Son el grado máximo de los viejos vinagres e incluso el fenómeno Trump les parece una vulgaridad en su visión elitista y egoísta del mundo. “Emily considera que Donald Trump es un patán, pero a la vez es un hechicero. Mediante algún sortilegio que no llega a comprender (aunque en el fondo de su alma envidia), ha convertido en revolucionarios a individuos de clase media regordetes y apáticos. Desde un punto de vista intelectual, le inspiran aversión”.
Por otro lado, aparecen más ancianos. La poeta ficticia Olivia Kingsbury, centenaria y también veterana de Bell College, por ejemplo. Ella es la vejez bien llevada, pero King no escatima en ubicar el fin de la vida como un sitio desafortunado: Olivia está lúcida pero su cuerpo la traiciona, ha sobrevivido a todos, tiene una cuidadora que la adora pero su vida es físicamente dolorosa y solitaria. En estos años, los últimos, aparece en su vida una adolescente, Bárbara Robinson –amiga de Holly-, y decide ser su mentora. A través de esta relación King cuela un intercambio generacional idílico entre una chica que quiere ser poeta y su maestra; aprovecha para ofrecer listas de poetas como James Dickey, Marianne Moore, T. S. Eliot, Ogden Nash, Derek Walcott, Gregory Corso, Randall Jarrell y también sugerencias directa sobre Cormac McCarthy. Es decir, se divierte y ofrece a los lectores un universo de lecturas, como hizo siempre. Pero Olivia no es una viejecita talentosa, finalista del Premio Nacional, tesoro de los Estados Unidos. Dice: “La vejez es una época de desecho, lo cual ya es bastante malo, pero además es una época de crecientes indignidades”, después de que se somete a una resonancia magnética para examinar su colon. En la novela, a veces una cadera con artrosis o el dolor del nervio ciático son igual de horribles que los crímenes. La otra anciana es Charlotte Gibney, la madre de Holly, que no está presente porque muere antes de que empiece la acción: no quiso vacunarse, se contagió de covid, neumonía y adiós. Holly se llevaba muy mal con su madre. Sin embargo, King construye ese duelo por una madre avasallante con enorme sensibilidad: esa voz de los muertos que aparece cuando, por ejemplo, uno va a ponerse ropa interior nueva y aparece la voz de la madre diciendo “siempre hay que lavar lo recién comprado antes de usarlo”, y uno va y lo lava, porque esa voz materna es una orden de por vida, para bien y para mal. Descubrir los secretos de la madre después de muerta mientras se desarma la casa. Descubrirse llorando al mismo tiempo de que la partida ha sido solo alivio.
Los otros viejos son el grupo de las Viejas Glorias, jugadores de bolos que Holly entrevista en busca del paradero de Bonnie y de otros desaparecidos. Uno está en una batalla que le tiene la piel estirada hasta el punto de la sequedad momificada; otro tiene que ser traducido por su esposa, porque un ACV no lo deja hablar; el propio tío de Holly, con quien ella quiere hablar de su madre muerta, tiene Alzheimer y no puede ayudarla en nada.
Holly es una novela divertida, ligera dentro de los parámetros del género y de King, y quizá un poco molesta en su tratamiento de la epidemia, o quizá es que resulta insoportable volver a leer sobre N95, Moderno, Pfizer, falsa gripe, alcohol en gel, dos vacunas, circulación de aire. En las notas finales, King apunto que no es “pontificación”, aunque a él no le molesta y agrega: “Considero que la narrativa es más creíble cuando coexiste con los acontecimientos del mundo real. La propia Holly es un tanto hipocondriaca. Me pareció natural que ella tuviera opiniones firmes sobre el covid y extremara las precauciones. Mis opiniones coinciden con las suyas, pero me gustaría pensar que, si hubiera elegido un personaje antivacunación como protagonista ofrecería una representación justa de esos puntos de vista”.
La aclaración delata que él se da cuenta de cierto exceso molesto. Sin embargo, como efecto secundario, funciona muy bien en compañía de la presencia cercana de la muerte que todos estos ancianos, los verdaderos protagonistas de Holly, enfrentan de maneras diversas. El covid, quizá, al ponernos a contar muertos hizo renacer con enorme fuerza el funcionamiento de nuestros cuerpos, el horror de su descalabro.