El cuento por su autor

Este cuento nació dos veces. Primero, creo, fui construyendo una base, un suelo donde levantarlo. Creo que la idea hundió las raíces en las muchas veces que fui a Rosario y me asomé a la barranca y al puente a Victoria, a veces sola, a veces acompañada. El río Paraná me conmueve, me conmovió siempre donde quiera que lo vi y especialmente, en Rosario. Hay algo solemne, lleno de fuerza, y al mismo tiempo salvaje y bello en esa corriente poderosa, que se mueve entre las dos orillas con algo de la hermosura de los animales grandes. Una serpiente marrón, inolvidable (ah, aclaro: a mí me gustan las serpientes). Esa estampa, vista desde arriba, desde las barandillas de un puente, o desde un costado, desde las playas, se me fue acomodando en alguna parte y, al principio, la guardé ahí sin razón, sin propósito.

Después: la bajante de 2021, una bajante inimaginable, terrible, que a mí me hizo pensar en cientos de relatos (cinematográficos, televisivos, literarios) sobre un futuro sin agua. No la vi en persona (no fuimos a Rosario en ese momento) pero seguí cuidadosamente las fotos y las palabras que la contaban en los medios. Me obsesioné con la noticia de la muerte (provisoria por ahora) del río en los diarios, en la radio, incluso en noticieros de la televisión (que nunca veo).

No es raro. Las noticias que tienen que ver con lo que le hacemos todos los días a la Tierra fueron las primeras que leí en mi vida cuanto tenía diez, once años y mis padres trataban de acostumbrarme a los diarios. Y, sin embargo, hasta esas fotos del río, incluso para mí (que era cada vez más consciente del desastre), la muerte de los ríos pertenecía al futuro, un futuro amenazante y absolutamente posible, cierto, pero futuro al fin.

Por eso, me senté a escribir el cuento. La vida de la narradora no es la mía en ningún sentido, excepto en el amor al río. Nunca viví en Rosario. Pero los ríos me enamoran, tal vez porque de chica, me quedé años con mis abuelos en medio del campo en el norte de Santa Fe, cerca de Tostado; tal vez porque allá el agua era siempre un problema: o no venía nunca o, cuando llegaba, lo tapaba todo. Sobre nuestra ceguera como humanos escribí siempre pero, en general, para hacerlo, me vuelco a la fantasía, a mundos inventados. Este fue un intento de ponerla en un paisaje conocido, nuestro, argentino, y de la provincia que más amé en la infancia.

Manual de una ceguera


Hace años, me enamoré del río.

Fue completamente inesperado. Ilógico, incluso: ¿no dicen que una se enamora de su infancia? Yo no tenía ninguna experiencia con los ríos: soy de un pueblo de ocho, diez manzanas, asentado apenas en la punta de un camino de tierra que cruza la parte seca de la pampa, lejos de cualquier ruta importante, un pueblo sin cuerpos de agua de ningún tipo excepto el redondel plateado del tanque australiano en el que nos bañábamos en las tardes ardientes del verano y los otros tanques que adivinábamos lejos, cerca del horizonte, bajo las flores de metal de los molinos que giraban en el viento.

Conocí los ríos después del mar.

El mar me asombró, claro, pero por razones que nunca traté de descifrar, siempre me pareció demasiado. Demasiado grande, demasiado salvaje. No puedo mirarlo durante mucho tiempo. Después de un rato, la imagen del agua sin fin siembra en mí un miedo frío, instantáneo, insoportable. Me sigue pasando. Y que quede claro: yo jamás me enamoraría del miedo. Al contrario, camino en puntas de pie a su alrededor, tratando de no despertarlo. Lo atravieso solo cuando es ineludible. Supongo que la habilidad para esquivarlo requiere coraje y que la perdemos con los años pero por suerte, no soy tan vieja todavía. Y sí: pertenezco al grupo de quienes tratan de no pensar en los finales. Cuando fuimos a la playa por primera vez, yo tenía seis, siete años y el mar parecía un final.

Al río, lo vi bastante más tarde, cuando casi me había acostumbrado a la tristeza de la adolescencia. Seguramente cruzamos ríos muchas veces, pero yo no los recuerdo. No eran este río. No me acuerdo de haberlo visto hasta que fuimos al puente Rosario-Victoria en un viaje de fin de semana largo. A mis viejos les encantaban esas excursiones de una o dos noches. Era octubre. Me acuerdo de estar de pie, quieta, a un costado de la corriente ancha, en uno de los miradores, mientras los demás sacaban fotos. Me acuerdo de mis manos, apoyadas en una barandilla oscura; de mis ojos, fijos en ese monstruo blando, rápido, interminable.

Fue amor a primera vista. ¿Cómo no enamorarse de ese camino anchísimo, color marrón intenso, tendido hacia adelante, hacia abajo, hacia las olas? Me acuerdo de que me imaginé volando sobre esas curvas trazadas con años de trabajo en las altas paredes de tierra en las que crecían unos pocos árboles empecinados. Me imaginé como una de las golondrinas de alas renegridas que se lanzaban como piedras hacia el agua.

Sé que tuvieron que sacudirme un poco para separarme de la barandilla.

--Nos vamos –recuerdo esas dos palabras. Nos vamos.

Yo no quería irme. Escuchaba solo la canción del río.

***


Apenas pude, a los veintiuno, me mudé a Rosario.

Desde la primera mañana, coleccioné lugares desde donde mirarlo. Por un tiempo, me bastó con eso. No empecé a remar hasta los cuarenta. Para entonces, había visto desde lejos las mil caras de mi monstruo. Sabía que podía ensancharse hasta la locura, enfurecerse, dormirse, cantar, callarse; sabía que cambiaba de marrón a negro a cobre a naranja con las cuatro estaciones, con todas las luces; y sabía que seguía siendo él mismo bajo la niebla, la lluvia, las tormentas, el sol, el viento.

Fue Juan el que me llevó a remar así que, sí, el río también tuvo que ver con mi otro amor. ¿Remar? Yo nunca había pensado en hacerlo (no me gusta mucho el ejercicio físico) pero dije que sí. La primera vez que fuimos, tenía dudas. Esa noche, ya no.

Desde el bote, aprendí otro río. Hasta entonces, nunca había estado en la mitad del agua. Lo mío había sido la orilla: el baño rápido en el verano de alguna de las playas del norte de la ciudad; alguna vez, un rato en un viaje a Entre Ríos: los pies, hundidos en la densidad suave del barro; la primavera, abierta a mi alrededor como un brote rojo, recién nacido. Entre los remos, descubrí otro paisaje. Supe enseguida que había hecho bien en aceptar la invitación de Juan: esa era una alegría distinta. Por ejemplo, la sensación extraña del roce de los dedos sobre las ondas color madera clara; la de los ojos cuando la madera ajada, alquilada cientos de veces, se hundía en la corriente sin interrumpirla, sin dejar más que una huella tan efímera y tan inolvidable como el roce de una palma en una mejilla.

Juan me enseñó el remo pero él y yo remamos juntos solo al principio, cuando estábamos explorándonos, y hace poco, un mes, al final. En el medio, se volvió imposible: Juan se tomaba en serio el entrenamiento. Participaba en regatas amateur. Trató de convencerme de las bondades de esa velocidad extrema, esa entrega. No hubo forma. A mí, no me interesaba. Al contrario, quería solamente mis paseos sin apuro, sin destino fijo, sin horarios hacia lo que siempre llamé “el lado salvaje”, la orilla que la ciudad no había colonizado del todo.

Así, los botes se convirtieron en lo que no compartíamos. Juan se iba al club con sus amigos; yo alquilaba el botecito del viejo al que habíamos recurrido las primeras veces, en la playa, cerca del puente. Las mañanas del domingo nos separaban. Él me llevaba al norte y volvía al club. Nos reencontrábamos al atardecer en el departamento.

Como todos los amores, hubo etapas. Primero, el río y yo nos miramos de lejos. Después, con el bote, yo entré en ese cuerpo grande que bajaba eternamente hacia el mar. Y no, no era lo mismo que mirarlo desde una playa, incluso con los pies en el agua. Pero eso ya lo dije. Sentada entre los remos, descubrí que el agua hablaba en dibujos complejos: encontré caras, perfiles, gestos, sobre todo en los bordes provisorios en los que la corriente se hundía en la tierra barrosa. Entendí con la mirada que el Paraná se ensanchaba y volvía a achicarse en períodos de meses: una respiración anual, planetaria.

No sé cuándo se me ocurrió que, a diferencia de cualquier amor entre humanos, el del río era para siempre.

***


Con el tiempo, Juan se dedicó cada vez más a su carrera ascendente de remero amateur mientras yo seguía con mis viajecitos lerdos que no seguían ninguna norma, excepto las reglas del agua y el tránsito fluvial. Antes de Rosario, me daban miedo los domingos. Ahora, se me estaban convirtiendo en una necesidad física, casi dolorosa. Sin domingos, sin río, la semana se me hacía imposible.

El clima era importante en nuestra relación. Ahora pienso que tendría que haber prestado más atención a la importancia del clima para el río, pero durante años pensé que eso me importaba solamente a mí. Los domingos, remaba. Remaba con sol y con viento; con frío y con calor; con el aire pesado de humo y cuando la atmósfera era transparente y bella (en Rosario, hay días así a pesar de la respiración oscura de la ciudad). La excepción era la lluvia. Cuando llovía, me quedaba frente a la ventanita del lavadero (la única que da al este) y veía pasar las escamas del monstruo. Nunca remé en la lluvia. Eso también me separaba de Juan, que lo hacía cada vez más, sobre todo si faltaba poco para alguna competencia. A mí no me gusta mojarme pero había algo más: la lluvia en el Paraná me parecía tan hermosa que me daba miedo acercarme. Y no, “hermosa” no es la palabra. Tal vez lo que quiero decir es “sagrada”. En las tormentas, me quedaba frente a la ventanita para ver el encuentro de dos aguas: una ceremonia a la que no me sentía invitada pero que trataba de contemplar desde lejos.

***


Una tarde tormentosa de domingo, en otoño, no sé exactamente por qué, estaba en el lavadero mirando al Paraná bajo la tormenta y, de pronto, me pareció que eso no era suficiente. Repito: no me gusta mojarme y ese era un día horrendo, pero seguramente algo había cambiado en mí (¿en el río?) porque no dudé. Me puse las botas, el impermeable, me llevé el paraguas, bajé por las escaleras del edificio a toda velocidad (el ascensor no funcionaba, me acuerdo de eso) y corrí las dos cuadras desiertas hasta la costanera como si estuviera perdiéndome algo. Por las veredas, se escurrían siluetas que, como yo, se refugiaban cada tanto bajo un toldo, un balcón, un árbol de copa espesa.

Esa primera vez, no me animé a sentarme en los bancos empapados. Me quedé de pie y miré cómo se tocaban la lluvia y el río desde la barandilla del acantilado. Estuve ahí horas, inmóvil, frente al baile de las gotas sobre los leves remolinos color barro. En trance. No sé cuándo me desperté pero cuando levanté la vista, era bastante tarde. Se me ocurrió que tal vez, Juan ya estuviera volviendo a casa. Eso me sacudió, como si la idea de salir a la lluvia a mirar el río fuera un secreto peligroso, un acto prohibido. Corrí hasta el departamento.

Cuando él abrió la puerta, empapado y exhausto, yo ya me había cambiado. No le conté mi extraña excursión a la costanera vacía. Desde ese domingo, las dos cosas se me convirtieron en costumbre: ir a ver el Paraná en la lluvia y no decir nada al respecto. A Juan le hubiera gustado saberlo, ahora lo sé. Pero nunca le dije nada.

Tampoco me pregunté por las razones de mi silencio aunque creo que hoy puedo ofrecer una teoría: tal vez, mi historia con el río no me parecía interesante. En general, contamos lo que peligra, lo que está tendido hacia un futuro que podría no darse. Eso, o lo que ya perdimos. ¿Para qué contar un amor sin peripecias, un amor verdaderamente eterno, seguro? ¿Y qué puede ser más seguro, menos pasible de convertirse en “historia” que enamorarse de un río?

Con Juan, es diferente. Imaginar el final del amor entre nosotros es uno de mis ejercicios favoritos. Odio hacerlo pero me obligo, como me obligo a la bicicleta fija. Es importante: en cualquier situación inestable, para mí, es fundamental tener un plan B, una salida preparada. Soy miedosa y, por lo tanto, previsora. ¿Pero el río? Yo no pensaba mudarme: el Paraná seguiría ahí cuando me muriera.

***


Eso era lo que yo creía hasta hace muy poco. A pesar de que siempre leí mucho sobre incendios forestales, minería a cielo abierto, cultivos transgénicos. Seguía creyéndolo la última vez que llovió.

Era domingo. Me acuerdo del ruido del agua sobre el paraguas grande cuando salí a la calle. Me acuerdo de la costanera vacía. De que, ahí, inmóvil, con los ojos fijos en el Paraná, me sentí la única en kilómetros a la redonda. Detrás, la ciudad se había metido en las nubes.

Esa fue nuestra última lluvia. Hace meses que no cae ni una gota, pero eso no cambió las cosas. En los parques, el pasto se fue poniendo amarillo. Los fines de semana, Juan y yo salíamos cada uno por su lado y el río nos recibía a los dos. No es celoso.

Lo que me asusta es que ni Juan ni yo lo veíamos.

¿Cómo hacíamos para no verlo?, me pregunto.

Después, llegó la peste. Las regatas se suspendieron. El club bajó las persianas. No volví a ver al viejo de los botes. Pasó un año sin remo. ¿Nos dormimos Juan y yo, todos, un año en lugar de cien, como en el cuento? ¿O fueron cien y hay que contar desde mucho antes?

***


Hace poco, empezaron a abrir algunas cosas. El viejo no volvió a la playa pero el puesto se llenó de botes. Nosotros, Juan y yo, tuvimos un nuevo principio que duró muy poco: salimos juntos, como en el noviazgo. A mí, me parecía hermoso, pero en la quinta semana, sin mirarme, Juan me dijo que era mejor remar separados. Le dolía decirlo, dijo (yo vi que lo había ensayado), pero mis paseos tranquilos, lo aburrían. Lo aburren. Necesita el impulso, la adrenalina. Yo me ofendí un poco pero, en el fondo, me vino bien: al domingo siguiente, descubrí que, en el río, yo también prefiero la soledad.

En estas últimas semanas –creo que era lunes–, volví de hacer unas compras y entré en el lavadero a buscar algo. La piecita estaba demasiado oscura. Me costó entender por qué hasta que vi que había dejado colgado un mantel que nunca usamos frente a la ventanita del este. Rocé con los dedos la tela para sacarla y después, bruscamente, me arrepentí. Di media vuelta y me fui a la cocina. Caminaba en sueños, como los sonámbulos.

Negar es un trabajo duro. Hay que hacerlo con dedicación, sin pausa. Sin aflojar. Supongo que era inevitable que yo terminara por distraerme. Debería haberlo esperado pero me tomó por sorpresa. Remaba a mi ritmo lerdo (ese que tanto le molesta a Juan), sola de nuevo, y de pronto, toqué algo con el remo. Un golpe serio, definitivo. Sentí una presión aguda justo en el centro del cuerpo y levanté la vista. En ese orden.

No cerré los ojos. No, a tiempo.

Eso no podía ser el fondo… La orilla de la ciudad estaba demasiado cerca. Fijé los ojos en el agua pero el agua era la misma: opaca, marrón, sin horizonte hacia abajo. Respiré hondo y volví a mirar. Allá adelante, el espacio entre el Paraná y los árboles era ancho, casi una playa de mar con la marea baja. Traté de volver a concentrarme en los círculos que dibujan las espigas de la orilla pero ya era tarde. La ceguera sirve solo hasta que se ha visto.

***


Juan me encontró llorando cuando volvió al departamento. Le conté todo.

Al principio, me escuchó en silencio, las manos sobre las rodillas, como si tuviera miedo de tocarme. Cuando a mí se me terminaron las palabras (creo que antes no se atrevió), me abrazó con fuerza. No me arrepiento de habérselo dicho pero no creo que entienda. ¿Cómo, si yo tampoco entiendo del todo?

Lo único que sé es que esa, la del secreto, fue la última etapa. Tal vez por eso conté la historia: porque ya no era eterna.

Los planes ya no tienen sentido. Ahora, lo único que espero es atreverme a subir al mirador del puente para cerrar la historia que empezó en mi adolescencia. No sé si lo haré alguna vez. Lo que vi cuando remaba, lo vi desde el río mismo pero lo vi con claridad: el Paraná ya no estaba ahí. Había retrocedido hasta volver a su infancia: era apenas un arroyo grande de corriente turbia y breve, como allá lejos, en la gran selva del norte que nos masticamos desde hace décadas.

Cuando volví a la playa, pagué el bote sin hablar. Anochecía y yo soy cobarde. No quise seguir viendo. Me di vuelta y miré al oeste con los ojos secos, como si la ciudad fuera un refugio, pero el sol se había tragado todo: la barranca, las casas, la ruta, las calles, las mesas de los restoranes.

Ellos tampoco eran eternos.