El triunfo electoral de Cambiemos ha desatado un amplio conjunto de interpretaciones. En buena parte de ellas se percibe la pretensión de situarlo en términos de época. Están quienes señalan el fin de la época del kirchnerismo y hasta quienes proyectan la mirada histórica de la novedad hasta la época de los orígenes del peronismo. Si se trata de pensarlo desde la perspectiva de los ganadores, el hecho es innegable: el macrismo no se ve a sí mismo como una coyuntura pasajera ni como un resultado de la famosa “alternancia” entre partidos rivales. La Argentina igualitaria, con pretensiones industrialistas, de inclusión social y vocación soberana es lo que está en la mira, no sólo ni tanto del gobierno sino de un sólido bloque de poder. El libreto es conocido. Hay que debilitar a los sindicatos y al derecho laboral, crear mejores condiciones a los “emprendedores” de la soja y la bicicleta financiera, valorizar el “mérito” del dinero y la propiedad, retirar al Estado a algunas demandas asistenciales y a garantizar el orden en la calle (nunca tan actual la metáfora neoliberal del “estado gendarme”). Si de lo que se habla es de la voluntad de los poderosos es una mirada apropiada. Y el resultado electoral los alienta, sin duda.

Es diferente cuando se mira desde la pretensión de defender los intereses populares. En ese punto, la valoración del proyecto neoliberal y el resultado electoral deja de ser analítico y suele adquirir la forma de una seducción por el antagonista. Una seducción que da por despejado el camino de sus planes y se concentra en una crítica rigurosa no en la naturaleza antisocial y antinacional de esos planes sino en la única fuerza política que hoy los denuncia de un modo orgánico y los enfrenta. Está muy claro que el macrismo ganó las elecciones sobre la base de la desarticulación de la oposición y, dentro de ella, de la desunión del peronismo. Curiosamente, muchos de quienes sostienen esta tesis, afirman al mismo tiempo que el gran problema fue la “polarización”, supuestamente provocada por la candidatura de Cristina; una mezcla rara ésta de atribuir la derrota popular y peronista al mismo tiempo a la dispersión y a la polarización. Esto es válido para discutir a los gritos en la televisión pero no para reflexionar seriamente. 

Dispersión. Efectivamente hubo dispersión. Hubo una visión territorialista: cada cual atiende su juego en su provincia y después vemos. Desensillar hasta que aclare. Sin embargo, la dispersión no se explica solamente por ese punto. Lo que hubo y hay fue una clara desmarcación de una parte importante de la dirigencia del partido justicialista respecto de la etapa de los gobiernos kirchneristas. Y no comenzó con el proceso electoral sino al otro día del triunfo de Macri hace dos años. Con el santo y seña de la autocrítica se pobló el territorio de quienes estaban a favor de dar vuelta la página de la historia abierta en 2003. La autocrítica terminó siendo en muchos casos la plena asunción del discurso político de la coalición gobernante y de su soporte mediático-judicial. No fueron solamente palabras. Fue también el encolumnamiento político y legislativo con el rumbo adoptado por el gobierno. En este punto la “autocrítica” se combinó con la apelación a la responsabilidad, la gobernabilidad, el pragmatismo y otras virtudes políticas de ese tipo. Si el papel de la oposición fuera asegurar gobernabilidad sería mejor que no existiera el congreso… Lo más grave, entonces, no fue (no es) la dispersión sino la crisis política en la que está el peronismo. La crisis no es el resultado electoral, las elecciones se ganan y se pierden. La crisis es la indeterminación del rumbo, la incertidumbre sobre el futuro político. La crisis se expresa también en el recurso de la “renovación” del peronismo, la necesidad de “sangre joven” para ocultar el designio de reintegrar al peronismo en la “política normal”, para constituirlo como la pata política y sensible de un régimen. Como el neoliberalismo con rostro humano. Es hablar de lo nuevo al margen de la política que se busca.

Como se dijo, al lado de la supuesta dispersión está la polarización, es decir la candidatura de Cristina. Eso, se dice, facilitó el triunfo de Macri al permitirle la demonización de la oposición, facilitada por la alta imagen negativa de la ex presidenta. Claro que aquí hay un truco analítico demasiado visible: para que funcione el argumento hay que atribuirle a CFK no solamente el resultado en la provincia de Buenos Aires -el mejor entre los distritos electoralmente decisivos- sino los de todo el país. Es decir que el derrumbe de Urtubey en Salta y de Schiaretti en Córdoba, sin ir más lejos, serían culpa de la denostada candidatura. Una vez más, esto no puede ser tomado en serio. En efecto, la elección en la provincia de Buenos Aires se polarizó. El macrismo consiguió la diferencia final sobre la base de la pérdida de votos de Massa. Ahora bien, ¿por qué en lugar de atribuirle ese hecho al fantasma de la polarización no se repara en el tipo de campaña de Un País? ¿No hay aquí motivo para la tan demandada “autocrítica”? ¿No se facilitó desde esa campaña la decisión de votar por la derecha real y no por su fotocopia? El hecho es que la polarización es un modo de llamar al debilitamiento de las avenidas del centro, a la problemática viabilidad de un panperonismo que de tanto revisar y autocriticar ha perdido toda personalidad política y electoral y va camino de convertirse en una estación intermedia hacia el neoliberalismo. Los emblemas de ese panperonismo son, de modo indudable, los grandes perdedores del último domingo. La polarización no es, como se pretende, el resultado de una táctica ingeniosa del gobierno y su frente de agitación y propaganda. La polarización está en la sociedad argentina y no hay razones para alarmarse, por lo menos desde una visión popular de la política. La desunión entre los grandes y el pueblo, dijo Maquiavelo, fue lo que hizo grande a la república romana. Y eso no significa una negación binaria y extremista del pluralismo. Los dos campos que estructuran hoy la lucha política en el país no son campos monolíticos, disciplinados y estancados. Son dos “humores”, dos formas de vivir la Argentina, que admiten en su interior mucha diferencia y requieren mucho debate. Pero es mejor reconocer su existencia. E incluso defenderlo de la ofensiva a la que asistimos para pintar la política del exclusivo color amarillo. Si no, que lo digan los radicales…

Ahora viene, para los que no estamos contentos ni seducidos por el actual estado de cosas, el tiempo de la unidad. Una vez más hay que reconstruir la agenda de la unidad. Y como siempre el primer paso es acordar para qué se necesita la unidad. Para seguir en el rumbo en que vamos no hace falta la unidad, alcanza con facilitar la tarea de la derecha. Alcanza con ayudarlos a construir las mayorías parlamentarias necesarias para el “reformismo permanente”, es decir para las leyes laborales esclavistas, el recorte de las jubilaciones, el avance contra las instituciones, la persecución del “populismo”. Si de lo que se trata es de ponerle un freno a todo esto y de cambiar el rumbo dentro de dos años, entonces hay que discutir un programa y construir una hoja de ruta. Solamente a partir de ahí se puede abrir la danza de los nombres propios. La coherencia entre la propuesta política y los nombres propios es la prueba del ácido de la unidad. Algunos nombres propios que expresaban fielmente la reconversión del peronismo en un pilar del neoliberalismo han quedado visiblemente debilitados. Hay que abrir una conversación leal que combine claridad en el rumbo con sentido de los tiempos y la oportunidad. Y no habría que reducir el debate a una estructura orgánica, al sistema de un partido. Hay que abrirlo a las organizaciones sindicales y sociales en general e incluir a todas las voluntades que conformaron la experiencia nacional-popular de los últimos años, excluyendo todo resto de macartismo y de espíritu de secta. Sería bueno no empezar por las proscripciones. Y sería bueno contar con mucha generosidad a la hora de la renuncia a aspiraciones legítimas que puedan dañar al conjunto.