Siempre la rondaron, pero ahora los fantasmas de Mariana Enriquez decidieron quedarse. La relación con ellos se puso intensa: lee decenas de libros, se pierde en internet e interactúa con canalizadoras en Instagram. En estos días está enganchada con unas entrevistas a médiums del conurbano bonaerense recopiladas por el director de cine Juan Campusano. “Son buenísimas las historias y además... ¡hacen todo por Whatsapp!”, dice divertida.
El día arde afuera y adentro, en una cafetería porteña, la escritora y periodista dark devenida en ícono popular habla con la pasión asociativa de quien dedica mucho tiempo a pensar el mundo. Así, pasa de la invasión de mosquitos al fin de las democracias y del fin de las democracias a los médiums de perros. Tiene sentido. Además, sumergirse en el universo Enríquez es cuestión de segundos. No lo sabíamos, pero necesitábamos leer sobre actividad paranormal de una médica en un barrio picante; o conocer la leyenda litoraleña de un violador sin cara; o meternos en la vida y obra de la pintora delirante Mildred Burton y de la artista y maga Marjorie Cameron. Pero también escuchar la banda Mueran Humanos y mirar los videoclips y dibujos inquietantes hasta el gore de su amiga Carmen Burguess.
Mientras, seguimos epígrafes, citas de poemas y títulos de canciones como migas de pan que nos llevan fuera de su obra pero siempre en su obra, porque el universo artístico de Enriquez es así: una catedral –gótica, claro– donde conviven sus obsesiones, muy heterogéneas y personalísimas, que regresan una y otra vez, como los estribillos, o como los fantasmas de Un lugar soleado para gente sombría, su tercer y extraordinario libro de cuentos que desde este fin de semana comienza a circular en América Latina y España. Doce relatos que fueron pensados en su mayoría durante los años de la pandemia, escritos el verano pasado en plena ola de calor y están habitados, casi todos, por presencias espectrales.
–¿Por qué tantos fantasmas?
–Creo que salieron fantasmas por muchos motivos. Puede haber sido una consecuencia de la pandemia pero no tan consciente. Porque fueron dos años pensando en muerte en terminos estrictos. Todos los días contábamos cuántos se habían muerto, cuántos se habían infectado. Y teníamos incorporado esos mensajes de la gente diciéndote “no me pude despedir”, cuando alguien se moría. Muchas veces no te podés despedir de los muertos, pero con la pandemia como que eso de la despedida se volvió un tema. La vida se había puesto muy fantasmal: las ciudades vacías, la presencia de la enfermedad en el aire. Y no se me dio por lo obvio de recrear la infección. Además yo venia pensando en fantasmas como metáforas de las crisis económicas de Argentina que vuelven una y otra vez y el exceso de memoria histórica que no deja vivir, porque estoy escribiendo una novela con fantasmas que pasa en la crisis del 2001. Y cuando escribo una novela me meto muy en tema, investigo mucho, son procesos muy largos y en el medio salen un montón de ideas que no tienen que ver con la novela y bueno, algunas las convertí en cuentos.
NO PARAN DE VOLVER
“Qué injusto: los muertos tienen la suerte de no ver cómo se descomponen. Incluso los fantasmas. Mi madre, por ejemplo: su imagen no se pudre. Hay distintos tipos de fantasmas. Me pregunto si esa imagen emana de ellos mismos o de quienes los vemos. Si son o no una construcción colectiva”, dice la narradora de “Mis muertos tristes”, el cuento que abre el libro. La protagonista es una médica de buenas intenciones que ve cómo su barrio de clase media trabajadora va mutando en un territorio desesperado y violento con vecinos armados partidarios del ojo por ojo –porque pagan sus impuestos– y fantasmas de las víctimas de los crímenes que comienzan a multiplicarse por las calles. Este primer relato es una buena manera de entrar a la obra de Enriquez; aquí desarrolla en profundidad una suerte de subgénero propio que podríamos llamar “terror barrial”, explorado en sus libros de cuentos anteriores, Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016), donde la violencia y la descomposición de los tejidos sociales son los resortes del horror.
Pero también aparece el terror político de la dictadura y sus onda expansivas, algo sobre lo que la escritora reflexiona desde siempre –ha contado muchas veces cómo la marcó el miedo de crecer en dictadura y de saberse viviendo entre torturadores y desaparecidos– y que usó como telón en Nuestra parte de noche (2019), esa novela monumental de casi 700 páginas que le valió el Premio Herralde, entre varios otros, y que convirtió a una autora ya célebre y traducida en todo el mundo, en un planeta con órbita propia.
–Hay muchos tipos de fantasmas: pero básicamente todos se comportan de manera parecida: vienen y repiten siempre lo mismo. No paran de volver. Los fantasmas no pueden accionar para adelante, no hay futuro para ellos. No hay esperanza. Se terminó. Por eso no tienen lenguaje. Hay una teoría decimonónica, en toda esa época del espiritismo, que dice que a los muertos de muertes violentas hay que explicarles que se tienen que ir, porque sino se quedan. Hay una idea de que al fantasma también le hace mal estar con nosotros y eso aparece en “Mis muertos tristes”. Para mí hablar de fantasmas es una manera de hablar de trauma y de culpa. Y también en la no aceptación de que la vida se termina. Esto se engancha con algo que vengo pensando bastante desde la pandemia que es la dificultad que tenemos de entender que nos morimos. Hay que cuidarse de la muerte como si fuera algo que pudiéramos evitar. Digo: ¿vos te das cuenta de que te vas a morir, no?
NADA ES REAL
A la vez que negamos la muerte, todo está muriendo. O porque todo está muriendo negamos la muerte. Sí: todo estuvo muriendo siempre y seguro hubo épocas más tanáticas que ésta, pero la verdad es que ésta se puso bastante apocalíptica. Enriquez, que tiene el don de sintonizar muy bien con el presente –incluso de adelantarse, algo que le sucede a varios artistas– viene captando esta sensación de irrealidad, de falta de borde entre distintos planos, esas fisuras por las que entran y salen nuestros fantasmas.
–Creo que estamos viviendo muchos fines todos juntos y eso nos está enloqueciendo. Porque además de la muerte por las guerras y pandemia, está la muerte del planeta y la muerte de la democracia, y la muerte de la interacción personal. Y además, y lo más fuerte, la lenta muerte de eso que siempre conocimos como “realidad” o “verdad”. Cuando empecé a escribir terror había leído sobre todo a los anglosajones: Ballard, Lovecraft, Harrison, Ligotti, King, etc, y en esa tradición hay un tópico que es el de la Matrix, eso de que existe otra realidad, una realidad del mal, que es la verdadera realidad y no la ilusión en la que vivimos. Bueno, siento que está pasando un poco esto. En menos de diez años todo cambió muy rápido. Ya no podemos distinguir qué es real y es como si no importara. Me empezó a pasar que me siento afuera porque veo un meme y me lo creo. Antes no me pasaba: era yo la que le explicaba a mi mamá que tal imagen o noticia era fake. Pero ahora es cada vez más difícil darse cuenta. Es la muerte del periodismo también, y eso es muy peligroso. Vos le decís a alguien: esa imagen no es de Gaza sino de Siria hace cuatro años y te responde: no importa, sirve para visibilizar. ¿Visibilizar qué? Y así con la mayoría de los discursos. En medio de esta muerte planetaria, los datos y los hechos ya no importan. No sabemos si estamos en la Matrix y eso da mucho miedo.
–Se conecta bastante con este auge del esoterismo. Es como si los mundos de tus libros (la magia, ritos, las médiums) hubieran desbordado. Seguimos a tal bruja en Instagram, nos tiramos el Tarot en un vivo, nos leen los registros akáshicos.
–¡Y los médiums de perros llegaron a la política! Cuando empezaron a hablar de la médium del perro de Milei yo ya conocía de médiums de mascotas, había investigado porque tenía una amiga que había recurrido. Creo que esto del fin del planeta, que es terrorífico e imparable, nos hizo perder la sensación de control iluminista y entonces recurrimos a prácticas más irracionales porque el mundo está muy irracional.
FALLAS EN LA MATRIX
Escena real: una niña chiquita quiere pasar tiempo con su madre, una médica que trabaja mucho y prepara su residencia, entonces se le arrima mientras ella estudia. Empieza a mirar sus libros: manuales de anatomía con fotos de hígados grasos, cuerpos deformados, siameses –o niños de dos cabezas–, tumores. La niña aprende a leer y sus primeras lecturas son patológicas. En esa casa del barrio de Lanús también había una discoteca de enfermedades: cassettes con respiraciones asmáticas, soplos en el corazón. Las grabaciones convivían con Palito Ortega o Michael Jackson. Todo al mismo nivel.
El cuerpo está en el corazón de la literatura de Enriquez. Toda su obra orbita directa o indirectamente alrededor de cuerpos: poseídos, enfermos, gozosos, adictos, excitados, torturados, bellos, desagradables, abusados, desparecidos. Su primera novela Bajar es lo peor (1995), esa que la convirtió en una celebridad fugaz (tenía 19 años cuando la escribió sin querer ser escritora, se la editó Juan Forn, el resto es historia) es una balada de cuerpos adolescentes que se cogen, se obsesionan, se drogan, se prostituyen, entre otras cosas. En Cómo desaparecer completamente (2004) se narra la historia de un adolescente abusado sexualmente, también entre otras cosas. Y en Nuestra parte de noche, se trata de cuerpos que actúan como receptáculos –de entidades, de torturas– y un cuerpo en particular, el de Juan, el medium protagonista, que ya no puede más.
En el flamante Un lugar soleado para gente sombría, el tema del cuerpo, y sobre todo de su degradación, aparece en varios cuentos y epígrafes: una narradora a la que se le está pudriendo la cara, le vuelan moscas, se le pegan bichos (“Pájaros en la noche”); otra narradora que empieza a teniendo una supuesta páralisis facial y termina con la cara borroneada sin facciones (“La desgracia en la cara”); una mujer espectral que se está muriendo de cáncer; (“La mujer que sufre”); una mujer obesa que tiene sexo con espíritus (“Julie”); una mujer premenopáusica que frente a la pérdida de algo, decide intervenir su cuerpo.
“No te lo dicen, no avisan. Me enfurece. La piel se seca, la grasa se acumula en las caderas y las piernas y el vientre, la celulitis se acentúa de un día para el otro, ese pelo muerto que es la cana resulta imposible de domar. No les pasa a todas, por eso es peor aún; deberían advertirte de que vas a estar en la minoría deforme y acalorada y llorona. Porque yo salgo a correr y a caminar y ando por la vida a paso rápido; y en el verano de esta ciudad, que es largo e intenso, miro las piernas de las mujeres de mi edad, cuarenta y muchos, y no todas tienen grasa imantada, de ninguna manera, y no todas se ponen matronas; y está lleno de caderas estrechas y pantalones que caen sueltos y vientres más o menos planos”, comienza diciendo la narradora del cuento “Metamorfosis”.
–Además de los fantasmas, hay muchos cuerpos enfermos y mutantes en este libro.
–Ya que estamos hablando de las fallas de la Matrix, a mi edad empezás a notar las fallas del cuerpo. Yo he tenido un cuerpo bastante infalible, le metí drogas, falta de sueño, sexo, de todo, y aguantó. Pero de repente empiezan a aparecer otras cosas: vas al oculista y te dice tenés una pequeña catarata. Las conversaciones con tus amigas que antes eran de chongos, ropa, dramas amorosos, ahora son de lunares raros y maridos con cáncer. Lo que más noto además es el insulto de la vejez, te dicen vieja muy rápido, mucho antes de que seas vieja, la gerontofobia no pasó mucho por el matiz de la corrección política. Es un insulto duro porque casi siempre es inevitable y es un miedo real. Si yo fuera vieja y jubilada en Argentina ahora mismo tendría miedo de tener hambre, de estar desamparada. Aceptar el paso del tiempo en tu propio cuerpo es una sensación de body horror, porque dejás de reconocerlo. A eso se le suma todo el lenguaje médico que es super hermético. Es pretendidamente racional pero no se entiende: es como si te metieras en un gabinete alquímico, disponen de vos. Eso entra en los miedos de perder el control más generales. El mundo de la medicina me parece súper terrorífico. Yo veo El Exorcista y cuando ella está poseída me empiezo a divertir porque sufrí horrible en la primera parte cuando pensás que está enferma.
–Además de cuerpos que sufren, en los cuentos de Un lugar soleado para gente sombría hay mentes que sufren. Porque tienen miedo, porque se encuentran con el horror, porque están deprimidas, porque escuchan voces o quieren suicidarse, porque no saben si existen...
–Hay un tópico en la literatura de terror que es el de no saber si alguien está poseído o está loco. Esa línea fina. Eso aparece en el cuento “Julie”, donde además está el tema de la gordura, todo muy incorrecto, la verdad. Pero me interesaba porque lo que se debate ahí son los discursos de la aceptación. Todo bien con la neurodivergencia, pero en un brote podés matar a tus hijos. Este tipo de discursos de aceptación en realidad niega la diferencia real. La locura no es “Balada para un loco”. La locura no es libertad. La enfermedad mental puede ser muy densa. Me interesa ese cruce entre los discursos new age y buenistas con la real enfermedad mental. Porque ahí está el tema del trauma y estos discursos new age o terapias nuevas te dicen que hay que resolver los traumas y justamente los traumas no se resuelven nunca, no se curan. Podés aprender a vivir lo mejor posible con ellos, pero ahí están.
–Otra vez lo de los bordes poco claros.
–Me acuerdo en los ‘90 con los blogs de anoréxicas y bulímicas Ana y Mía, donde se discutía sobre la “libertad” de dejar de comer y decían: mi cuerpo es mío y hago lo que quiero. Lo comparaban con abortar, le querían poner un tinte feminista. Y eso lo que dejaba de lado era el componente autodestructivo, el problema justamente de salud mental y también de los mandatos. La imagen que daban a los demás. Yo también deseaba esos cuerpos flacos, todos los deseamos. Además tu cuerpo no es tuyo, tu cuerpo es social. Ese discurso de la libertad individual termina siendo un poco libertario ¿no?
ESTRELLA CERCANA
En los últimos años, el cuerpo en Mariana Enriquez pasó del papel a los escenarios. La escritora se fue convirtiendo de forma espontánea en una performer que hoy llena teatros con miles de personas que pagan una entrada para escucharla leer textos que posiblemente ya conocen.
Todo empezó con una invitación de Carmen Burguess a acompañarlos en un show de Mueran Humanos. La cosa funcionó muy bien: el clima generado por la banda se parece mucho a su universo literario, pero además hubo algo magnético. Eso mismo empezó a pasar en todas las apariciones públicas de la autora –ferias, presentaciones, charlas– y sus lectores devenidos fans comenzaron a hacer colas de cuadras para escucharla o a rodearla para pedir una dedicatoria.
Ya se dijo hasta el hartazgo, pero no deja de ser llamativo: Mariana Enriquez es una estrella. Genera pasiones –internacionales– de la misma magnitud que ella siente por otros artistas y confiesa en voz altísima en su cuenta de Instagram y en sus notas y crónicas, reunidas en el libro El otro lado (2020). Mientras el año pasado agotaba su espectáculo No traigan flores en la Ciudad de Buenos Aires y distintas provincias, publicaba su bitácora de fan y de periodista de rock en Porque demasiado no es suficiente: Mi historia de amor con Suede. Es como si esa materia intensa del fanatismo, también explorada en su bellísima novela corta Este es el mar (2017), se le hubiera dado vuelta. Muchas de las narraciones de Enriquez, sobre todo la de los cuentos, suenan como si una amiga nos estuviera contando algo. Aunque hablen de ritos oscuros o niños fantasmas, tienen la virtud de la cercanía. Eso pasa en su literatura pero también en la vida y quizás haya ahí alguna pista. Para ella sigue siendo un misterio.
–Lo del espectáculo me lo propusieron porque se daba eso de que yo iba a un lugar y se llenaba de gente a escuchar. Entonces bueno, reunirnos mejor todos en un teatro. Pero le sumamos las artes visuales y la música porque sino era yo solo leyendo una hora y media, un aburrimiento. Pensamos que íbamos a llenar medio Coliseo y agotó. Y luego vino lo de las provincias. No fue algo que yo hubiera pensado antes pero sí una forma que encontré de trabajo. Porque el escritor no tiene empleo. Hablo de las condiciones materiales de producción. O sea es un trabajo, da mucho trabajo escribir pero ¿cómo lo empleás al escritor? Yo siempre trabajé en periodismo y el trabajo es una preocupación constante viviendo en Argentina. Además a mí no me gusta esa vida monástica de los retiros literarios o la cuestión áulica de los talleres. Tiene sus costos exponerse, aunque disfruto mucho de la complicidad con los lectores.
–En este último libro de cuentos aparece con más fuerza la pintura, lo plástico, y también varias referencias al mundo de la moda, al maquillaje, elementos muy importantes de No traigan flores, con tus cambios de vestuario, las proyecciones…
–Sí, en los cuentos estoy incorporando mucho más lo visual y supongo que también es un signo de época. Pero también lo de las giras te obliga todo el tiempo a adoptar diferentes modos de ser: te vestís de determinada manera, hablás de determinada manera, hay algo de las máscaras. Pero además yo siempre amé la moda. Siempre compré la Vogue aunque no tuviera un peso para nada de lo que miraba. Y además a los 25 por ahí tenía más traumas con el tema del cuerpo, porque viste que teníamos que tener la panza chata de Britney Spears... Pero ahora con la edad ya no me pasa y me divierto. Y la pintura siempre me gustó. Me gustan muchos los pintores relacionados con los poetas románticos como Nerval, o Blake, que era un artista que hacía las dos cosas. Mi cuento “La desgracia en la cara” surge a partir de un dibujo de Carmen Burguess.
La escritora saca el teléfono de su cartera y busca la imagen de la mujer borroneada. La muestra y se la queda mirando, hechizada.
–¿Viste lo que es? Diabólica, diabólica.