La Plata, viernes 19 de enero. Después de los shows de Juan Irio y la irlandesa RVE, el público de Ciudad de Gatos hace sístole y diástole: primero se dispersa entre los rincones y la vereda; luego regresa a la sala como imantado por el llamado de la nave nodriza. De pronto, en este sudoroso recinto, se aparece toda la escena del rock platense. Antonia Navarro todavía no tocó una sola nota y ya está claro que, sobre el escenario, se está por cortar el bacalao. Cualquiera percibe la electricidad. Tampoco hay que ser un genio. Navarro sube con un pañuelo en la cabeza y gafas oscuras. Hebe de Bonafini Style. Acompañada por un cuarteto de rock, toca con esa clase de autoridad que otorgan los años: los muchos o los muy pocos. Está en su salsa. Al día, modernísima: lanzada como una flecha que, aunque no siempre da en el blanco, vuela como si siempre diera en el blanco. Sobre una secuencia de acordes menores, canta sobre entregarse al vacío pero no morir. Habla sobre uno o varios caballos. Navarro no dice cabayo: dice cabaio. El desplazamiento ofrece la epifanía: la gran revelación de rock platense es chilena.
“Hace poco me sacaron la vesícula y me echaron de mi trabajo”, enumera Navarro, unos días después. “Para colmo, ganó Milei. Esa noche estaba ahí parada y sentí que tenía que llorar. Yo me vine desde muy chica porque decidí estar sola. Mis padres y mis hermanos están lejos. En mi familia pasaron cosas: muertes, incendios, suicidios. Demasiada data telenovelera. Siento que ya perdí todo. Pero este vacío me ayuda a ver mejor lo que tengo. Es como cuando ves las estrellas. Cuando las miras todas juntas brillan de una manera parecida. Pero cuando te enamorás de una, todas las demás desaparecen”. Nacida en Santiago, Navarro creció dentro de una familia intensa. Su madre es enfermera y una lectora ávida. Su padre es un héroe de la clase trabajadora, capaz de tocar el piano y el clarinete con solvencia. Esa ecuación, enrarecida con los veranos en la playa de El Quisco y la obra de los hermanos Parra, arrojó un resultado más bien esperable: una niña poeta y una adolescente en las calles. “Siempre fui una malhechora de mi ciudad”, confiesa. “Desde los 12 años voy a las marchas. Tomé la escuela con mis amigas. Me llevaron detenida mil veces. Si eres joven y estudiante pero no salís a la calle, no tiene sentido. ¿Qué sos?”.
Llegó a la Argentina en febrero de 2013. Como ya era tarde para su ingreso en el año universitario, armó una estrategia de cabotaje para sus primeros meses en el país. Vivió en un hostel de San Telmo y trabajó como vendedora de camisetas truchas en una tienda del microcentro. Luego pasó por el rubro gastronómico y encaró un emprendimiento más rentable en el mercado del ácido lisérgico. En algún punto, llegó a sus manos un folleto de Estudio Urbano y se anotó en el taller de composición. La profesora era una tal Florencia Ruiz. “La amo: es un hada”, dice Navarro. “Yo no sabía quién era. Un día le conté que quería inscribirme en el IUNA. Supongo que me vio desesperada. ‘Te vas a aburrir’, me dijo, ‘no es para vos, andá a La Plata’. Yo ni siquiera sabía que existía una ciudad llamada La Plata. Pensaba que era Mar del Plata. Convencí a Kari, mi amiga ecuatoriana, y nos fuimos caminando a Constitución. Era primavera, casi verano. Tomamos el tren y, cuando pasamos Pereyra, todo se volvió verde: parecía como si el tren se hubiera metido adentro de una jungla. Llegamos a La Plata y me perdí”.
En las mil vueltas que le tomó llegar a Plaza Rocha, Navarro se emborrachó y entró por error en la Biblioteca de la UNLP. La mandaron a Bellas Artes y fue emboscada por las agrupaciones estudiantiles, que le notificaron que ya había pasado el período de inscripciones. Otra vez había llegado tarde. O justo a tiempo, según se mire. Navarro siguió el consejo de los estudiantes, se anotó en unos talleres y cruzó a tomar algo en el bar de enfrente. Estaba lleno, tocaba una banda punk y la cerveza era barata. “Nunca había estado en Pura Vida”, dice Navarro. “Nunca había estado en esta ciudad. Pero me pareció que estaba en casa. Ahora esa gente es mi familia”.
–Parece la historia de un amor.
–Lo es. Soy muy romántica.
En algún punto de 2015, Navarro se instaló en La Plata. Se puso a tocar el acordeón en bandas de cumbia como La Chicharata o La Santa Juana. Mano a mano con el productor Cristian Villareal, grabó las canciones de sus primeros dos discos: Pleamar (2018) y Ciudades (2019). “No me reconozco mucho ahí”, confiesa. “Me quedan un poco lejos, por eso no toco esas canciones. Y si toco alguna, la reformulo por completo”. En la pandemia, sucedieron dos cosas: Navarro tuvo su correspondiente crisis y decidió que, si iba a hacer sus canciones, tenía que tomar el toro por las astas. El primer movimiento, paradójicamente, no fue suyo. Seducidos por su voz afantasmada, los integrantes de Vita Set la convocaron para cantar en “Romance de fin de semana”: un hitazo sobre el amor fugaz que, en el preciso momento en el que se prohibía cualquier contacto estrecho, terminaba con el chape entre Antonia y Tato Urbiztondo. El segundo movimiento fue su propio disco: Insana y salva (2023).
“Quería guitarras. Lo más posible. Ahora quiero incluso más rock & roll. No me gusta ir a ver una banda blanda. Para nada. Para a ver una banda así, voy a ver a Air. Y que me la vuelen. Para mi música, quiero ofrecer una experiencia de acá: del rock, de La Plata, de Pura Vida. Hace mucho que no sentía esto. Viste cuando vos pensás que nunca más te vas a enamorar y de repente… pfffff, lo sentís. Y es más lindo que el amor. Me siento poderosa. Me da vida. No sé qué haría si no tuviera esto. Por eso me gusta tanto”. En la tapa de Insana y salva, Navarro es un animal herido que no está dispuesto a negociar su caída. Atrincherada delante de una deconstrucción de la bandera chilena, lleva un parche con forma de corazón sobre el ojo derecho. Como si Aladdin Sane homenajeara a las víctimas de la represión que, durante octubre de 2019, perdieron uno o los dos ojos en las calles de Santiago. “El disco habla de una raíz”, dice. “De Chile y de Argentina. De los sentimientos de soledad y de no quedarse callado. Habla de una mutilación. No significa necesariamente dolor. No significa que hay que rendirse. Todo lo contrario. ‘¿Quién me hizo esto? Voy a perseguir al que me lo hizo’. No es una revancha. Estoy herida, pero no soy una víctima. No voy a llorar. Voy a hacer mierda todo”.