“¡Llegaron los parientes del campo!”. Así nos recibían mis primos en los ‘60 cuando desde Villa Urquiza llegábamos en colectivo al Once a visitarlos. Ellos, adolescentes por esos años, transitaban una situación económica holgada muy distante a la nuestra lo que les permitía el acceso a lo nuevo, a lo último en gustos y música propio de tiempos beats.
Soportar aquel pequeño bullyng tenía como contracara al usufructo de estar próximo a todo lo novedoso.
En aquellas circunstancias, y a modo de ejemplo, recuerdo tener en mis manos el disco Sticky Fingers de los Rolling que, antes que la hipnosis que generaba su música, el asombro lo producía la portada, ya que el long play mostraba la imagen de una bragueta, algo entre provocador e incómodo para mi edad. Acompañado además de un toque mágico: me refiero a que, allí estaba inserto un cierre de verdad, un cierre que subía y bajaba de verdad. ¡Un cierre de verdad en la tapa de un disco!
En esos tiempos, y unos años antes también, hubo un encuentro revelador en esas visitas de fin de semana. Un acontecimiento que cambiaría mi vida, y es que, en un aparato propio de ciencia ficción que pocos tenían, llamado tocadiscos, un pick up, un brazo mecánico, se movía solo y se apoyaba con absoluta delicadeza sobre un “círculo negro”. A partir de esa caricia, comenzaba a sonar la música de “Help”, de los Beatles, que sonaba así: “¡heles!, ay sin don fai, ¡heles!, nai chu velez ai, ¡heles!, y no a mí son jam, ¡heeeeeles...!”
Cualquier adjetivación que pretenda utilizar para narrar aquel sentir entraría en la categoría de lugar común. Creo que la definición más perfecta es que, a partir de allí, yo encontré a mis amigos, los mejores amigos, los más íntimos, los de toda la vida, los más queridos y confidentes y que, entre nosotros, nos entenderíamos a la perfección para siempre, los Beatles.
Aquellos eran tiempos de tardes de cine “en continuado” con tres películas, es decir que comenzaban temprano, a las 13, para que los chicos, luego de la tercera película, la principal, regresáramos a casa más o menos con luz de día.
De esa época recuerdo a El Argos, El Parque Chas, El Regio, El Atlántida, El Edén Palace, El Gran Bourg, El 25 de Mayo que, algunos más cerca otros menos, todos eran cines de mi barrio.
Hay uno en particular que se lleva el podio y es El Álvarez Thomas, ya que en esa sala fue en donde se produjo la consumación, en donde se sellaría nuestra amistad. El motivo para ganarse ese sitial honorifico es que en ese cine se estrenó la película Socorro, de los Beatles, la del disco.
Ahora ya no solo habría fotos y canciones de ellos para nuestras charlas imaginarias, sino que también vería sus movimientos, sus palabras, sus risas, sus bromas, su manera de caminar, de acostarse, de tocar los instrumentos. Todo lo que hacen las personas de verdad, los amigos de verdad.
Aquel encuentro cara a cara produjo en mí sensaciones inéditas y no podía terminar tan pronto, había que disfrutar más de esa comunión que solo entienden los amigos. La manera que encontré para prolongar nuestra felicidad mutua y extender esa reunión fue quedándome a ver las tres películas nuevamente. Sin salir de la sala, claro.
El estado de éxtasis, casi de enajenación por lo sucedido al compartir con mis amigos, los Beatles, no me permitía pensar en que podría suceder en casa ante mi no llegada en tiempos normales.
Mi Papá me fajaba, entendía de esa manera como la forma más sintética de “hacerme entrar en razón”. Al salir del cine, cuando la noche estaba instalada por completo y mientras atravesaba el hall rumbo a la calle, y al tiempo en que tarareaba para adentro “¡heles!, ay sin don fai, ¡heles...!”, me crucé con su mirada expectante en la vereda, con los ojos desencajados y moviendo el cuello tratando de localizarme entre los espectadores.
Todas las veces que me había dado una paliza habían sido injustas e incomprensibles para mí y ésta, claro, no podría tener otro signo. Solo que, en esta oportunidad, en cuanto apareciera algún golpe yo podría gritar “¡socorro!”, sabiendo que había cuatro amigos que vendrían al rescate.
Hay una frase en Tácito imperfecto, el texto que interpreto, que señala: “Cuando lo inexplicable tiene una explicación y que es inexplicable”. Esta paradoja se podría aplicar a aquella situación ya que, vaya uno a saber si la manera de salir del cine, de caminar, de respirar o lo que fuere ese estado que yo mostraba, mi Papá no atino a mover ni un solo músculo para “hacerme entender”, nada.
El silencio más absoluto nos acompañó regresando a los dos en el colectivo, más la caminata posterior de tres cuadras por el empedrado hasta llegar a casa. Ni reproches, ni gritos, ni nada.
Mis amigos en la película habían hecho lo suyo, lo que hacen los amigos.
Enrique Federman es actor, docente y director teatral. Ha dirigido y estrenado obras en el circuito comercial, en el independiente y en Tecnópolis. Como autor y director compartió creaciones colectivas junto a Mauricio Kartun, como Perras y No me dejes. Ha participado en festivales internacionales y ha obtenido premios por el unipersonal de Carlos Belloso, Dr. Peuser, y también los premios Teatro del Mundo, de la UBA, y del INT.