En la última semana, el presidente Joe Biden y el probable candidato opositor Donald Trump llevaron a cabo sendos actos de campaña electoral en Texas para sobrefacturar su preocupación en tono a los problemas migratorios, que ocupan una centralidad manifiesta en la consideración pública de los estadounidenses. El candidato republicano –en uno de sus último mítines– se refirió a quienes cruzan la frontera como a gente que “viene de todas partes, directo de las cárceles, de los manicomios y de otras instituciones mentales”. Afirmó también que sus contingentes incluyen a “miembros de pandillas que llegan desde Sudamérica, y desde todo el mundo…”, que “están matando a nuestra gente”, y “envenenando la sangre de los estadounidenses.”
Los discursos de Trump condensan la tradición supremacista en dos de sus diferentes acepciones. Por un lado, en términos racialistas, difundiendo la presunción de razas inferiores y superiores para justificar la sobrevivencia del más apto y evitar la mezcla de la sangre con seres que débiles. En segundo término, apelando al lema aislacionista de Make America Great Again (Hagamos América grande otra vez), expresa la necesidad de superar el formato actual de la globalización, que pone en evidencia la supremacía de la República Popular China para beneficiarse de la desindustrialización estadounidense y aprovechar los conocimientos científico-tecnológicos derivados de las inversiones.
Los migrantes son –para Trump y sus seguidores– un peligro vital: el terror de la sustitución de la población blanca por hordas oscuras. Eso supone el retorno al mito fundacional de los cowboys del far west rodeados por alienígenas identificados como integrantes de tribus salvajes. Sobre ese mismo estatus se justifica hoy el desprecio a los inmigrantes actuales y su reducción en campos de aislamiento o en reservas similares a campos de concentración.
Los procesos migratorios que generan álgidos debates preelectorales tienen como causa prioritaria la destrucción del tejido social de pueblos que carecen de oportunidades de sobrevivencia digna en sus países de origen. Es desde América Latina y el Caribe que proviene gran parte de quienes migran para acceder a un trabajo y a la posibilidad de brindarle seguridad a sus hijos, sea en formato de residencia o de remesas futuras. Huyen de sus territorios porque las políticas oligárquicas domésticas clausuran las posibilidades de desarrollo y se ven sometidos a políticas represivas avaladas e impulsadas por las trasnacionales que Washington protege. Emigran porque están condenados a una pobreza estructural, al restringido acceso a la tierra, la depredación ambiental, la violencia promovida por el narcotráfico y la proliferación de conflictos armados, instaurados por quienes buscan controlar de los recursos naturales estratégicos.
Las crisis migratorias –que también se observan en África– son también el resultado de las intervenciones unilaterales de Occidente que en ocasiones llevan el título de revoluciones de colores. Dichas injerencias pretenden impedir los modelos soberanistas que se resisten al control otantista, o del G7, y que se identifican como posibles socios de las nuevas potencias emergentes ligadas a los BRICS. El proceso que orienta las elecciones en Estados Unidos está íntimamente ligado al intento por impedir la declinación de Occidente frenando la asociatividad del Sur Global –integrado por las regiones de América Latina y el Caribe, África, los países islámicos y el sudeste asiático– con China y Rusia.
Existe una confrontación larvada por la supremacía de un modelo unilateral –impulsado por Occidente– y otro multilateral promovido por los BRICS. Es el nuevo entorno neoproteccionista, acompañado de un progresivo debilitamiento del globalismo y una ampliada amenaza de conflictos híbridos y proxy estimulados por Washington y Bruselas. Esta configuración global prolongará el flujo migratorio, avivará los discursos negacionistas en torno a la crisis ambiental y ampliará los debates paranoicos –en Europa y Estados Unidos– sobre la sustitución de las poblaciones autóctonas por bárbaros sudacas, islámicos o negros.
Detrás de esta andanada reaccionaria se puede observar el gran temor eufemizado de Occidente: su incremental pérdida de influencia y –sobre todo– su asumida impotencia para controlar u orientar el orden global. Frente a ellos se instaura el nuevo fantasma, la expresión de un orden global más horizontal y respetuoso de las soberanías. El aislacionismo ambicionado por los republicanos trumpistas y la pretensión de una reindustrialización son las expresiones del fracaso de la globalización asimétrica. La emergencia de China como vector científico, tecnológico y productivo exige al Occidente supremacista un proteccionismo económico y migratorio: sienten que pierden el control y -como respuesta- buscan encerrarse en sí mismos sin comprender que ese retraimiento no los redimirá de los espurios lazos coloniales que siguen manteniendo con el resto del mundo. A veces los cambios aterrorizan. Y propagan el terror.