Hoy está fresco, debe ser uno de los primeros días de invierno que se siente que es invierno, es alarmante, aunque en las fotos no se note. Anoche regaba las macetas en el balcón, el helecho anda con una exuberancia preocupante, las crasas que colgué en el esquinero sacaron flores, están enloquecidas con esta primavera eterna, la planta de la Llum siempre anda sedienta y con la tierra agrietada, en cualquier momento le sale otra erupción de flores fucsia y la última novedad es la palmera de los turcos que anda feliz, asomándose por la ventana, buscando el sol con la melena esa de brushing que me trajo. Estará un mes de visita en casa, hasta que vuelvan los tutores del viaje por su país. Un día voy a ser capaz de captarles los mensajes verdes esos que se deben cruzar entre ellas, estoy convencida de que viven en un estado perpetuo de asamblea, evaluando el momento en que podrán volver a tomar el poder sobre las ciudades y recuperar su señorío sobre la tierra, supongo que lograré entrar en esa conversación cuando las pueda mirar crecer desde abajo y formar parte de ellas, como la Llum.
Me acerco a hacer unas fotos a la explanada de las duchas anuladas con la etiqueta de alerta sequera. Una bandada de aves vuela por el cielo haciendo esas formas helicoidales que deben ser un lenguaje que no conseguimos descifrar, hace siglos que las pobres están tratando de decirnos algo, pero seguimos sin entender. De todas maneras, no se las ve muy frustradas que digamos, no se deben estar dirigiendo a la gente. En realidad, les importamos una mierda, somos este grupejo que esperan que se retire para poder entrar. Es sólo una cuestión de tiempo, pero ellas manejan el arte de esperar, son las putas amas de eso, es lo que te debe dar la sabiduría del huevo. Yo siempre me los termino comiendo pasados por agua o muy hechos, ellas en cambio saben ser puntuales, caer en el momento justo para tirarte una cagada encima, ensartarse sobre una rata, una paloma o robarte un bocadillo.
Un chico viene a apretar los botones de las duchas, no se da cuenta de los carteles, le digo que no hay agua, mientras el mar no deja de suspirar tranquilamente. Le señalo el cartel y recorro las letras con el dedo, como cuando era maestra. Me dice, en un castellano limitadísimo: “eres muy guapa” y le aviso: “no estoy para ligar, no pierdas el tiempo”. Me sonríe y se va, lo veo trotar desde atrás, una auténtica obra de arte de la naturaleza humana que no pienso tocar, a mí me va más el womensplaining.
¿Quieres womensplaining? Toma womensplaining. Después de creer haber visto el trote más aerodinámico de la mañana me voy hasta la cala esa que se arma justo delante de la ballena dorada, adonde están las rejas. La atracción fueron dos pre adolescentes que se estaban mojando los pies junto a su madre, que las miraba acobardada desde la orilla. Tres rubias como un tres de oro. Le digo a la mayor que qué buena idea la de sus hijas, la sonrisa esa de Colgate es automática, no alcanzo a darme cuenta si la piensa o es un acto reflejo, un instinto de autoconservación, seguramente, “Sorry, don't speak spanish”. No gasto pólvora en chimangos advirtiéndole que es catalán. Le vuelvo a decir en su bonito idioma de brutos que me voy a copiar de sus hijas, mientras me saco las zapatillas, los zoquetes y hundo los pies en la arena fría. Me asegura que son unas chicas valientes, ya las veo a las valientes, me miran con toda su desconfianza azul de unos ojos inadecuados para la revolución solar que se nos cae encima. Se acercan braceando el aire, renegando entre dientes de la humedad que sienten desde los bajos de los pantalones empapados. Las miro irse encandiladas sin querer mirarme, su madre arrastrada como la cola de un barrilete del año anterior.
La señora que camina de un lado a otro llama a un perrito que viene a saludarla corriendo mucho mejor que el pibe de hace un rato. Parece que cuatro patas también son mejor que dos para el asunto de correr. Le da la puntita de la zanahoria y se va feliz, ella me comenta: “Sempre ens trobem aquí, sap que hi ha pastenaga. Menjo un poma i una pastenaga cada matí, la pastenaga per a la vista, la poma perquè one apple a day keeps the pharmacists away”. Tiene una sonrisa maravillosa, y ochenta y dos años. Se llama Lola i em diu: “Fa dotze anys vaig tenir un accident de cotxe, jo no era de l'aigua, però mira, vaig fer-me. Ara prenc aigua de mar tots els dies. La busco al fons, que no està bruta, un glopet cada dia. Abans em costava molt anar hi al lavabo, ja no, no prenc cap medicació”.
Le confieso que hasta junio no me animo a entrar al mar, porque soy friolenta. Ella aconseja que para iniciarse hay que ir extendiendo los baños desde finales de verano, atravesar el otoño y llegar al invierno bien de a poco. Al principio ella entraba y salía, aguantaba menos de un minuto, ahora se va quedando, por un lado se fue acostumbrando al agua fría y, por el otro, la verdad es que ya no está fría, en este invierno que no es invierno, no pasa de tibia. Me explica que en esa reja se encuentra con otras señoras que también se meten todo el año. Le cuento de las mujeres con las que nado a partir de junio en la playa de enfrente de la escuela de mi hija, que ellas lo hacen todo el año. Después está el grupo de señoras del club, y las de la cala del Hotel Vela, y las que se bañan en la playa que da al Hospital del Mar. La costa está llena de estos grupos durante todo el año, en su mayoría son jubiladas. Lola me anima a empezar en mayo, así estiro también desde el principio, le digo que lo voy a intentar y me invita a que venga a conocer a las otras que vienen con ella. Está claro que voy a volver, nos despedimos y subo la rampa hasta el Port Olímpic. Antes de llegar me doy vuelta y hago una foto para mandarle a mi mamá, ella sí que es una mujer de agua de toda la vida y le encantan las marinas que le mando por las mañanas.
Me contesta enseguida, aunque en Argentina deben ser las cinco de la mañana. Me cuenta que ayer se cayó de la bicicleta, que le hicieron una radiografía y se fracturó los huesitos del empeine. Dice que se cayó porque dejaron crecer el pasto en una zanja que no vio, una zanja nueva que la vecina abrió para conectar sus cañerías con las del alcantarillado. Ahora, esa esquina que soportó las inundaciones platenses del 2 de abril del 2013 también se inunda. Por suerte, cuando se cayó, justo pasaba una mujer que la ayudó a entrar a la casa, llamaron a la ambulancia y tardaron cinco horas. Cuando llegaron le dijeron que esa intervención no se la cubrían, que tenía que ir a la clínica.
Hoy están de paro las enfermeras, el personal médico, mañana, y los maquinistas de trenes también están de paro, por lo que el tránsito está más saturado que nunca. Es una locura, pero es lo más normal del mundo parar absolutamente todo lo posible para detener el vaciamiento y la destrucción que están lanzando los fascistas sobre todo el territorio de Argentina. Me cuenta que el médico es el mismo que la operó de la pierna la otra vez, que es un maltratador y un maleducado, que la última vez que la atendió se la pasó hablando con mi hermano y no quiso mirarla. Dice que mañana tendrá que ir a verlo igual, aunque no lo soporte, no tiene más alternativa, y tampoco se ve con ganas de andar probando médicos nuevos justo ahora. Mañana mi hermano no podrá acompañarla porque está trabajando, irá con mi cuñada.
El relato va encadenando una desgracia tras otra, cada una es la autora de la siguiente en una bola de nieve que parece increíble si yo no supiera que es cierta, si fuera una película la apagaría por inverosímil. “Parece que te encerraron en el libro de Job, ma”, le digo, y nos reímos, es el truco que me enseñó a hacer cada vez que tenemos ganas de reventar un jarrón contra la pared.
El día que Milei ganó las elecciones me agarré un cabreo tan grande que me metí en el gimnasio a hacer fierros. Nunca me acercaba a la zona de aparatos, me mantenía lejos del olor a chivo de los fisicoculturistas, pero de un tiempo a esta parte no me importa el olor ni me causa nada verlos sudar bajo discos descomunales. Voy probando aparatos y me siento más fuerte y enérgica. En realidad esto no es ningún hallazgo personal, salpicadas por distintas máquinas, sobre colchonetas o estirándose de las barras, veo mujeres mayores subiendo y bajando pesos con total tranquilidad, midiendo las dificultades y adaptándose según lo que pueden hacer con sus achaques. No es la primera vez que estoy en un punto de no retorno, pero esta vez lo siento distinto, como si recién ahora, después de casi cincuenta años fuera más consciente de la máquina que me regaló mi vieja al nacer, la que cuidó hasta que pude volar sola. Es una máquina maravillosa cuando está bien alimentada, dormida y ejercitada. Ahora, por ejemplo, siento que está prendida fuego, con los sentidos afinados y la rabia a tope.